Ni libertad ni democracia. Ni siquiera capitalismo, a cuya observancia se podría consagrar la conculcación parcial y arbitraria de las dos primeras máximas. El florecimiento de Occidente desde el siglo XV estuvo fertilizado por un compuesto de competencia, ciencia, derechos de propiedad y medicinas, incorporada la miscelánea a un entorno de insaciable sociedad de consumo y diligente ética del trabajo. Estos preceptos, pensarán ustedes, están incluidos o conforman las entelequias de la libertad, la democracia y el capitalismo. No piensa así Niall Ferguson (Glasgow, 1964), cuyos estudios necesitan tanto de la irreverencia como de la investigación. De acuerdo con el método de la polémica, y puestos a quebrar axiomas, comenzaremos esta crítica por el autor, cuya sombra se ciñe sobre cada una de las 509 páginas de Civilización.Occidente y el resto (Debate). Erigido en uno de los historiadores más populares del mundo, sus ensayos se contonean en las listas de superventas al tiempo que Ferguson reclama un trato justo a los académicos. No obstante la rentabilización de su etiqueta de conservador y de sus eufemismos sobre el imperialismo, de su estruendosa vida sentimental —este libro se lo dedica a Ayaan, su amante, promotora de su ruptura matrimonial— y de las manos amigas que lo ayudan en los procesos de elaboración de sus estudios, nos encontramos ante un intelectual riguroso y solvente, de prosa depurada y precisa, singularmente aguzada cuando se trata de presionar un resorte de la corrección política, que siempre ayuda a la venta de ejemplares.
Con Civilización, Ferguson culmina un periodo de investigación y divulgación en torno a las sociedades occidentales, depurando, por ampliación, los planteamientos y conclusiones que ya desarrolló en El imperio británico (Debate, 2003) y Coloso (Debate, 2004). La exaltación de la pluralidad de costumbres, instituciones y códigos en la fracturada Europa frente al estatismo de los imperios asiáticos y a la uniformidad del islam desborda bajo su firma el terreno de la evidencia, pues los enemigos del autor han teñido la certidumbre de controversia, al detectar en este punto de partida una apología del conflicto. Cabe reconocer, para descrédito de críticas, que Civilización es un estudio que aborda el papel de Europa y Norteamérica con honradez intelectual, sin incurrir en etnocentrismos ni complacencias, y a muchas leguas de distancia de algo parecido a los remordimientos por la responsabilidad de Occidente en el subdesarrollo de los demás. No es la primera vez que esta negativa a flagelarse le ha valido al historiador el epíteto de colonialista. En esta obra, por supuesto, tampoco eludirá su teoría sobre la importancia que, a su juicio, tuvieron ciertos imperios en la forja de instituciones sustentadoras de la democracia.
El libro apreciado, de esta forma, se articula sobre una comparación de la explosiva evolución europea y norteamericana desde el siglo XV con respecto a la trayectoria inercial del resto de sociedades, y corona con una atractiva hipótesis sobre la declinación del imperio estadounidense y el ascenso de China y los pueblos musulmanes. Al principio fue la frontera, asentamiento de la rivalidad comercial y de la lucha entre los estados-nación europeos y del subdesarrollo. Esta competencia, que favoreció la descentralización económica y política, parece haberse diluido en diversos procesos de integración, como la UE o la transferencia de competencias de los estados de la Unión al gobierno federal norteamericano. Y engendró la ciencia, ese modo de estudiar, comprender y transformar el mundo natural que acaso fuera concebido en la búsqueda de ventajas militares, pero que con toda seguridad acabó siendo un fin de estas investigaciones y uno de los bastiones de la hegemonía de Occidente. Informes sobre, por ejemplo, el dominio de las matemáticas en escolares evidencian que numerosos países asiáticos han enjugado, e invertido, la ventaja europea y norteamericana en el dominio de las disciplinas exactas. Los conocimientos aplicados, por último, permitieron el desarrollo del ramal de la medicina merced a las materias primas extraídas de las colonias, y que redundó en la prolongación y mejora de condiciones de la vida, aunque con una incidencia bochornosamente inferior en los nativos de ultramar.
El aprendizaje y la instrucción indujeron a los pueblos de las ciudades-estado la necesidad de sublimar su competencia de una forma no violenta, por lo que las disputas entre vecinos se canalizaron a través del comercio. Los derechos de propiedad se situaron como piedra angular del imperio de la ley y exponente fundamental de la libertad individual. La sociedad de consumo, en la que China, Japón, India o Brasil se desempeñan hoy con mejores resultados que el hombre blanco, instigó la Revolución Industrial, y la ética del trabajo aportó el tegumento necesario para unir a una sociedad basada en la rivalidad. En este punto, Ferguson no se priva de enmendar a Max Weber, señalando la propiedad de la tierra y el asociado derecho al voto como causas fundamentales del desequilibrio entre las Américas separadas por el río Grande (Latinoamérica quedaría fuera del Occidente fergusoniano). No evita esta teoría, sin embargo, que en su razonamiento emerja una cierta perspectiva anglófila y displicente con la herencia del mundo clásico, la cual incide sin sonrojos en la leyenda negra española y en la superioridad de la religión protestante —que, considera, está colonizando la espiritualidad china, y de ahí su renacimiento— sobre el catolicismo, desechando no solo la participación de las órdenes religiosas en la creación de las redes comerciales, sino también las instituciones surgidas en la «era confesional», de acuerdo con Wolfang Reinhard.
Más allá del tono divulgativo y la apelación superficial al lector, resulta incuestionable la capacidad de Ferguson para capitalizar las inquietudes de una sociedad que demuestra conocer sobradamente. No es de extrañar, por tanto, que el gobierno británico se haya planteado la posibilidad de introducir obras como Civilización. Occidente y el resto en las bibliografías de sus escolares. El reconocimiento académico, al igual que la hegemonía educativa de los países anglosajones, ya es otra cosa.