«En edición diferente, los libros dicen cosa distinta”, solía decir Juan Ramón Jiménez. El poeta recién casado supervisaba personalmente la impresión de cada una de sus obras, convencido de que los versos debían concordar con los formatos y los soportes. Las costuras de esta literatura que entra por los ojos se entretejen en silenciosos talleres de tipografía como el que regenta Alfonso Meléndez (Zaragoza, 1965) en la calle de la Princesa de Madrid. El estudio, antaño manufactura y hoy oficina por obra y gracia de los cuellos almidonados de Apple, es lóbrego en su altura de piso bajo que huele a papel, una fragancia en peligro de extinción por el acoso de los furtivos de lo moderno. Meléndez, “diseñador especializado en aplicación tipográfica y en edición y diseño de catálogos de exposiciones, libros e impresos efímeros, en gráfica de exposiciones y en corrección de estilo y de ortotipografía”, según recoge su “ridículum vitae” (como le divierte referir), un tipógrafo embarcado en proyectos de todo tipo, abre la puerta con una sonrisa. De este hombre simpático y juvenil, lo más alejado de un bibliotecario victoriano, dicen los entendidos que es de los mejores. No en vano es Premio de Diseño de Colección en la VII edición de los Premios Visual de Diseño de Libros por los Álbumes de la Residencia de Estudiantes, o de Aplicación Tipográfica en la V edición por el catálogo La vida en papel de arroz. Pintura china de exportación, para el ministerio de Cultura. No obstante los reconocimientos, no nos encontramos ante un corporativista, pues se sorprende de nuestro interés por un oficio “aburridísimo”, en el que se echan “más horas que en un taxi” por una retribución, en algunos proyectos concretos, “de hora de mandadera… si es que llega”. Resulta reconfortante, de inicio, comprobar que no sólo los periodistas reniegan de su gremio, y en la abjuración se cimenta un vínculo sobre el que construir todo un reportaje.
Sin embargo, encadenarse a un oficio que limita la vida a “triangular casa, oficina, cuatro portales más abajo, supermercado de El Corte Inglés y vuelta a empezar” ha de tener algún truco. Y ese no es otro que los bienes internos a la práctica, porque, al igual que los cronistas, Meléndez disfruta de su trabajo por encima de los reproches de inicio. Uno de los mayores intangibles se lo da el tiempo respirado entre libros, que bien podría convertirlo a uno en un personaje.
“Me pasma en los reportajes que se adentran en las casas, cuando no ves libros y dices uy, uy, uy…”, admite. “Pero, bueno, de todo tiene que haber, no soy yo quién…”, se matiza a continuación.
“O cuando sólo ves libros colocaditos sobre la mesa de centro y en las estanterías como mucho unos pocos lomos que más bien parecen elegidos por su interiorista…”, continúa suspendiendo la frase en lo supuesto. Ese concepto, el del coffee table book, será pronunciado con un matiz de socarronería en varias ocasiones durante la entrevista. Acaso su madriguera no pueda ser reportajeada para la televisión por exceso de material de lectura, pues centenares y acaso millares de libros se apilan en magníficas torres de Pisa, coronadas por el tiempo encarnado en polvo. Nunca la metáfora del océano de la información fue tan plausible.
La anarquía cognoscitiva reluce apenas delimitada por unas pocas estanterías, suficientes para acotar linealmente el caos como la rayuela de Cortázar. En el epicentro del desconcierto, Alfonso se encorva sobre el blanco inmaculado de su ordenador Apple como Polifemo en su cueva. “Me permite trabajar solo, lo cual es muy cómodo, porque con los años uno se vuelve más maniático. Ahora me resultaría complicado compartir espacio”, reconoce, sin olvidar por ello los inconvenientes de su soledad buscada: “Cuando trabajas solo, llega un momento en que estás tan encima de los encargos que no ves nada. Por ello a veces recurro a amigos del gremio, a los que envío bocetos por correo, o se los llevo a mi mujer y le pregunto: ‘¿cómo ves tú esto?’. Es la prueba del algodón”.
Páginas y carteles cohabitan con pequeños objetos que evidencian un coleccionismo impenitente. “Esta estantería es entera de libro checo de vanguardia. Y yo no leo checo, pero están tan bien hechos… Me aficioné a ellos (y a sus fotógrafos, Sudek sobre todo) tras un verano en Praga en el que martirizaba a mi mujer arrastrándola por las librerías de viejo, lo mismo que otros pasados en Amsterdam u otras ciudades (no somos muy de campo, ni de playa). Gracias a internet se ha librado de esa tortura y nuestro turismo urbano es ahora mucho más llevadero. Todavía hoy compro alguna curiosidad checa si alcanza el bolsillo, y mucho libro inglés y holandés”, indica. Aunque compensa: “Últimamente compro más bien poco en español, porque hago intercambio con otros colegas o con editores, o me tiro al libro de viejo”. Es la ley del mercado, ungido en lapiceros y bolígrafos y tazas marcados con el emblema “Disfruta del capitalismo”, imitando la tipografía de la Coca-Cola, que se hacinan junto a paraguas donde una inscripción perfecta a modo de instrucciones sugiere gajo a gajo: “Con la que está cayendo…”, o unas indomables pancartas enrolladas que se imprimió de su bolsillo en gran formato y montó luego sobre un bastidor de tubos de PVC para una concentración de apoyo a Israel. Alfonso es el responsable de estas leyendas, en lo que él mismo denomina su faceta de “activismo tipográfico”. Aunque su especialidad se circunscribe al diseño de colecciones de libros, mucho más complejas que las complejas portadas, ya que debe observar la forma de inserción y manipulación de las imágenes, cuando las hay, entre los textos de las tripas, las cajas y los tipos, cuerpos e interlíneas, los colores… y la limpieza, la reducción del posible barroquismo y la supresión de amaneramientos y vicios del estilo “cuando se dispone del suficiente tiempo para esa tarea de aseo antes de entrar en imprenta”.
Editoriales como Renacimiento y Espuela de Plata cuentan con su colaboración: “Por lo general, a mí me pasan para sus cubiertas fotos o propuestas y yo me dedico a buscar otras posibilidades, o la forma de sacarle el máximo partido a esa imagen o a esa idea, aseándoles además la tipografía. Si homenajeo antiguos carteles o cubiertas, los incluyo luego en la contracubierta para procurar ser honesto y mostrar a las claras de dónde procede el préstamo”. Alianza, Celeste, Comares, Destino, La Fábrica, Ollero y Ramos, Pre-Textos,Tauro Ediciones y TF Editores, así como la Fundación Lázaro Galdiano y el Museo Abc adornan su cartera de clientes hasta la fecha.
Pese a que le gustaría trabajar con grandes editoriales”, se siente realmente satisfecho de colaborar con otras más pequeñas y que, por su propia naturaleza, tienden a cuidar más el producto. “He tenido la suerte de trabajar mucho con Andrés Trapiello, con quien sigo haciendo las cubiertas de La Veleta. Él se pasa por aquí con su cuadernillo, en el que trae sus miniaturas abocetadas, y en un pispás procuramos resolverlas”, asegura. Junto al escritor leonés ha alumbrado varias colecciones para Pre-Textos, entre ellas la de Clásicos, “quizá, junto con los Álbumes de la Residencia, de la que más orgullosos estamos ambos”, aunque reconoce entre risotadas que la sociedad en ocasiones se resiente por exasperación: “Andrés a veces se me desespera cuando me ve atendiendo mínimos detalles tipográficos o cuando en una imagen escaneada me pongo a borrar puntos y me dice: ‘Déjalo ya, que no se ve’. Y tiene razón, porque al reducir la imagen son puntitos tan pequeños que ni salen. Pero es que los ves en pantalla y no puedes evitarlo. Y estás ahí limpiando motas como un tonto, borrando, pum, pum, pum”. Onomatopeya de borrador digital que funciona a cañonazos de ratón, como palpitaciones en las sienes de una idea, la del letraherido, el demente del diseño, que dará mucho juego durante todo el día.
Se trata, sin duda, de una concepción nietzscheana de la vida como arte, ya que, como acostumbra decir: “Creo que hay que hacer bien hasta un buzoneo. Si me tuviese que ganar la vida (toco madera) con estos impresos por lo general tan poco cuidados, trataría de hacerlo bien, porque un diseñador también tiene que saber hacer bien incluso un buzoneo para un público indiscriminado, que normalmente lo coge y lo tira sin apenas mirarlo. Además, creo que hacerlo bien no te cuesta mucho más tiempo, la diferencia no debe de ser mucha (aunque seguro que entonces sería un simple asalariado y el jefe me diría que aligerara…)”. Este rigor deontológico para con una labor que pasa inadvertida casi siempre incide especialmente “en la autosatisfacción”, aunque “si encima te tropiezas con alguien que se da cuenta de este tipo de cosas, pues mucho mejor. Esto es algo que ocurre cuando hago intercambios con otros compañeros del gremio, confías en que ellos también sepan valorar esto o aquello, pero claro, a libro regalado…”. Es la realidad de una actividad de la que se percatan los clásicos, por literales, “cuatro gatos”, en la que la frontera entre un trabajo mediocre y un trabajo extraordinario la establecen “cosas tan de microtipografía que a veces no se da cuenta ni el editor, algo parecido a cómo da la pinceladita tal o cual pintor, salvando todas las distancias”. Simulación de pincelada. Paradójicamente, en toda gran edición los pormenores de la excelencia han de pasar desapercibidos, pues “el objetivo es lograr que el lector disfrute del libro sin saber por qué. Si se da cuenta es porque o es muy entendido o te estás haciendo notar tú demasiado”. La aspiración, por tanto, es “procurar ser lo menos visible”, como un instrumentista o un narrador; o, como establece Alfonso, “como los hilos de las marionetas”. La ataraxia.
el trastorno por las letras se lo inoculó su hermano Francisco, ilustrador de los buenos, Premio Nacional, desde hace años retirado del mundo editorial infantil y juvenil, y aplicado tan solo, desde su puesto de conserje, a su asociación de fomento de la lectura.
Criterios invisibles son los que le llevan a destacar como libros “estupendamente diseñados” los de “las editoriales inglesas Hyphen Press o Unit Editions, Faber & Faber o Penguin (de ésta todo en general, y más recientemente su colección Great Ideas, diseñada por David Pearson), la holandesa 010 Publishers o la suiza Lars Müller”, y, en un ámbito más local, “El Acantilado, La Fábrica, Edicios 62,Quaderns Crema, Galaxia Gutenberg, la extinta colección Únicos (Seix Barral) o Campgràfic (con una esforzada labor editorial además especializada en tipografía)”. No obstante la estética de nuestros libros, Meléndez considera algo “desesperante” gran parte de la rotulación que tatúa los bulevares de la piel de toro, comparada con la que se puede “disfrutar” en Holanda, Inglaterra o Alemania. Pero con matices: “obviamente, te puedes encontrar horrores o maravillas a la vuelta de la esquina aquí o en Pernambuco”, prosigue. De todas formas, en su opinión feísmo callejero “no es como para ahuyentar, aunque suele añadir ruido a la ciudad”, un estrépito que él ya no puede sacudirse como viandante y turista: “De repente, ay, ves que el espacio entre esos números o ese par de letras de un texto no lo han corregido ópticamente, o que tal guion no lo han dejado a su altura… porque muchas veces tienes los números en caja alta y el guion está a su altura para las letras de caja baja, y entonces si te ponen dos fechas o cifras con un guioncito por lo general no lo han centrado debidamente, y sufres por tonterías así. Pero últimamente opto por encogerme de hombros y seguir paseando, como terapia a mi enfermedad de la tipografía”.
A Alfonso, el trastorno por las letras se lo inoculó su hermano Francisco, ilustrador de los buenos, Premio Nacional, desde hace años retirado del mundo editorial infantil y juvenil, y aplicado tan solo, desde su puesto de conserje, a su asociación de fomento de la lectura. “Me dedico a esto gracias a él”, reconoce Alfonso. “Mi hermano es también un gran calígrafo, y todavía hace algo de vez en cuando para así sacar algunos dineros para su asociación”. En 2009, la Biblioteca de Aragón organizó una exposición con los trabajos de ambos intitulada, suponemos que correctamente, Dos hermanos. Tipografía e ilustración de la mano de Alfonso y Francisco Meléndez.
En internet, como en el enlace que aquí adjuntamos, han surgido diversas iniciativas para rescatar del olvido la obra de Francisco, el mayor de los Meléndez. La influencia del hermano apóstata introdujo aAlfonso a una profesión un tanto heterodoxa. Uno, al fin y al cabo, no se codea con demasiados diseñadores editoriales. “Hace una o dos décadas casi abundaban más los diseñadores-ilustradores, como por ejemplo los que hacían carteles. Isidro Ferrer, un caso, lo tiene todo, ya que además de excelente ilustrador es buen tipógrafo. Hoy la cosa está algo más equilibrada entre unos y otros, creo”. Alfonso, a diferencia de Ferrer y de su hermano Francisco, firma sólo como tipógrafo porque no es ilustrador. “Soy un diseñador más limitadito, y firmo habitualmente como tipógrafo porque sólo uso letras e imágenes del trabajo en cuestión, y también por llevar algo la contraria”, expone. Pero, burla burlando, tampoco es tipógrafo, sino diseñador. “También pongo en mi tarjeta que estoy especializado en libros e impresos efímeros, que pueden ser pues un díptico para un natalicio o para una defunción, o cualquiera para una exposición, las tarjetas de visita que tan pronto te las dan las traspapelas… cosas destinadas a que al cabo de los años se haga un lote con ellas y se tire todo a la basura. Pero este tipo de productos los hago sobre todo para las amistades. Es igual que cuando firmo como tipógrafo, lo pongo porque me hace gracia y me gusta el término, un poco por fantasía”, admite.
No es baladí el uso de la imaginación en la denominación, pues, pese a tratarse de una actividad tan difícil de perfilar, afirma que la parte creativa es más bien reducida. “Esto conlleva una cantidad tremebunda de horas de trabajo mecánico. El esfuerzo de creación de diseño es de, como mucho, un 20%, el resto es pura mecánica”, revela. Aunque la contención, en este caso, tiene premio: “Lo que pasa es que en el presupuesto tiene más peso, lógicamente a mi juicio, el diseño general de un libro que su maquetación y el dejarlo listo para imprenta”. En todo caso, desempeñarse en libros y catálogos de exposiciones le permite “una mayor libertad, porque suelen confiar en ti, y si además te han contactado es por algo”. En esta temática artística sobresale su colaboración con Juan Manuel Bonet, con quien Meléndez ha desarrollado, a solas o con Trapiello, “muchos catálogos en los últimos años, especialmente cuando dirigía el Reina Sofía y luego por libre como comisario, cosas, las últimas, por lo general pequeñas pero de las que estoy bastante contento con el resultado”.
Sin duda distinto es el trabajo supeditado a un fin corporativo, véase una memoria de empresa, como la de Tabacalera, que en 1990 recibió un premio al Mejor Informe Anual Español del año, pese a que reconoce que no habrá hecho más de una quincena. “Ahí hay que amoldarse más aún, está prácticamente todo hecho. El trabajo creativo-creativo igual es un 5 o 10% como mucho. El resto, como en casi toda publicación, es oficio, conocer muchos recursos gráficos y saber cuáles puedes utilizar para resolver según qué problemas. Serían algo así como un repertorio de recetas, para cuya combinación cuenta mucho la experiencia. Y el sentido común, desde luego. En realidad los problemas son contados y si tienes un bagaje, pues lo solventas con muy poquito de creatividad; es más bien oficio”. ¿Y la inspiración? “Pues es que es tan pequeña que lo ideal es que te pille trabajando. No sabría muy bien explicarlo. Lo bueno es que seas capaz de hacer propias las cosas ajenas para aplicarlas a un caso concreto: a un libro, a una cubierta, a unas tripas… Dotándolas, si se puede, de cierto timbre tuyo, y si logras además cierta gracia, ya tan contento”.
Lejos de simplificarle la jornada, la aridez de la faena mecánica ha espoleado un intervencionismo que, a él, libertario, le ha costado algún que otro rapapolvo. “Cuando me pasan los textos a veces aviso de erratas y corrigiendo corrigiendo me meto en camisas de once varas. Y algunas veces hasta me riñen”, cuenta, jovial. “Hace poco se me ocurrió corregir una transcripción que estaba mal y me afearon la conducta, pero es que no puedo evitarlo. Sé que si me encogiera de hombros viviría más tranquilo. Soy una persona paciente, aunque me excedo en mis funciones. Por eso, lo bueno es trabajar con gente que conoces y con quien tienes confianza. Se lo suelo presentar como una sugerencia y ya está. Pero es que a veces me meto a corregir incluso el estilo y eso es un problema…”, reconoce. Y se explaya en el anecdotario: “Hace años Andrés (Trapiello) me daba a corregir algunos libros suyos, su novela Días y noches y algunos tomos de los diarios, y al final le dije: ‘Lo siento, pero prefiero leerlo y tropezarme con la errata y decir ‘ay’. Porque, claro, con esta función empiezas a buscarle tres pies al gato y a hilar fino y no disfrutas como lector”. Se trata de lo que con jocosidad define como un rasgo “de los chalados de la tipografía”. “Yo, televisión no veo”, indica, “pero cine, sí, de hecho sigo una página web de estos chalados de la tipografía que se dedica a señalar las incongruencias tipográficas de las películas de época, de tal forma: ‘Pero hombre, cómo utilizan tal tipografía para esta época, cuando es del año cual y la están utilizando en un periódico o en un rótulo de 20 años antes”. Ríe. “¡El mundo está lleno de locos tipográficos y cada vez somos más!”, exclama.
Esta tribu se compone de elementos tan particulares como los creadores de familias tipográficas, que son legión, y de notables aptitudes, en España. Es el caso de Andreu Balius, artífice de la Pradell –basada en los tipos de Eudald Pradell del siglo XVIII–, de la Carmen y Carmen Fiesta, o de la Trochut y la Super Veloz, una recuperación de la Bisonte y del sistema modular de los años cuarenta Super Tipo Veloz, ambos de Joan Trochut, y en cuyo rescate colaboró su nieto, Álex Trochut, un joven pero ya reputado tipógrafo e ilustrador. Laura Meseguer, con su Rumba o su Multi, una sans todavía en proceso con muy variados pesos para textos y titulares;Josep Patau, con su Trajana Sans, su Peleguer, o su próxima Paralex; Íñigo Jerez, con su Blok y su Poster, su Quijote y su Batin, o su Papers y su Slim; Octavio Pardo, con la Cabriole –todavía en desarrollo pero muy prometedora para libros– y la Sutturah; José María Ribagorda, con la Hispana y la Ibarra Real. O el argentino afincado en Barcelona Eduardo Manso, con su Bohemia o su Relato, y el portugués Mario Feliciano con su Eudald News, su Rongel o su Garda… Todos ellos, admite Alfonso, “tienen muy buena muñeca y mucha destreza como calígrafos, cosas que yo no tengo ni soy, por lo que nunca, ni loco, me he planteado diseñar una tipografía: demasiado esfuerzo para tan pocas aptitudes, las mías”.
Sin embargo, Meléndez es el encargado de seleccionar las tipografías para aplicarlas a los libros, y es, por lo tanto, voz autorizada en la recomendación de letras que facilitan la lectura, que no es lo mismo que amenizarla. “Un libro no te lo hace más ameno ninguna tipografía. Si la obra es buena, el diseño tendría que ser endemoniadamente malo o feo para no leerlo. En tal caso sería el equivalente a ver una buena película en una cutre-copia de mantero. Lo suyo es verla con buena imagen, con nitidez, con buen sonido… Pues en libros hay algunas ediciones que parecen salidas de los manteros”, asegura. A continuación, pongan en práctica el ejemplo de abrir su ejemplar y situarlo perpendicularmente a la vertical de su cuerpo, a la altura de los ojos. Si entre los párrafos, las líneas y las palabras aprecian “en la caja de texto ríos y corrales, como se decía antiguamente” es que su composición es seriamente mejorable. El libro con que este cronista se presentó a la entrevista cumplía todos los despropósitos. “Yo ya trato de no fijarme en eso, de concentrarme en la lectura y disfrutar si se tercia. Ya ni me enfado, sólo digo: ‘pobrecicos’ cuando veo este tipo de defectos”.
Yo tiendo a aprovechar al máximo el espacio y procurarle al lector la mayor legibilidad posible, además me he vuelto muy rácano y evito los colores directos si es un catálogo de exposición o un libro ilustrado, uso cuatricromías que sé que van a funcionar bien y de mezclas sencillas para no complicarle la vida al impresor.
Su aspiración, así las cosas, sería “lograr siempre un formato muy cómodo a la mano, que se lea muy bien en la cama y en el sillón del salón”. En su búsqueda, Meléndez prefiere ahora mismo “una Minion, que tiene el ojo más abierto y es más legible, a una Garamond, y en general tipografías con los rasgos ascendentes y descendentes poco pronunciados, pues permiten cuerpos mayores (el lector, siempre el lector) e interlíneas menores. La Minion la hemos utilizado mucho Andrés (Trapiello) y yo para Pre-Textos. La New Baskerville tiene también un ojo muy agradable para leer. Me gustan también, para muy diversos usos, la Caslon, la Joanna, la Gill Sans, la Futura, la Grotesque, la Akzidenz Grotesk y un laaargo etcétera de las de toda la vida y otras tantas de las más recientes”. “En los 90”, recuerda, “hubo una moda de cuerpos bastante pequeños y mucho interlineado. Yo tiendo a aprovechar al máximo el espacio y procurarle al lector la mayor legibilidad posible, además me he vuelto muy rácano y evito los colores directos si es un catálogo de exposición o un libro ilustrado, uso cuatricromías que sé que van a funcionar bien y de mezclas sencillas para no complicarle la vida al impresor. No me gusta encarecer el producto y sí aprovechar bien la caja de texto”. ¿La sección áurea y sus márgenes? “Eso ya pasó a mejor vida hace tiempo. De lo que se trata es de facilitar y hacer agradable la experiencia de la lectura”, afirma.
Nos encontramos ante un estilo propio, desarrollado a partir de influencias clásicas, como las de Mauricio Amster, Altolaguirre,Ricard Giralt Miracle o el propio Juan Ramón Jiménez, además de su estima por el trabajo de muchos de sus contemporáneos: “Montse Lago, Guillermo Nagore, Diego Feijóo, Pablo Rubio (Erretres), Astrid Stavro, Sánchez/Lacasta, Gráfica Futura, Josep Bagà, Mario Eskenazi, Fernando Gutiérrez, Pep Carrió, Enric Jardí, Isidro Ferrer…”. La comunidad de los enfermos crece, y más “con el ordenador, porque ahora todos somos tipógrafos. Y diseñadores, que das una patada y salen por lo menos cien”.
La Familia Plómez, en el epicentro de la demencia, oferta talleres de composición al modo y manera de los cajistas de antaño, mandil al cuello, pinzas en ristre y ceño fruncido. ‘Pixel sucks’ reza uno de sus trabajos. “Yo empecé con tijeras y pegamento y galeradas y demás. El tostón. No tengo ninguna nostalgia”, asevera, firme, Alfonso. “Si dispusiera de más tiempo (y a lo mejor de una vida más desahogada; y no es que los Plómez la tengan, que lo suyo tiene gran mérito y requiere mayor esfuerzo), seguro que me apuntaba a trastear con ellos con los tipos móviles en sus chivaletes. Pero nada, en otra vida quizá, que de momento ya me tengo ganado el cielo de los tipógrafos con los favores que a veces hago gustoso a amigos o conocidos”, apostilla. “A mí la llegada del ordenador y la autoedición me pilló relativamente joven y recién iniciado en el oficio. El primer trabajo importante que hice me sirvió para comprarme un Macintosh, y enseguida me enchufé a la máquina”. Una máquina, eso sí, que también tiene un reverso oscuro: “Con él tienes tantas posibilidades que al final echas más horas, porque donde antes lo tenías que tener muy claro, al marcar los estilos y tamaños de los textos que te iba a entregar de vuelta la fotocomposición, ahora te pones a hacer mil y una pruebas, lo que yo llamo castings tipográficos, las de la cubierta, las de las tripas… te pegas horas y horas haciendo pruebas, te vuelves un maniático total. Dices: ‘a ver si subiendo un cuarto de punto y tal…”.
Así las cosas, el papel ha sido prácticamente desterrado del bajo de la calle Princesa: “Yo habitualmente hago bocetos en una libreta, pero para la aplicación ya tipográfica, salvo mis monerías previas, trabajo en pantalla haciendo pruebas. Voy imprimiendo pruebas, bajo o subo el cuerpo, ajusto la interlínea… Pongo un cuerpo 9,75, luego que si un 9,50 o un 9,25, vas ajustando aquí y allá, no siempre usas números redondos y entonces es cuando ya has enloquecido sin remedio”. Y la melancolía, cosas de la juventud, aparece en tierra inesperada, volviendo la vista a esas primeras computadoras: “Las recuerdo ahora y me pregunto cómo podíamos trabajar con esa birria de memoria RAM, con contadas tipografías, con esos escuálidos discos duros…”. De esta forma, trabaja en pantalla y corrige sobre papel impreso. “Lo ideal sería tener alojados en los pisos de al lado, como vecinos, a otros diseñadores amiguetes, para ir a tomar la Coca-Cola o la cerveza y decirles: ‘cómo ves esto, qué ves mejor: esto o esto’, porque el ordenador te permite reducir costes y trabajar solo, pero claro, si no paras de mirarte el ombligo, no dejas de repetirte y de adquirir vicios”.
El embotamiento y la fijación de los ojos, la improductividad de los párpados y de los lagrimales, atacan directamente a los mecanismos de trabajo. Alfonso, de momento, no necesita gafas. “Afortunadamente, pero ya me he tenido que comprar las de leer de cerca, ya que suelo corregir textos en pantalla y otros muchos en papel. Y luego suelo leer en la cama. Tengo 0,75 dioptrías desde hace 25 años y toco madera. Si perdiese las manos aún podría manejarme en el Mac con unos garfios, pero si tuviese problemas de vista, eso sería la puntilla”, se inquieta, para retomar el anecdotario: “Tengo un amigo que sufrió un desprendimiento de retina, y se pegó un susto… porque dependes de eso. Se supone que uso gafas con un filtro para la pantalla, pero como han cambiado tanto los ordenadores supongo que no sirven ya para nada, salvo quizá el efecto placebo, aunque sin ellas se me resecan mucho los ojos”.
Y para colmo el libro electrónico, que amenaza la vista y los ingresos por igual. “Pues yo aún no tengo un ebook”, es la primera respuesta, con continuación. “Y no sólo eso, sino que soy tan antiguo y atontolinado que de los programas de maquetación sigo usando el Quark y aún no he dado el salto al inDesign, que se supone que es el que está utilizando todo el mundo”. Una justificación: “Porque siempre me pilla en un encargo y me da pavor, aunque me dicen que es muy muy similar”, y otro tanto de nostalgia: “Pero tengo ya tantas horas de vuelo, me conozco todos los trucos de Quark y sobre todo los que yo me he ido ideando para en textos densos dar estilos… que me da tanta pereza como miedo dar el salto, aunque tendré que hacerlo algún día con un curso puente de esos”. Regreso al futuro del libro electrónico. “Se supone que para ebook, desde las últimas versiones de inDesign o del propio Quark podrás exportar en breve, si no ya, el documento en tal o cual formato igual que te crean un Pdf. De hecho, yo iba a hacer un curso de libro electrónico y me dijo un amigo que para qué, si aún no está definido el formato que la industria ha dado por válido, que todavía queda camino por recorrer. Le hice caso y me borré”, como buen amigo. “Como lo que yo hago es papel-papel, el día que tenga que adaptarme a hacer ebook u otros formatos para las tablets (las tablillas, que no tabletas), pues ya lo haré, supongo que tendré que diseñar menos al depender el resultado quizá más de la programación para el dispositivo lector o yo qué sé. Ya te digo que no tengo iPad ni ebook y sigo ahí como un tonto, porque reconozco que según qué tochos para leer en la cama o para subrayar y eso, pues seguro que es mucho más cómodo. Y yo, en cambio, ahí sigo con los lapiceritos de Ikea en el cabecero”. Y tras la confesión, una esperanza compartida con todos los amantes de los libros: “Confío en llegar a los 80 haciendo papel, aunque si de aquí a los 80 tengo que hacer pequeñas incursiones en la electrónica, pues ya las haré”.
En el momento de esta visita, Meléndez remata un catálogo sobre Helmut Federle para Valencia, uno de los últimos encargos de Juan Manuel Bonet antes de su marcha al Cervantes de París.
¿Los 80? “Con el timo piramidal a lo esquema de Ponzi que es la seguridad social y las pensiones creo que nos va a tocar currar hasta los 80 mínimo, y bueno, si hay salud y te lo sigues pasando bien, pues para qué te vas a jubilar. Yo tengo la suerte de tener un trabajo que me gusta, de lo contrario no aguantaría ni las horas, ni la poca rentabilidad que en muchos casos le saco a la hora trabajada, porque a veces salgo a hora de mandadera o algo menos, pero me lo paso bien”, replica. La guillotina de la crisis económica tampoco ha hecho distinciones para con tan enfebrecido gremio. “No está fácil la cosa. Pero yo, como he ajustado los precios, no me puedo quejar. Como me digo, con tener para seguir abiertos, suficiente de momento. He procurado ser realista. Como estamos en un país prácticamente quebrado, creo que más vale trabajar por menos que estar mano sobre mano, y no hay otra”. En el momento de esta visita, Meléndez remata un catálogo sobre Helmut Federle para Valencia, uno de los últimos encargos de Juan Manuel Bonet antes de su marcha al Cervantes de París. Los catálogos de exposiciones, añade, “por desgracia en su mayoría dependen de instituciones públicas que ahora mismo están peladas”. Y el remate: “Y encima, sigue la costumbre de las prisas y los encargos para ayer, tanto que muchas veces no puedes limpiar todo lo que te gustaría, porque siempre se corre el peligro de sobrediseñar, y conviene luego eliminar amaneramientos, las rebabas, y dejarlo todo un poquito más pulcro”. Siempre y en toda crisis, el trabajo bien hecho.
“De todas formas”, continúa, “me encantaría retirarme, y a quién no, mañana mismo (fantaseemos con un abultado euromillón o algo así) y diseñar sólo los libros que me apetecieran”. Detalle, obviamente, cuáles serían estos: “Primero, por ser un honor como tipógrafo, un Quijote, eso siempre. Y luego, por satisfacción personal y activismo tipográfico, libros de economía política, que son los que más leo, y adecentar las ediciones de los autores de la Escuela Austriaca de Economía o ampliarlas con las traducciones todavía por hacer, o acometer las de sus precedentes, nuestros escolásticos de la Escuela de Salamanca. De hecho colaboro con el Instituto Juan de Mariana por mi ventolera activista libertariana, y se supone que me voy a hacer cargo de las ediciones que proyectan para impresión bajo demanda y también en ebook, porque el Instituto no busca tanto la rentabilidad, obligada en cualquier otro editor, como difundir ideas y dar guerra”. Otra debilidad, asimismo, son los libros de fotografía: “Me encantaría hacer más, porque me divierto mucho haciéndolos; cuando las imágenes son muy variadas, como el catálogo que acabo de hacer de Los años de la dolce vita, disfruto buscando cierto hilo narrativo o jugando con ellas en la doble página a algo muy similar al juego de las parejas de los naipes infantiles, y procurando ser aún más invisible si cabe como tipógrafo…”, insiste. ¿Y los populares Taschen? “Me parecen bien por lo general, aunque la mayoría de sus coffee table books son mamotretos inmanejables para lucir en el salón. Si te encargan uno, pues estupendo, porque implican formatos grandes que te permitirían ciertas alegrías y excesos. Aunque cuentan en su catálogo con títulos muy apetecibles, son más libros para pasar por el Vips o el Happy Books y ale, resuelto un regalo de cumpleaños o de Reyes sin complicaciones, lo que tampoco está mal en según qué urgencias…”, responde. Y trascendiendo el deseo, alcanzamos la transcendencia por la obsesión. “Me apasionan las Biblias del mundo anglosajón, manoseadas y algo fatigadas (lo justo, tampoco que se caigan de viejas) a poder ser, pero no las de edición de lujo tipo recibidor o para el coffee table. Me encantaría, y eso que soy agnóstico perdido, hacer una Biblia para que se utilizara en la iglesia o de uso doméstico, dedicadas a ser leídas y releídas y a ser anotadas. Otra de las webs que sigo es una que se dedica a hablar de Biblias en su mayoría de este tipo. Su autor va escribiendo entradas sobre ejemplares que va atesorando o sobre Biblias que a veces le envían para restaurar y que son pequeñas maravillas, en formatos muy manejables, de tapas flexibles, tipográficamente muy legibles. Me encantaría hacer algo de eso, pero en España no se estila. Esa sensación de ir a Inglaterra de viaje y visitar una iglesia y decir: ‘Ay, ¿mango una? (risas) Qué hago, me dan ganas de preguntarle al pastor si me vende una’. Y además, eso, manoseada. Me encantaría coleccionarlas; tendré que tirar por los libreros de viejo cuando me dé por ahí”.
También, y parece mentira, hay libros que Alfonso “nunca diseñaría: libros sectarios y malsanos como Mi lucha, Los protocolos de los sabios de Sión (que al parecer tanto circulan, ambos, en el mundo árabe), El manifiesto comunista… o cualquier jeremiada de Al Gore, Noam Chomsky, Naomi Klein o Michael Moore…, estos últimos si acaso para incluirles algunas bromas tipográficas a la contra. Pero de la ralea de los tres primeros, ninguno…, bueno, sólo lo haría si fuese una edición crítica y anotada para desactivar, precisamente, todo su contenido y tufo totalitarios. Para destapar sus vergüenzas, por ejemplo, la deshonestidad intelectual de Marx (un ególatra paranoide tan retorcido como Rousseau) a la hora de citar sus fuentes eliminando lo que pudiera contradecirle o directamente tergiversándolas por las bravas…”. Y así, entre libros sobre libros, de diseño y para diseñadores, photobooks, recopilaciones de libros de fotografía por países, instantánea de firma checa y temática exclusiva de Praga y tesoros de viejo, se fue la mañana. No podría imaginar una inversión mejor. El edén pensado por Borges se asemejaba a un bajo de la calle Princesa. ¿El libro perfecto?: “La tradición de Penguin de ediciones buenas, pero populares, un libro barato, económico, de bolsillo y de grandes tiradas: eso es la literatura”.