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Ver productosEl filósofo sostiene que el cuestionamiento de la verdad comenzó con Kant y ha culminado, en el siglo XX, con el nazismo, el comunismo y el relativismo
7 de mayo de 2025 - 14min.
Dietrich von Hildebrand (1889-1977). Filósofo y teólogo alemán, discípulo de Husserl y Scheler. Se convirtió al catolicismo en 1914. Su oposición a Hitler le obligó a abandonar Alemania y asentarse en EE.UU. Enseñó en las universidades de Múnich, Toulouse, Fordham (Nueva York) y Gregoriana (Roma). Autor, entre otros libros, de Qué es la filosofía, El corazón: un análisis de la afectividad humana y divina, Mi lucha contra Hitler y La nueva torre de Babel.
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El destronamiento de la verdad recoge tres breves ensayos escritos por el filósofo Dietrich von Hildebrand en distintas épocas en torno al concepto de la verdad, con el fondo común de su crítica a los totalitarismos nazi y bolchevique. La conclusión es que la disolución de la verdad destruye toda moralidad y toda racionalidad: «Tan pronto como el hombre deja de referirse a la verdad como juez último en todos los ámbitos de la vida, la fuerza bruta, la opresión y la mecánica reemplazan necesariamente el derecho». Esto fue, tal cual, lo que ocurrió en la Alemania nazi y la URSS, que se llevaron por delante todo estándar objetivo de verdad, bondad, belleza y derecho y lo reemplazaron por dos falsos ídolos: la raza aria y el proletariado.
Pero ese destronamiento de la verdad, «uno de los rasgos más ominosos de la época presente», no es monopolio de los totalitarismos, advierte el pensador. También puede darse en las sociedades democráticas, cuando se ignora que la validez o el valor de una opinión depende exclusivamente de su conformidad con la realidad. Si en los sistemas totalitarios se reemplaza la verdad por la propaganda, en las sociedades democráticas se la sustituye por la opinión, considerada como la mera expresión subjetiva de cada individuo. En ambos casos se elimina la función esencial que tiene cualquier proposición y opinión de pretender «conformarse con el ser».
La expresión «esto es verdad para mí» —tan frecuente actualmente en el debate público e incluso en ambientes académicos— revela un desinterés radical por la cuestión de la verdad. Otra cosa distinta es decir «me parece que es verdadero», con lo que se quiere afirmar que, según la convicción propia, aquello es verdad o no está suficientemente probado. El hecho cierto es que una proposición es falsa si no se corresponde con la realidad, argumenta Hildebrand, independientemente de si es sostenida por una persona o por muchas.
El filósofo desmantela los movimientos intelectuales que han ayudado a socavar la verdad en el último siglo: el relativismo, el escepticismo, el historicismo, el psicologismo y el pragmatismo fundamentalmente. Y critica con singular empeño los dos totalitarismos ideológicos de su época: el comunismo y el nazismo.
Para restaurar la verdad, y preservarla, propone Hildebrand desenmascarar el relativismo, poniendo de relieve sus incoherencias. Hay que refutar, además, la tesis de Kant según la cual el conocimiento se basa en la construcción de la realidad que elaboramos en nuestra mente en lugar de basarse en la aprehensión de la realidad tal cual es. Y poner, en fin, frente a sus contradicciones el enfoque pragmatista que reduce la verdad sola y exclusivamente a utilidad. La más flagrante de todas es que los pragmáticos son los primeros que sostienen que esa afirmación es verdadera y no solo útil.
En conclusión, todo auténtico trabajo filosófico consiste para Hildebrand en una investigación siempre renovada y continuada del ser, y en la confrontación de todas sus tesis y conceptos con la realidad. Para ello conviene restaurar plenamente el asombro clásico ante el cosmos en su profundidad inagotable: «Solo una filosofía que esté llena del verdadero eros filosófico (…) puede acabar con el descrédito de la razón y de la verdad, y restaurar el pleno respeto por la verdad en todos los ámbitos de la vida».
El elemento común del desinterés por la verdad y del desprecio de la realidad es, para el pensador alemán, «la apostasía de Dios, la rebelión del hombre contra el Padre de toda verdad, el rechazo de aceptar la condición de criatura y la gloriosa vocación de ser imagen de Dios». Hay en el fondo del ateísmo más radical y práctico un proceso de despersonalización del hombre, de antipersonalismo, que socava los cimientos de la verdad. Es lo que ha ocurrido con Occidente en el último siglo, cuando el nazismo, el comunismo y el relativismo han socavado dos de sus principios medulares: «el respeto profundo a la verdad» y «una ley moral objetiva independiente de todo interés subjetivo, de la arbitrariedad y del mero poder».
El destronamiento de la verdad recoge tres breves ensayos escritos por Dietrich von Hildebrand en distintas épocas en torno al concepto de la verdad, con el fondo común de su crítica a los totalitarismos nazi y bolchevique. El primero, que da título al libro y que es el más largo de los tres, apareció por primera vez en 1943 en el volumen XVII de las Actas de la Asociación Filosófica Católica Americana y fue incluido diez años más tarde en su colección de ensayos The New Tower of Babel. Afirma en él Hildebrand que el comunismo y el nazismo fueron los primeros movimientos en destronar la verdad, pues hasta entonces toda doctrina o ideología, por muy equivocada que estuviera, se había presentado al mundo con la pretensión de ser verdadera. En cambio, en la Alemania nazi y en la Unión Soviética la conformidad con el sentimiento de la raza aria o del pueblo alemán, en el primer caso, o con la mentalidad proletaria, en el segundo, reemplazaron todo estándar objetivo de verdad, bondad, belleza y derecho.
Ambos movimientos mostraban una completa indiferencia hacia la cuestión de si algo era verdadero o no. A este respecto recuerda Hildebrand la elocuente declaración en 1933 del ministro bávaro de Educación, Schemm, ante los profesores reunidos en la Universidad: «A partir de este día, ya no tendrán que examinar si algo es verdadero o no, sino exclusivamente si corresponde o no a la ideología nazi». Incluso la verdad religiosa del cristianismo estaba sometida a esta conformidad con el sentimiento de la raza aria o nórdica.
Del mismo modo, afirma Hildebrand, «cada proposición emitida por la propaganda soviética tiene el carácter de un puro eslogan, de un arma propagandística; el significado de las palabras ha sido reemplazado por el efecto emocional que se pretende crear en la mente del público» (p. 14). Incluso se aceptan opiniones contradictorias en sumisión al mandato del Politburó; no se necesita explicación para defenderlas, basta con que sean pronunciadas por el Estado. De este modo, la verdad había sido definitivamente reemplazada por la conveniencia política. Al arrogarse el papel de la Providencia, argumenta Hildebrand, el Estado trata a la verdad como si fuera el resultado de una decisión positiva y autoritaria.
Frente a este socavamiento sostenido, postula Hildebrand que el interés por la verdad de una cosa es indispensable en todos los ámbitos de la vida humana, desde los asuntos cotidianos más humildes hasta las esferas espirituales más elevadas. Por eso, la disolución de la verdad conlleva la descomposición de la vida misma del hombre, pues destruye toda moralidad, toda racionalidad y toda vida comunitaria. Hasta tal punto se subvierte la base misma de una vida verdaderamente humana, que existe un vínculo íntimo entre el destronamiento de la verdad y el terrorismo: «Tan pronto como el hombre deja de referirse a la verdad como juez último en todos los ámbitos de la vida, la fuerza bruta, la opresión y la mecánica reemplazan necesariamente al derecho; la influencia sugestiva sustituye a la convicción, y el miedo suplanta a la confianza» (p. 17). En búsqueda de la raíz última común a los totalitarismos, la halla Hildebrand en «el ateísmo más radical y práctico» que lleva aparejado «la despersonalización del hombre», el antipersonalismo que es moneda de uso corriente en los regímenes totalitarios.
En cualquier caso, para Hildebrand el destronamiento de la verdad no es exclusivo de los totalitarismos, pues también se produce en los países democráticos: «Al ignorar el hecho de que la esencia misma de toda opinión implica una tesis que afirma o niega algún hecho, estas personas tratan las opiniones como si fueran meras actitudes de un sujeto, como un estado de ánimo subjetivo» (p. 19). Se ignora el hecho de que la validez o el valor de una opinión depende exclusivamente de su conformidad con la realidad. De este modo, mientras que en los sistemas totalitarios la verdad ha sido reemplazada por la propaganda, en los países democráticos se tiende a considerar una opinión como la mera expresión de la mente de un individuo. En ambos casos se elimina la función esencial que tiene cualquier proposición y opinión de pretender «conformarse con el ser» (p. 21).
La idea de que «mi opinión es tan buena como la suya» implica que ambas opiniones son igualmente válidas, aunque se opongan entre sí. Esto contradice el más básico sentido común. Como buen representante del realismo fenomenológico, Hildebrand considera que la verdad de una proposición esencialmente es objetiva; una verdad que solo fuera válida para una persona sería una contradicción en sus términos. Lo mismo ocurre al decir «esto es verdad para mí». Otra cosa distinta es decir «me parece que es verdadero», con lo que se quiere afirmar que, según la convicción propia, es verdad o que es un hecho que aún no está suficientemente comprobado. El dato cierto es que si una proposición no se corresponde con la realidad es falsa, independientemente de si es sostenida por una persona o por muchas.
Otro síntoma del destronamiento de la verdad reside en la noción de progreso: «El significado del término ‘progresista’ es casi tan vago, vacío y accidental como el significado del ‘sentimiento de la raza nórdica’ o de la ‘mentalidad proletaria’» (p. 26). El progreso como tal no indica si se trata de un paso a mejor o a peor, sino solo que corresponde a la mentalidad de una época. Se convierte así el progreso en un fetiche que implica estar al día, nadar con la corriente, estar ligado a un subjetivismo que reemplaza la conformidad con la realidad de una teoría, tesis o proposición. De este modo, la realidad histórica que poseen las ideas que se encuentran en el ambiente sustituyen «a la auténtica realidad metafísica de una cosa, así como a la validez y verdad objetivas de estas ideas» (p. 28).
Por último, otro síntoma característico del destronamiento de la verdad es considerar que ciertas teorías falsas lo son simplemente porque no se ajustan a la tradición de un país o a un modo de vida nacional, en vez de refutarlas con argumentos racionales. Cualquier recurso a la verdad es tratado como ineficaz.
Ante todos estos síntomas alarmantes, se pregunta Hildebrand: ¿cuáles son las causas o factores que han conducido a esta enfermedad espiritual? Y se responde: «Las causas más evidentes del destronamiento de la verdad son las diversas formas de relativismo, que van desde el subjetivismo moderado hasta el escepticismo absoluto», que además se han convertido en la filosofía oficial que se enseña en las universidades. La propagación del relativismo y del subjetivismo afectó para Hildebrand al enfoque directo hacia el ser y creó la actitud de indiferencia y falta de respeto por la verdad en la vida misma.
Desde el punto de vista filosófico, señala Hildebrand a Immanuel Kant como uno de los principales causantes de este declive: para el filósofo de Könisberg, el conocimiento ya no se entiende como una aprehensión de un ser tal como es objetivamente sino como un proceso de construcción del objeto de nuestro conocimiento, de modo que está condenando la verdad o el conocimiento a la inconsistencia. Al eliminar la validez científica de la metafísica, de las ideas de la razón pura (alma, mundo y Dios), y al recuperarlas después como postulados de la razón práctica, de la ética o la moral, Kant «terminó sacrificando la noción de la verdad objetiva en el altar de la ciencia» y «sacrificó la verdad objetiva en aras del juicio a priori» (p. 37). La libertad de la voluntad, la inmortalidad del alma y la existencia de Dios se asumían ya no por su verdad intrínseca sino porque no se podía prescindir de ellas desde el punto de vista ético o moral. Por eso Kant protagoniza para Hildebrand una inversión completa de la verdadera jerarquía del ser.
Otra causa del destronamiento de la verdad que apunta Hildebrand es el historicismo, que no deja de ser una forma de relativismo que resulta de percibir cada filosofía o cada teoría como un mero fenómeno histórico. Al centrarse exclusivamente en este aspecto, elimina tácitamente la cuestión de la verdad y reduce toda la significación de una concepción religiosa, metafísica o ética a su función histórica. Para Hildebrand, por interesante que pueda ser este aspecto histórico de una teoría, es secundario en comparación con la pregunta de si la percepción es verdadera o no, si es conforme al ser o no.
También el psicologismo es señalado por Hildebrand como uno de los culpables del destronamiento de la verdad (mediante «el predominio de un enfoque psicológico y la marcha triunfante del psicoanálisis»), pues un enfoque sólido se preocupa ante todo por el contenido de una tesis, por su pretensión de ser verdadera, y no tanto por las razones psicológicas que alguien pueda tener para defenderla. La motivación normal del hombre para sostener una opinión debe ser «la fuerza irresistible de la realidad que capta su intelecto» (p. 50).
En definitiva, el relativismo, el pragmatismo, el historicismo y el psicologismo han provocado según Hildebrand el destronamiento de la verdad. ¿Y cómo han podido salir del ámbito simplemente teórico y contagiarse en la sociedad? La respuesta es contundente: «El actual sistema educativo tiene su responsabilidad en la corrosión del enfoque naïve de las masas al ser» (p. 54). La instrucción de las masas es la que ha permitido la difusión de pseudofilosofías entre el público, sin olvidar el constante masaje de nuestras mentes a través de las películas, los periódicos, las revistas y la radio.
¿Cómo superar este destronamiento de la verdad? En primer lugar, para Hildebrand hay que recuperar la refutación clásica de todas las formas de escepticismo y relativismo, que subrayan la contradicción e incoherencia intrínsecas de toda negación de la verdad objetiva. En segundo lugar, hay que enfatizar que la disolución kantiana del significado del conocimiento como la aprehensión de un ser tal como es objetivamente, sustituyéndolo por la noción de construcción del objeto, implica una contradicción inmanente, pues presupone precisamente aquella noción que niega en el contenido de su tesis. También el pragmatista se contradice al querer demostrar que la verdad no es nada más que utilidad, pues sostiene que esta afirmación, al menos, es verdadera y no solo útil; si negara esto, el significado de su tesis sucumbiría por completo.
En conclusión, todo verdadero trabajo filosófico consiste para Hildebrand en una investigación siempre renovada y continuada del ser, y en la confrontación de todas sus tesis y conceptos con la realidad. Para ello conviene restaurar plenamente el asombro clásico ante el cosmos en su profundidad inagotable: «Solo una filosofía que esté llena del verdadero eros filosófico (…) puede acabar con el descrédito de la razón y de la verdad, y restaurar el pleno respeto por la verdad en todos los ámbitos de la vida» (p. 71).
El segundo ensayo, titulado El debilitamiento de la verdad, que corresponde al capítulo XXI de su libro Caballo de Troya en la ciudad de Dios, reitera la idea de que mucha gente ya no se pregunta si algo es verdadero o falso, o si es bueno y bello, o si tiene un valor intrínseco, y simplemente se pregunta si algo es actual o adecuado para la época presente, si resulta acorde con las modas, «si es desafiante, dinámico, audaz y progresista» (p. 77). Frente a esa deriva generalizada, insiste Hildebrand en la tesis de que la verdad es la conformidad de una aseveración con la realidad, con los hechos existentes. No existe una «verdad histórica» sino solo una verdad sobre los hechos históricos. Asimismo, frente al error de establecer un antagonismo entre la verdad «griega» y la verdad «bíblica», Hildebrand extrae las oportunas consecuencias teológicas de las relaciones entre razón y fe.
Nazismo y bolchevismo, enemigos de la verdad
Por último, el ensayo Falsos frentes, publicado por primera vez en septiembre de 1936, critica la retórica de Goebbels en el congreso nacionalsocialista de Nuremberg en torno a la existencia de dos únicos frentes, bolchevique y antibolchevique, y establece que «solo existe una antítesis a cualquier error: la verdad» (p. 100). Reconociendo la «horrible naturaleza» del bolchevismo, su ideología materialista, su desprecio de toda libertad personal, su colectivismo y su antipersonalismo, considera que ningún error puede ser derrotado por otro opuesto, sino solo por la verdad, y reformula la crisis intelectual europea como la división en dos campos enfrentados: los enemigos de la cultura occidental cristiana y los que siguen adhiriéndose a los fundamentos de esa cultura.
Pero sucede que en el siglo XX Occidente se ha secularizado y la crisis del orden cristiano es también la crisis de la verdad. Hildebrand termina por detectar un elemento común: «la apostasía de Dios, la rebelión del hombre contra el Padre de toda verdad, el rechazo de aceptar la condición de criatura y la gloriosa vocación de ser imagen de Dios» (p. 55). Hay en el fondo del ateísmo más radical y práctico un proceso de despersonalización del hombre, de antipersonalismo, que socava los cimientos de la verdad.
El primer elemento que define al Occidente cristiano es «el respeto profundo a la verdad», y eso lo sitúa frente al nazismo y frente al comunismo. Otro elemento es la convicción de que existe «una ley moral objetiva independiente de todo interés subjetivo, de la arbitrariedad y del mero poder» (p. 104), así como la primacía de la esfera espiritual sobre la vital y sobre la mera materia.
En definitiva, concluye Hildebrand, han sido el nazismo y el comunismo quienes han llevado la degradación de la persona humana a su grado último, desarrollando «un antipersonalismo radicalmente opuesto al cristianismo» (p. 109). La distinción ideológica entre los dos movimientos no es tan grande en el fondo, pues ambos son enemigos peligrosos e irreconciliables del cristianismo.
Imagen de cabecera: Kant y sus amigos en la mesa (1892-1893). Pintura de Emil Doerstling. El archivo de Wikimedia Commons se puede consultar aquí.