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George Orwell se llamaba en realidad Eric Arthur Blair (Motihari, India, 1903–Londres, 1950). Novelista, periodista, ensayista y crítico literario, se ha convertido en uno de los grandes de las letras del siglo XX. Entre sus obras destacan Homenaje a Cataluña (1938), Rebelión en la granja (1945) y 1984 (1949).

Avance

George Orwell fue un escritor fundamentalmente político a lo largo de toda su carrera literaria, y por eso era muy consciente de que sin libertades individuales es imposible la tarea del escritor, que debe expresar sus ideas con espontaneidad y sin dejarse intimidar por las presiones o intereses de otros (sean partidos, grupos, Estados…). Sin libertad de pensamiento no sólo es imposible el periodismo sino también la literatura. “Cualquier escritor que se deje influir por la perspectiva totalitaria se destruye a sí mismo como escritor”, sentencia Orwell. En una época llena de eventos políticos radicales y traumáticos como la que le tocó vivir, Orwell no podía dejar de escribir sobre temas políticos, pero el reto era hacerlo con rigor y honradez ante las difíciles circunstancias y las constricciones del entorno. 

El escritor y la política. Ensayos escogidos recoge ocho textos fechados entre 1940 y 1948. Se trata de cinco artículos y tres charlas radiofónicas cuyo denominador común, como el título indica, es la relación entre los escritores y la política, tema central de la propia trayectoria de Orwell como escritor e intelectual. Resalta en todos ellos la complejidad de la cuestión, pues sus sucesivas reflexiones, lejos de resultar simplistas, van analizando las distintas vertientes del problema y ofreciendo diferentes prismas, teniendo en cuenta el contexto histórico en que tuvo que vivir. De ahí que a veces parezca contradecirse en algunos puntos, cuando en realidad está matizando las distintas posiciones en disputa. Su obra no es, después de todo, sino una profunda reflexión sobre las consecuencias nefastas del totalitarismo y un canto a la libertad de expresión.

George Orwell: El escritor y la política. Ensayos escogidos. Página Indómita, 2023.


Artículo

En el primer texto del libro, titulado «Por qué escribo» (1946), Orwell recuerda cómo y por qué empezó a escribir y de qué manera fue forjándose su trayectoria como escritor, cuestión que considera relevante en todo autor, pues no se pueden evaluar los propósitos de alguien sin conocer su desarrollo temprano, en el que se va creando una actitud emocional de la que su obra es resultado. Orwell tuvo una vocación clara de escritor desde muy pequeño, desde los cinco o seis años, propiciada por cierto sentimiento de soledad en casa y en la escuela, que le impulsó a imaginar historias. 

Por otro lado, era consciente de su habilidad en el manejo de las palabras y sentía que su mundo interior podía compensar su fracaso en la vida cotidiana. Al margen de sus inicios infantiles en la poesía, durante años se dedicó a un ejercicio literario que le resultó enormemente provechoso: «Elaboré una historia continua sobre mí mismo, una especie de diario que sólo existía en mi mente». Poco a poco esas historias dejaron que enfocarse de forma narcisista en sí mismo y empezaron a prestar más atención al exterior, convirtiéndose en una descripción de lo que hacía y veía. Ese esfuerzo descriptivo, tan inconsciente como meticuloso, sería el mejor taller de forja de su estilo literario. También descubrió, ya adolescente, el gozo que producen las palabras en sí mismas, sus sonidos y sus asociaciones. 

Cuatro motivos para escribir
Considera Orwell que hay cuatro grandes motivos para escribir: el puro egoísmo, la pasión estética, la motivación histórica y el propósito político (y afirma que en él pesan más los tres primeros motivos que el cuarto). El primero tiene que ver con el deseo de parecer inteligente y de tener cierta repercusión en la sociedad, incluso de ser recordado después de la muerte. El segundo se refiere a la percepción de la belleza del mundo exterior o al placer que producen las palabras, su sonoridad o el ritmo de una buena prosa, así como el deseo de compartir una experiencia que uno considera valiosa. El tercero se refiere al deseo de ver las cosas como son, descubrir hechos verdaderos y registrarlos para la posteridad. Por último, el cuarto, que es el que enlaza con el tema central del libro, responde al deseo de contribuir a que las cosas cambien de determinada manera o que el mundo se mueva en cierta dirección, coincidente con el tipo de sociedad que el autor considera la mejor. Por eso en ningún caso el arte y la literatura pueden desconectarse totalmente de lo político, e incluso «la opinión de que el arte no debe tener nada que ver con la política es en sí misma una actitud política».

La razón principal que Orwell señala para explicar el cariz político de su obra literaria es la época en que le ha tocado vivir: «En una era pacífica —argumenta—, podría haber escrito libros de prosa ornamentada o meramente descriptiva, y podría haber vivido sin ser apenas consciente de mis lealtades políticas. Pero, tal como están las cosas, me he visto obligado a convertirme en una especie de panfletista». Su experiencia sucesiva del imperialismo británico y de la guerra civil española, el ascenso de Hitler al poder, la potencia soviética, la Segunda Guerra Mundial, etc., habían inclinado la balanza de su prosa decididamente contra el totalitarismo. Y ya nada le haría cambiar.

La realidad histórica que le tocó en suerte vivir había determinado, por tanto, su dedicación a los temas políticos. Llega a afirmar que su aspiración principal entre 1936 y 1946 había sido «convertir la escritura política en un arte», partiendo siempre de una sensación de injusticia, de una mentira que quería denunciar o de un hecho sobre el que quisiese llamar la atención. Pero siempre sin dejar de lado totalmente la experiencia estética: «Rebelión en la granja fue el primer libro en que, siendo plenamente consciente de lo que hacía, intenté fundir en un todo el propósito político y el artístico». 

No deja de advertir que «no se puede escribir nada legible a menos que se luche constantemente por borrar la propia personalidad» y que «la buena prosa es como el cristal de una ventana». Y termina reconociendo que «al repasar mi obra, veo que, invariablemente, cuando he carecido de un propósito político he escrito libros exangües y me han traicionado los pasajes grandilocuentes, las frases sin sentido, los adjetivos ornamentales y las sandeces en general».

El arte por el arte y la propaganda política
En «Las fronteras entre el arte y la propaganda» (1941) explica Orwell cómo en los últimos diez años la literatura había perdido casi por completo su cualidad estética y había sido inundada por la propaganda, sobre todo en el ámbito de la teoría o crítica literaria. Si desde la década de 1890 hasta la de 1920 la mayoría de los autores había puesto su esfuerzo en los aspectos formales y técnicos y había defendido la teoría del arte por el arte, en la década de 1930 se había producido una inversión total, mostrándose más interesados por el fondo que por la forma. Un caso especialmente señalado era el de los críticos marxistas, que «contemplan prácticamente todo libro como un panfleto político, y están mucho más interesados en exponer las implicaciones políticas y sociales de dicho libro que sus cualidades literarias en sentido estricto». 

Para ilustrar ese cambio de perspectiva en la crítica literaria pone los ejemplos de Edith Sitwell (que se centra en lo técnico-formal) y Edward Upward (que considera que los libros sólo pueden ser buenos si son de tendencia marxista), y busca las razones del cambio en las circunstancias externas, en la atmósfera social del momento, que condiciona tanto la actitud estética como la actitud política hacia la literatura: hasta 1930 la sociedad vivía en la era dorada del capitalismo, un periodo de comodidad y seguridad excepcionales; pero desde la recesión económica y la llegada de Hitler al poder esa sensación de seguridad había saltado por los aires, y la gente vivía ahora en un mundo bajo amenaza constante. En esas circunstancias en que el propio esquema de valores se veía impugnado, la ilusión del puro esteticismo se había evaporado y toda persona reflexiva tenía que tomar partido, de modo que la literatura «tenía que volverse política, porque cualquier otra cosa habría supuesto la deshonestidad intelectual». 

El problema es que, a la postre, la literatura se mezcló con el panfleto: «Nos recordó que la propaganda, de una forma u otra, acecha en cada libro, que cada obra de arte tiene un significado y un propósito —uno político, social, religioso—, que nuestros juicios estéticos siempre se ven teñidos por nuestros prejuicios y nuestras creencias. Desacreditó el arte por el arte» (para Orwell ninguno de los dos posicionamientos extremos es válido). Finalmente, el pacto de no agresión ruso-alemán de 1939 hizo descubrir a muchos de los escritores marxistas que «no puedes sacrificar tu integridad intelectual en aras de un credo político —o, al menos, que no puedes hacerlo y seguir siendo escritor—».

Literatura y totalitarismo
En «Literatura y totalitarismo» (1941), Orwell reconoce estar viviendo en «la era del Estado totalitario» (Alemania, Rusia, Italia), que no puede permitir ninguna libertad al individuo, y añade: «No entendimos que la desaparición de la libertad económica tendría efecto sobre la libertad intelectual». El totalitarismo ha abolido la libertad de pensamiento en su época hasta un extremo impensable en cualquier época anterior: «No sólo te prohíbe expresar, e incluso albergar, ciertos pensamientos, sino que dicta lo que pensar, crea una ideología para ti, intenta gobernar tu vida emocional tanto como te impone un código de conducta». En condiciones semejantes, con un Estado que controla los pensamientos y emociones de sus súbditos tanto como sus acciones, la literatura no puede sobrevivir. Para Orwell, si el totalitarismo se convierte en un fenómeno mundial y permanente, la literatura habrá llegado a su fin. 

Frente a eso, la literatura moderna es para Orwell en esencia algo individual, la expresión veraz de lo que un hombre piensa y siente. No en vano, reconoce, lo primero que le pedimos a un escritor es honradez intelectual: que diga realmente lo que piensa y lo que siente, que no mienta. Si falta esa veracidad, falta el impulso creativo, y eso es lo que ocurre en los países totalitarios donde el escritor tiene que fingir su adhesión a la ortodoxia del momento, que además va cambiando. Por eso, termina diciendo, es tan importante «resistir al totalitarismo, ya nos venga impuesto desde fuera o desde dentro».

Denuncia Orwell en otro de los textos —«La literatura y la izquierda», de 1943— lo que llama «la caza del intelectual» por parte de la izquierda británica de su tiempo, que sobre todo ataca a los escritores que muestran especial originalidad y que juegan con las técnicas narrativas, como Joyce, Yeats, Lawrence y Eliot, y más si sus ideas políticas son opuestas a las suyas, como ocurre en el caso de Eliot, que queda descalificado por ser un monárquico anglocatólico y no por su valor literario. Pero como dice Orwell: «Que no te guste la visión política de un escritor es una cosa, y que no te guste él porque te obliga a pensar es otra, no necesariamente incompatible con la primera».  

Deshonestidad y falta de rigor en los debates
En «Deshonestidad y literatura política» (1944) denuncia Orwell la ferocidad y deshonestidad de las controversias políticas de su tiempo, apuntando que «casi todo el mundo parece pensar que el oponente no merece ser escuchado con justicia, o que la verdad objetiva no importa cuando ignorarla te permite anotarte un tanto en el debate». Se reconoce como un asiduo lector de panfletos de toda clase y condición —conservadores, comunistas, católicos, trotskistas, pacifistas, anarquistas, etc.— y considera que comparten la misma atmósfera mental. En vez de buscar la verdad, los panfletarios ignoran los hechos y argumentan sin rigor ni honestidad, cayendo en parecidos trucos propagandísticos, cuyo hábito principal es despreciar las razones del adversario. Se hace un cálculo previo de a quién puede beneficiar un discurso, y si se trata del enemigo, se le critica insultando sin argumentar: por ejemplo, los trotskistas son tenidos por los comunistas como agentes activos de Hitler (si criticar a la Unión Soviética ayuda a Hitler, entonces «el trotskismo es fascismo»). Este hábito mental está a la orden del día también en nuestra sociedad. 

Para Orwell lo importante es descubrir qué individuos son honrados y cuáles no, mientras que las acusaciones generalizadas no permiten hacer esa distinción: «Se considera intolerable admitir que un oponente puede ser tanto honrado como inteligente. Resulta mucho más gratificante gritar que es un estúpido o un sinvergüenza, o ambas cosas, que descubrir cómo es en realidad». Convendría no olvidar esta denuncia de Orwell y aplicar su posición a más de uno de los debates políticos o sociales actuales. 

La libertad de pensamiento en peligro
En «La destrucción de la literatura» (1948) Orwell reúne una serie de argumentos en favor de la libertad de pensamiento y expresa su sorpresa por que en una reunión el PEN Club con motivo del tricentenario de un opúsculo de John Milton en defensa de la libertad de prensa nadie fuese capaz de señalar que la libertad de prensa consiste en la libertad de criticar y oponerse, de modo que —dice— la reunión casi se había convertido en una «manifestación a favor de la censura». 

Considera Orwell que la libertad intelectual estaba siendo atacada en su época por los dos flancos: «Por un lado están sus enemigos teóricos, los apologetas del totalitarismo, y por el otro, sus enemigos prácticos e inmediatos: el monopolio y la burocracia». Para él todo estaba conspirando para convertir al escritor en «un funcionario menor, uno que trabaja sobre asuntos que le dictan desde arriba y que nunca dice la que a su juicio es toda la verdad». Nadie se atreve a quedarse solo. La independencia del escritor se veía perjudicada por fuerzas económicas imprecisas y a la vez era socavada por quienes deberían ser sus defensores. Se rebela Orwell contra la idea de que la libertad sea indeseable y que la honestidad intelectual sea una forma de egoísmo antisocial, como defendían ciertos sectores en su época, pues en realidad la controversia sobre la libertad de expresión y de prensa es en el fondo «una controversia sobre la conveniencia o no de contar mentiras». 

En definitiva, como expone Orwell en todos los textos de este libro, lo que realmente está en juego es el derecho a —y, añadiríamos, la obligación de— relatar los sucesos contemporáneos con veracidad, algo que también debería ser aplicado, y con urgencia, a nuestra época de la llamada «posverdad».

Doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid y profesor en la Universidad Rey Juan Carlos.