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No hay escritor del siglo XX tan afamado e interpretado como Kafka. Ysin embargo no hay autor más desconocido y enigmático en su persona y obra, como si la fama sobrevenida no le fuera -como apuntaba Rilke sobre Rodin- «sino la suma de todos los malentendidos alrededor de un nuevo hombre». Pero es más bien Kafka propiamente hablando el novum literario y humano del siglo pasado por excelencia y como tal un malentendido colosal, como uno de esos que narra en sus relatos cortos. Por eso, enfrentarse a él y su obra es colocarse ante el Enigma donde los asuntos capitales de la vida y de la muerte aparecen velados como en la mejor tradición de las parábolas y alegorías hebraicas. Pero en lo velado está asu vez lo revelado: Kafka es así el escritor apocalíptico por antonomasia que escribe desde un Patmos (Praga) inigualablemente judeo-cristiano. Ya mi entender -como hace lúcidamente Álvaro de la Rica, profesor de literatura de la Universidad de Navarra en el libro que nos ocupa- sólo desde una perspectiva tal, judía y cristiana a un tiempo, cabe adentrarse orientadamente en la selva selvaggia del universo kafkiano. Adentramientos encaminados no a resolver el Enigma sino a ahondar en espiral ascendente en su Misterio inacabable sabiendo que nos sobrepasa. A ello se refería bellamente el propio Kafka cuando anotaba en 1917 en su nuevo cuaderno azulado: «El camino es infinito. Como un camino de otoño: lo acaban de limpiar y ya está otra vez cubierto de hojas secas».

Desde hace siete años -número bien bíblico- venía Álvaro de la Rica leyendo morosamente a Kafka a la luz del candil de su mirada, educada desde hace tiempo por sus amigos Julien Green, Claudio Magris y José Jiménez Lozano, nada menos. Y finalmente se ha decidido a darnos cuenta y razón de sus reflexiones acumuladas sobre el hombre Kafka y su obra principal, siguiendo una metodología bien judaica como es la que recomendaba Ortega a la hora de abordar los problemas intelectuales graves, y Kafka lo es en grado sumo. Como es aquella de los israelitas ante las murallas de Jericó, quienes en lugar de embestirlas daban vueltas y vueltas entorno a ellas hasta que éstas, cansadas de los sones, se desplomaran enseñando sus tesoros. (Cuánto gustaría a Kafka -añadimos de paso- este relato de la vieja Torá, a él que se consideraba «el más occidental de los judíos occidentales»).

Y así, a partir del análisis de su obra kafkiana favorita –En la colonia penitenciaria– y ciñéndose al ámbito de 1910 a 1914, va nuestro autor introduciéndose en los círculos concéntricos que componen el universo Kafka, como son el matrimonio, el poder, la víctima y la ley, entre otros anillos. Y lo hace confrontando sus tesis con los mejores kafkiani comoArendt, Scholem, Canetti, María Zambrano, Derrida o Steiner. Y es tal la altura del diálogo sostenido, con sus discrepancias y convergencias, que habrá que considerar a De la Rica como un joven miembro de esa honorable sociedad, como lo avala el prólogo escrito por Claudio Magris. Mostremos si no un par de ejemplos de la valía de sus interpretaciones.

KAFKA Y EL MATRIMONIO O LA ELECCIÓN VOLUNTARIA DEL FRACASO

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La tesis del profesor es audaz -y a mi juicio bien certera- respecto de la renuncia de Kafka a matrimoniar con Felice Bauer, como luego con Julie Wohryzek: el incumplimiento traumático de su palabra dada (el vort yiddish) al compromiso matrimonial judío (kiddushin) ya anunciado con Felice, no vendrá por un desprecio al matrimonio y menos a su prometida sino, al contrario, porque Kafka comprendía con soberana lucidez la hondura del sacramento matrimonial en su vertiente judía, tan similar a la cristiana, como testimonian la Torá y nuestros Testamentos. El matrimonio es para él verdadero acceso a la plenitud de la vida, cuya más honda expresión se reflejaba en engendrar descendencia con toda la promesa mesiánica que ello comportaba. El nacimiento de los hijos rompe el círculo de la desdicha nuestra precisamente porque «son la única novedad posible», escribe quien comprendió como nadie la burocratización y mecanicismo de la vida contemporánea. Por eso Kafka no concebía tener hijos fuera de la alianza matrimonial. Por eso, la soltería sería siempre a sus ojos la expresión de un fracaso, como nos confesará lacónicamente en su Desgracias de un soltero. Kafka fue la elección consciente e inmoladora de un fracaso vital; de ahí su abismal dolor y de ahí, sospecho, lo sublime de su espíritu. Él mismo se convirtió en su propio holocausto.

Si a la luz de esta intuición releemos con De la Rica la Carta al padre -que estimo el documento literario más representativo del siglo XX, junto con La tierra baldía y El lobo estepario– observamos que la queja amarga vertida en ella no pone en cuestión la figura matrimonial tradicional como se ha venido insistiendo, sino, bien al contrario, la inadecuación de la figura de su padre a las exigencias del «deber ser» matrimonial, esto es, del matrimonio como el ámbito espiritual y material seguro donde un niño puede «enhogarizarse» y unos esposos participar de la vida divina y del amor entre Dios e Israel. El drama de la depauperación espiritual de su padre era en el fondo el gran drama que suponía para la conciencia y tradición judías el fenómeno de la asimilación y desnaturalización, que estaba teniendo en Praga su representación más visible.

Mas ¿qué le queda a nuestro autor una vez que ha decidido contravenir la palabra promisoria, el vort en cuestión? Pues queda, viene a decir lúcidamente De la Rica, ni más ni menos que la escritura. Al respecto, señalaba Derrida bellamente que en la experiencia judaica el jardín es la palabra, en tanto que el desierto, escritura. Por eso para Kafka escribir será entonces padecer. Por eso, también, la «máquina célibe» de la colonia penitenciaria taladra al reo con su punzar escriturado. Y ya sabemos también por fuente no menos hebrea que la letra además mata. Kafka eligió el desierto, dejando atrás el ágape del Cantar de los Cantares con Felice y Julie. Años más tarde, confesará en carta a Milena unas sobrecogedoras palabras, dominado ya por la tuberculosis: «Mi espíritu está enfermo. El mal que sufren mis pulmones no es sino una prolongación de mi dolor mental. Estoy así de enfermo desde hace cuatro años, desde que me ennovié».

Esa fue la verdadera metamorfosis kafkiana: renunciar a la plenitud humana del jardín conyugal para devenir en un homo patiens escribiente, apenas un artrópodo. Pero no fue en vano su componente sacrificial, como veremos.

EL CALVARIO EN EL LAGER O LA CRISTOLOGÍA DE LA COLONIA PENITENCIARIA

Cuando Álvaro de la Rica nos introduce en su interpretación de En la colonia penitenciaria sabe muy bien que la equiparación entre la isla dominada por aquel singular artilugio de tortura y la posterior realidad de los campos de exterminio de la Shoah había sido ya establecida por multitud de comentadores. Cualquiera que haya leído los tan desaprovechados Ensayos de comprensión de Hannah Arendt como El universo concentracionario de David Rousset, por ejemplo, evidencia al instante los paralelismos premonitorios entre la colonia penal y los lager: un proceso judicial inicuo, un desconocimiento a priori del delito y la ley, una muerte inhumana y una causa de condena a la vista de todos: En la colonia será el artículo incriminatorio grabado en la piel; en el universo nazi, la estrella de David cosida al hombro (Fackenheim añadiría al respecto más tarde con irónica amargura que a los presos de los campos se les condenaba por algo -ser judíos- que les venía dado por sus abuelos y de lo que eran plenamente irresponsables). En ambos casos el ser humano reducido a la categoría ontológica de Untermensch, subhombres.

Pues bien, donde alcanza toda su originalidad la hermenéutica de nuestro autor es cuando, analizando el quiebro sorprendente que da el relato de Kafka hacia su final, interpreta la autoinmolación del oficial de la Colonia desde una cristología prefigurada ya en Isaías. Esto es, como si súbitamente el oficial deviniese un Cristo de nuevo crucificado y la isla un Calvario donde ofrecer tan singular víctima propiciatoria, en otra de las singulares metamorfosis kafkianas. Los paralelismos son señalados con precisión por nuestro autor. Una ejecución libremente aceptada por el militar, el anonadamiento de éste hasta ser apenas gusano infecto (el Ego sum vermis et non homo del salmista que anticipa a Gregorio Samsa, y al judío como «piojo»), trituración de la carne del oficial traspasada por los punzones de la «máquina célibe» y la desfiguración de su rostro sin asomo ya de amabilidad alguna, son algunos de los paralelismos que avalan la singular intuición de Álvaro de la Rica: cómo Kafka acierta a introducir un ecce homo redentor en el corazón mismo de la fábrica de la muerte. Aquella que años más tarde se llevaría en volutas por sus chimeneas de Auschwitz-Birkenau y Chelmo las cenizas de sus hermanas Elli, Ottla y Valli. Más adelante, nuestro autor extenderá esta clarividente interpretación cristológica a la mutación rebajadora sufrida por Samsa en La metamorfosis.

Claro que para aventurar una interpretación tal hay que ser bien conscientes de la inmensa devoción de Kafka por los escritos cristianos y sermones de Kierkegaard y de su admiración y lectura constante del propio Chesterton, así como su familiaridad con toda la iconografía y simbología cristianas. Basta en mi opinión acudir al opúsculo kafkiano intitulado expresivamente Reflexiones sobre el pecado, la esperanza y el verdadero camino para percatarse de toda la formación e información cristianas que poseía nuestro escritor en aquella Praga hasbúrgica. Por eso mismo puede escribir legítimamente De la Rica para apuntalar su interpretación de la muerte del oficial: «Aquí es evidente la inversión del paralelismo en ambos relatos. El oficial en la Colonia era verdugo y juez y acaba siendo reo, mientras que en el escrito testamentario pasa de ser reo a ser juez de susverdugos […] Las consecuencias políticas de esta unión de contrarios que plantea también el relato kafkiano son evidentes: ningún poder puede legitimarse si no pasa primero por su sacrificio. O, dicho por pasiva: ninguna debilidad puede dejar de ser sostenida por un sistema político digno».

Muchas otras interpretaciones y aproximaciones vertidas por nuestro profesor a lo largo de estas páginas han de quedar forzosamente fuera de este comentario. Especialmente su polémica con Hannah Arendt, sus excursiones pictóricas y sus meditaciones en torno a El proceso y El castillo.Sólo queda animar al lector a que se inicie en la lectura de obra tan singular y bien valiosa.

Y mientras se decide a ello, le obsequio a ese lector avisado con un texto nuclear que, en su brevedad, compendia a mi entender los círculos concéntricos que Álvaro de la Rica nos ha iluminado con la luz de su candil, como La Tour en sus cuadros. Kafka lo debió de escribir hacia la Navidad de 1916 y conforma el aforismo 13 de su ya comentada Reflexiones sobre el pecado, y dice así:

«Un primer signo de conocimiento es el deseo de morir: Esta vida parece insoportable, la otra inalcanzable. Ya no se siente vergüenza por querer morirse y uno pide que le saquen de su antigua celda que odia y lo lleven a otra nueva, que aprenderá a odiar a su vez. Pero, sin embargo, un resto de fe le permite todavía creer que durante el traslado el Señor pasará casualmente por el pasillo, mirará al prisionero y dirá: «A ése no le volváis a encerrar. Éste se viene conmigo»».

Hay quien en horas de muy grave turbación en la penitenciaría de la vida ha acudido más de una vez a este fragmento salvífico como razón de esperanza, llevándolo cosido ya en la memoria. Sospecho, desde la comunión de los kafkiani, que a Álvaro de la Rica no le significa menos el texto encuestión, como si fuera un añadimiento luminoso a En la colonia penitenciaria. Y que tal vez por eso nos corresponde desde su libertad con este libro escrito en el crisol de su silencio creador. Ese mismo silencio que Kafka llamaba la verdadera «muralla del Bien», ésta sí ciertamente inexpugnable.

Profesor de Gestión Internacional de Recursos Humanos en la Universidad de Alcalá. Autor del libro “Un montón de imágenes rotas. La tierra baldía, cien años después” (Ediciones Encuentro).