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Hay una sola cosa que Rusia no ha visto jamás en estos mil años de historia: la libertad.

Vasili Grossmann

Hace apenas veinte años, el día de la Natividad cristiana se extendía el acta de defunción del Estado soviético ateo. En efecto, el 25 de diciembre de 1991 dejo de existir, sin ceremonial especial, el que había sido el mayor imperio surgido en el mundo durante el siglo XX.

En los casi setenta años que duró, la libertad fue algo notoriamente ausente de este régimen que era continua-ción de otro, en este caso, el zarismo feudal, donde este elemento vital para la dignidad humana tampoco existió.

Pero ese final de la URSS, tras una metástasis muy rápida en los últimos cuatro meses, se había iniciado con ocasión de la elección de Mijaíl Gorbachov en febrero de 1985 como secretario general del PCUS. Un nombre bastante joven (frente a la gerontocracia característica en los países comunistas) para hacer frente a una situación en la que la URSS se enfrentaba a numerosos problemas. La situación económica era muy mala, el ejército llevaba seis años enfangado en el arisco Afganistán, el sistema productivo era ineficaz y la industria obsoleta. En este sentido, el estallido del reactor nuclear número cuatro de Chernóbil fue, solo un año después, un anticipo de lo que sucedería con la propia URSS un lustro más tarde.

Además, debe valorarse lo que supuso que en esos años ochenta los países satélites se alejaban de un sol en declive. Los procesos democráticos e identitarios frente a Moscú se sucederían sin que el nuevo dirigente del Kremlin interviniese según lo que en aquel tiempo sus colaboradores habían calificado entonces como doctrina Sinatra (por My Way) que suponía que frente a las injerencias y el intervencionismo oficial de la URSS de Brevnev, ahora se entendía que cada país socialista debía evolucionar a su manera. El derrumbe del Muro fue la ruptura de un dique en lo cual la actitud de Juan Pablo II fue esencial.

Pero otro fenómeno hizo que se impulsase el derrumbe de la URSS: la perestroika como programa claramente reformista que pretendía, más que democratizar verdaderamente el país, introducir los cambios necesario para que el sistema sobreviviese. Pero el modelo estaba tan petrificado, anticuado e inviable que las reformas no hicieron sino ahondar las grietas de un sistema político y económico acartonado.

Entre las chanzas (el pueblo ruso es muy dado a los chistes y al sentido de humor) había una que era la de los siete prodigios del socialismo: «No hay paro pero nadie trabaja. Nadie trabaja, pero los planes quinquenales se cumplen. Los planes quinquenales se cumplen, pero no hay nada en las tiendas. No hay nada en las tiendas, pero las despensas de las casas están repletas. Las despensas de las casas están repletas, pero todos están descontentos. Todos están descontentos, pero nadie protesta. Nadie protesta, pero hay presos políticos».

Frente a esa realidad de un país, las reformas de la perestroika de Gorbachov pretendían modernizar un Estado muy anclado en el pasado, y para ello debían impulsarse medidas liberalizadoras. Esto, en un país acostumbrado a la inmovilidad y a muchos controles, sacudió no solo los estamentos institucionales sino también a la propia sociedad. Desde el regreso de deportados (como Sajarov) a la introducción de unas libertades muy básicas pero hasta entonces desconocidas en la URSS, los cambios que pretendían salvar al sistema parecían que podían terminar con él.

Así lo entendieron los sectores más conservadores y ortodoxos que movilizaron una fuerte oposición interna y pública. Todas las instituciones principales, como el Soviet Supremo, el Politburó, la KGB, al igual que miembros muy relevantes de su Gobierno, se confabularon para acabar con Gorbachov antes de que este acabase con la URSS.

Precisamente con esas corrientes más recalcitrantes había pactado el presidente en 1990, cediendo en sus reformas e intentando, en un instinto de supervivencia, mantenerse al frente de un timón cada vez más descontrolado. Para ello, se rodeó de personajes del sector más duro del comunismo y precisamente fueron ellos quienes propiciaron el golpe de Estado el 19 de agosto de 1991 contra Gorbachov y cuyo desenlace frustrado —en parte por un pésimo diseño— propició el efecto inaudito de que fracasando un golpe de Estado el propio Estado desapareciese. Es aplicable el símil de aquellos que queriendo extirpar un tumor provocaron una metástasis letal.

En efecto, era aquella una de las principales críticas y era ciertamente una realidad junto a una percepción bastante generalizada: el desorden y la situación casi caótica eran muy ajenos a lo que los ciudadanos de la URSS habían conocido nunca, al igual que era muy novedosa y extraña para ellos la eclosión de libertades básicas. En ese contexto el proceso se aceleró hasta que culminó con la total desintegración.

El heredero de la Gran Rusia, Boris Yeltsin, artífice de contención del fallido golpe de Estado, asumió también esa situación de desorden en la que desde planteamientos genuinamente nacionalistas y más democráticos que su antecesor, siguió la senda reformista y de libertades jamás conocidas por los rusos. Pero desde planteamientos más refractarios se intentaba evitar todo este proceso que, lleno de luchas y sombras, puede calificarse, junto al periodo de Gorbachov, como «primavera de la libertad».

Pero desbordado por los acontecimientos, en una fecha también significativa, un 31 de diciembre de 1999, con-vocaría una sorpresiva rueda de prensa en la que anunció su dimisión y proponía como sucesor al recién nombrado en agosto primer ministro.

Entregaba todo el poder a Vladimir Putin… Y comenzaba el otoño y muy pronto el invierno.

Este, con gran capacidad analítica, captó que debía imprimirse un giro de rumbo y conectó muy bien con el sentir de amplias capas sociales que, además de recuperar el orgullo patrio perdido y humillado, pedían, sobre todo, la vuelta al orden, priorizando esto sobre otras dimensiones.

Para ello, no importaba a la sociedad perder derechos de un pueblo que apenas, salvo la breve primavera mencionada, había conocido aquellos. Putin sabía que no tendría problemas para que los ciudadanos rusos renunciasen a libertades que apenas habían empezado a conocer a cambio de seguridades, certidumbres y no improvisación o riesgos tal y como aconteció con sus antecesores.

Por eso, especialmente Gorbachov y también Yeltsin, no son muy apreciados en su país. Por eso Putin, en cambio, ha gozado de gran respaldo. Además, está la prosperidad económica de los últimos años, construida gracias al elevado precio de los recursos energéticos. Sin embargo, ese crecimiento no solo está muy localizado en la capital, Moscú, santuario del lujo, sino que tiene unos pies de barro que hacen que la economía rusa sea una burbuja que en no poco tiempo puede estallar pues (como sucedió con la española) no está asentada sobre bases sólidas productivas y donde la especulación y el mercado negro tiene unas derivaciones mafiosas de gran calado cuya expansión afecta a todas los instancias. Se ha pasado del poder ideológico al imperio energético.

Frente a eso, la generalización de corrupción, los recortes de derechos y libertades y la aceptación resignada de la situación es asumida por una sociedad adormecida y pasiva donde la esperanza de un futuro diferente no existe. Desde el poder ya se han encargado de que no haya alternativas. Putin se retiró —solo un poco y como primer ministro— por imperativo constitucional tras estar ocho años como presidente. Lo cedió, con derecho a recuperar su silla del águila, como diría Carlos Fuentes, a una persona, Medvédev, con una apariencia de más modernidad, como rostro amable de un programa que es verdaderamente totalizador de cualquier tipo de proyectos e iniciativas sociales, políticas y económicas.

Aprendió Putin bien de los enfrentamientos de su antecesor con el Parlamento y configuró un partido a su imagen y semejanza que le asegurase el total control y la ausencia de crítica. Rusia Unida fue ese partido creado absolutamente desde el poder, el amplísimo poder que tenía. E incluso desde allí se alentaron partidos satélites o fantasmas (como Rusia Justa) para dar apariencia de un pluralismo inexistente y de apoyo de otros sectores políticos.

Las elecciones para la Duma en 2007 discurrieron por los cauces habituales en estos países excomunistas de fraude y control, pero nada aconteció a diferencia de lo que sí que sucedió con ocasión de las elecciones de diciembre de 2011. El poder sólido de Putin empezó a presentar alguna grieta. El fraude volvió a acontecer y unido a un sistema electoral discriminatorio y ventajista, junto con la implicación partidista de funcionarios públicos, los resultados fueron también, de una clara victoria del partido oficialista, aunque tuviese un perceptible descenso de votos y escaños.

Pero ahora sí que se produjo algo novedoso: junto a la notable abstención, proveniente sobre todo de sectores urbanos caracterizados por el hartazgo, se produjo un estallido de críticas sobre la base, entre otros, del sólido informe de la misión de observación electoral de la OSCE, denunciando las irregularidades. Pero estas, como decíamos, no eran nuevas. Lo que sí que lo era fue el hastío ante una reiteración constante, ante una perpetuación en el poder (el enroque con Medvédev anunciado en octubre confirmaba estas previsiones) y, sobre todo, ante la configuración del poder como una mafia donde más que intereses generales priman claramente los de grupos oligarcas cuyas iniciativas siempre dejaban peaje a los ocupantes del Kremlin. La percepción del poder como negocio está muy extendida y la ciudadanía ha empezado a canalizar su descontento. Las movilizaciones de miles de personas, tanto tras las elecciones de diciembre como previamente a las presidenciales, no serían muy numerosas en una capital de diez millones pero sí muy significativas y de gran valor siendo la primera vez que en veinte años la ciudadanía se manifiesta en las calles.

Pero esto se compadecía muy difícilmente con la posibilidad de cambio. Además de los rigurosos requisitos para ser candidato presidencial, más aún si no se tiene representación parlamentaria detrás (no la tienen las fuerzas propiamente liberales y regeneracionistas), eran escasas las posibilidades (alquilar local para celebrar actos electorales de la oposición es una heroicidad) de quienes tienen un modelo social más democrático.

En estas recientes elecciones presidenciales de 4 de marzo, Putin ha apretado las tuercas del fraude y la movilización. Ha logrado así evitar la humillación de tener que acudir a una segunda vuelta y ha consolidado, frente a las palabras falsas de aperturismo, un modelo de control social. Pero, sin embargo, aunque haya conseguido la Presidencia con una clara mayoría (un 63%), debe saber muy bien que no va a poder ejercer un poder despótico. En tal caso, las movilizaciones serán crecientes y en el momento en que los sectores opositores se organicen y coordinen, el ejemplo árabe reciente será un riesgo que tendrá en el futuro.

La alternancia en el poder es un elemento consustancial a la democracia. Que la oposición tenga posibilidades de alcanzar una mínima representación es esencial. Las sociedades modernas son, cada vez más (salvo que exista un dirigismo dominante), plurales y esto debe reflejarse en una elecciones que además de transparentes deberían ser libres y con igualdad de oportunidades. Estas recientes, tampoco lo han sido, y a nivel político, si no hay una mínima incertidumbre no es que no haya emoción, es que no hay libertad.

Si todo está orientado por un proyecto único, totalizador y que se perpetúa (tras la reciente reforma constitucional podrán ser doce años más de quien lleva otros tantos dirigiendo todo), podremos seguir admirando la cultura, la historia y tantos aspectos apasionantes de ese maravilloso pueblo, pero no se podrá hablar de libertad.

Abogado del Estado. Jefe de la Asesoría Jurídica de la AECID