La actividad de fomento es una modalidad de intervención administrativa consistente en dirigir la acción de los particulares hacia fines de interés general mediante el otorgamiento de estímulos o incentivos. Se trata, así, de una actividad consistente en ayudar a una actividad privada de interés público.
En su origen, la actividad de fomento aparece vinculada al liberalismo económico desde la concepción de que el Estado ha de estimular y apoyar la iniciativa privada y no suplirla.
Con la aparición del denominado Estado Social o de bienestar, este se va a involucrar en el devenir de la sociedad formulando políticas sociales globales, configurándose la Administración en el marco del Estado moderno como una muy importante organización prestadora de servicios y suministradora de bienes, interviniendo de modo más activo en la sociedad.
Pero la actividad de fomento no pasa a un segundo plano ni queda reducida su intensidad sino al contrario, ya que se disipan las barreras entre lo público y lo privado, entre la sociedad y el Estado. La colaboración entre Administración y particulares para dar respuesta a las necesidades generales se convierte en una fórmula común e inclusive deseable en determinados sectores de la acción administrativa para la consecución de los objetivos del Estado Social.
Así, la irrupción de este modelo de Estado se plasmó en un nuevo impulso de la actividad de fomento, desde sectores en los cuales era una actividad administrativa ya habitual, como la agricultura, la vivienda, la minería o la ganadería, a muchos otros sectores del ámbito económico pero también de carácter social.
La lectura de numerosos artículos contenidos en los principios rectores de la política social y económica de nuestra Constitución de 1978, nos permite hallar una expresión muy repetida y dirigida como mandato a los poderes públicos: «fomentarán».
Así se hace en lo que se refiere a la educación sanitaria, la educación física y el deporte, el acceso a la cultura, a una vivienda digna, a las organizaciones de consumido-res, las sociedades cooperativas, la agricultura, la ganadería, la pesca y la artesanía, la investigación científica.
Múltiples y crecientes dominios, pues, en los que estas ayudas o estímulos van dirigidos a sectores productivos desde una perspectiva económica pero también a otros ámbitos que tienen un contenido netamente social y que, a través de grupos organizados, asociaciones, fundaciones, etc., desarrollan actuaciones que se consideran son merecedoras de apoyo con recursos públicos.
Las Administraciones públicas, como poderes públicos que son, tienen el deber de intervenir positivamente en las condiciones de vida de las personas, de realizar una actividad activa dirigida a garantizar y promover las condiciones más favorables para el ejercicio de los derechos de los ciudadanos y los grupos en que se integran.
Antaño, la actividad de fomento conectaba como una mentalidad generalmente benéfica, casi graciable, en un ámbito libre de actuación de la Administración. Villar Palasí llego a calificar gráficamente a la subvención como una «intervención benévola del tesoro». Las consecuencias de esta consideración se manifestaron largamente en nuestro ordenamiento jurídico: no sujeción a procedimiento alguno, un régimen no garantizador del principio de igualdad.
Pero la efectiva aplicación constitucional del principio de sujeción de los poderes públicos al ordenamiento jurídico, su vinculación a los intereses generales y la importancia creciente financiera de este tipo de actividad impuso ya a finales de los ochenta una regulación con rango de ley del principal medio de fomento existente, las subvenciones.
Así, fueron en un primer momento dos artículos de la Ley General Presupuestaria. Tardaría todavía trece años hasta que, por fin llegó la normativa tan deseada: la Ley 38/2003, de 17 de noviembre, y los reglamentos que la desarrollan. Se ponía fin a una situación de inseguridad jurídica con lagunas impropias de una actividad generadora de un volumen muy elevado de gasto público.
Esta plasmación normativa es, pues, expresión de que una parte importante de la actividad del sector público se canaliza a través de subvenciones con el objetivo de dar respuesta, con medidas de apoyo financiero, a demandas sociales y económicas de personas y entidades.
En todo caso, desde la perspectiva económica, las subvenciones son una modalidad importante de gasto público y, por tanto, tienen que ajustarse a las directrices de la política presupuestaria. Y esta es la que, desgraciadamente, en la actualidad, entraña una sobresaliente contención del gasto público con la consiguiente restricción de subvenciones.
Por otra parte, la consolidación del Estado de Derecho ha supuesto otra modificación del régimen de las ayudas y subvenciones públicas en lo que se refiere al carácter gratuito. La idea de liberalidad apuntada llevaba también consigo la idea de que, a cambio, la Administración nada recibía. Esto igualmente debe entenderse superado. La idea de que la Administración sirve con objetividad los intereses generales supone entender que mediante las técnicas de fomento no es ya que la Administración no obtenga beneficio sino al contrario: el debido empleo de estas técnicas de fomento es determinante para la consecución de objetivos constitucionalmente marcados.
En todo caso, esté como esté el debate entre dejar la actividad en el sector privado (sujetándola a una intervención administrativa de distinta intensidad) o entregarla al sector público (transformándola en una prestación o servicio público), si se opta por la primera fórmula, el segundo momento de decisión es el de asegurar la adecuación al interés público de la actividad privada mediante técnicas de intervención o de persuasión e incentivación, etc.
En estos momentos en que, tanto por razones económicas (crisis financiera del Estado) como por otras como la exigibilidad de transparencia y pautas de nueva gobernanza, son más que cuestionadas numerosas prestaciones y servicios públicos, las medidas de incentivación y estímulo de conductas privadas aparecen como una verdadera alternativa allí donde las técnicas clásicas de intervención unilateral del poder político se revelan ineficientes para inducir los resultados sociales pretendidos y ajustados a las disponibilidades de gasto público.
Como he dicho, es muy diverso el abanico de sectores en los cuales se utiliza el mecanismo de las subvenciones con diversas finalidades, que se reducen fundamentalmente a dos: las de «estímulo económico» y las de «carácter social». En algunos casos también se entrecruzan pues es frecuente que, sobre todo, aquellas que buscan un fin social produzcan también efectos económicos.
Subvenciones para la venta de nuevos vehículos, para la rehabilitación de fachadas, para la agricultura, para la industria, para organizaciones de discapacitados, de ayudas de comedor escolar, para la investigación, para la cultura, etc.
En toda esta ingente variedad se muestra cómo el Estado o las Administraciones públicas proceden a la utilización de recursos públicos para desarrollar su acción pública y/o política, pues dependiendo dónde ponga el acento en sus planteamientos ideológicos, primará o no la aplicación de recursos a unas u otras áreas.
Actualmente no parece que haya sector del ámbito de la sociedad que se sustraiga a la subvención que es, como decimos, en su plasmación concreta, una manifestación de la política de apoyo, estímulo, incentivación, ayuda. Puede, por otra parte, observarse que brillan por su ausencia. Eso tiene un componente bueno, de estabilidad, y otro malo, la inercia.
Junto a las subvenciones de «estímulo económico» y de «carácter social» existen otras que no tienen un carácter productivo o social en su sentido más estricto, pero que se encuentran consolidadas, como si formasen parte del sistema y que son bastante cuestionables. Me refiero a las cantidades que perciben los partidos políticos, las fundaciones vinculadas a estos y otras entidades como las organizaciones empresariales y, especialmente, los sindicatos.
La actual situación debería aprovecharse para cortar y depurar y, sobre todo, racionalizar el frondoso árbol de las subvenciones. Y esto no solo ni predominantemente desde planteamientos economicistas sino también desde otros criterios que introduzcan elementos de ponderación racional que remuevan las situaciones consolidadas por la inercia.
Me refiero a entidades o sectores económicos o sociales que tienen una enorme dependencia de las subvenciones públicas, lo cual sucede en sectores productivos cuyas subvenciones se habrán de mantener en algunos casos por la importante implicación económica del sector, pero en otros casos habría que replantearlas.
Lo dicho vale también para el ámbito de lo «social» en el que hay entidades que se hacen llamar organizaciones no gubernamentales, pero cuya casi exclusiva financiación proviene de los gobiernos. Además, en este campo debe advertirse la excesiva proliferación, lo cual lo mismo puede ser manifestación del pluralismo y vitalidad social que síntoma de dispersión y pérdida de posibles sinergias.
Quisiera destacar ahora algunos aspectos críticos en materia de subvenciones y que deberían mejorarse.
En primer lugar, el control, la evaluación y el seguimiento de las subvenciones concretas que se conceden, así como también de la relación que tiene el dinero público aplicado y los resultados obtenidos.
Es muy frecuente que ese seguimiento se reduzca a la dimensión puramente formal de recogida de certificaciones y facturas justificativas de las actividades y servicios realizados o supuestamente realizados. No es infrecuente que la Administración se ocupe más de recopilar bien las facturas que de la verdadera justificación de resultados y su efectividad.
En casos extremos puede no existir siquiera la revisión puramente formal de lo presentado por los receptores de subvenciones, quedando la documentación en cajas no abiertas o, a lo sumo, sometidas a un examen aleatorio. Claro que esto sería no solo una inercia que romper, sino un caso que denunciar.
Hay que afrontar una nueva diligencia en la gestión de recursos públicos, tanto por parte de quienes los perciben y gastan como de quienes los conceden y, en consecuencia, los deben controlar. Hay que aplicar con más rigor la vía de reintegro cuando no se cumplen los requisitos, y eso no solo en la formalidad de presentación de justificaciones sino también, y sobre todo, de efectiva realidad y aplicación de lo recibido.
Otro aspecto crítico es la no aplicación de lo que la ley de hace nueve años disponía cuando hablaba de un «plan estratégico» de subvenciones que introduzca una conexión entre los objetivos y efectos que se pretende conseguir con los costes previsibles y sus fuentes de financiación con el objetivo de adecuar las necesidades públicas que cubrir mediante subvenciones de acuerdo con los recursos disponibles. Ese diseño de futuro requiere tanto una programación como un seguimiento y evaluación de la incidencia y de los resultados de las subvenciones aplicadas. Y esto no se hace.
Y hasta aquí mi reflexión sobre las subvenciones.
En una situación de grave crisis financiera del Estado y de todo el sector público, podría pensarse con mayor intensidad acudir a otras fuentes. Una de ellas podría ser el sector privado. Aunque en su gran mayoría no está saneado y sufre las consecuencias de la crisis, hay igualmente entidades y personas privadas que por su condición o su buena gestión están en condiciones de implicarse y ayudar al desarrollo de fines de diversa naturaleza. Así, como consecuencia de la crisis y del cambio de gobierno, ha adquirido gran pujanza la idea de impulsar el mecenazgo para incrementar la participación del sector privado.
Es ciertamente deseable la implicación del mundo privado y de la sociedad en actividades de interés general, especialmente en una situación como la actual donde los recortes públicos están afectando a todos los sectores. Es deseable impulsar un nuevo y mejor marco legal (la actual ley data de 2002) en la materia. Pero será necesario también proponer una reflexión al respecto.
El mecenazgo se vincula fundamentalmente con la cultura, lo cual es, sin duda, positivo, pero, a mi juicio, no debe limitarse a ella. Además, cuando se lee u oye hablar sobre mecenazgo se hace referencia a la participación en grandes programaciones o eventos culturales: de liceos, teatros, museos, lo cual suele venir de la mano de grandes empresas de gran renombre. No se debe aceptar una visión tan limitada.
Sin duda, la noción de mecenazgo tal como se entendía en el Renacimiento suponía la implicación de particulares o grandes familias adineradas benefactoras de artistas y no venía a suplir ninguna acción pública sino a adquirir relevancia social.
En actualidad, en cambio, la noción de mecenazgo, vinculada a la cultura, debería extenderse a otros ámbitos de la acción social como proyectos de atención a sectores más desfavorecidos o necesitados de integración, ayuda al desarrollo, a la investigación. No puede darse a las actuaciones privadas que operan en estos ámbitos un incentivo menor que el que se da a las que se implican en proyectos culturales. Parece que esta idea se abre paso en el último anteproyecto que conozco de la ley en ciernes.
Sin duda, conjugar la acción pública con la promoción de la iniciativa y participación social es algo positivo para lograr una sociedad más implicada en el bien común, pero no debemos olvidar que, rebus sic stantibus, esa implicación, más que completar la aportación del Estado u otras Administraciones públicas, ahora va a sustituirla. Y esto tiene que ser objeto de reflexión por dos razones. En primer lugar porque los incentivos fiscales se traducen obviamente en una menor recaudación fiscal y en segundo lugar porque la deseable participación de particulares y empresas no puede soslayar el papel de los poderes públicos en cuanto a velar, proteger y promover la cultura, la educación, la investigación y los servicios sociales.