Tiempo de lectura: 8 min.

Tratándose de México, con tristeza e impotencia, José Vasconcelos (1852-1959) sostuvo, no sin cierta razón, que todos los gobiernos de la Revolución posteriores al presidente Francisco Madero (1873-1913) fueron liderados por «ladrones y sinvergüenzas». Para Vasconcelos, el auténtico responsable del lento proceso de envilecimiento del sistema político mexicano no era el individuo en sí, es decir, el sujeto mexicano, sino el tinglado de corrupción institucionalizada que los gobiernos traidores a la Revolución lograron materializar. Vasconcelos fue víctima —y con él toda una generación— de las primeras incursiones corruptas de este sistema eficiente, moldeado para soliviantar los vicios generados por el viejo clientelismo. La antigua aspiración liberal de redimir a la nación a través de la reforma educativa fue encarnada en un momento clave de la historia mexicana por el vasconcelismo. Aquel proyecto regenerador, lastrado por los vicios del arielismo, muy pronto fue ahogado por el ogro filantrópico que Paz describió con maestría. La criatura, lejos de debilitarse, se ha transformado en una máquina de la que dependen millones de mexicanos, consolidando una cultura política subordinada al dinosaurio corrupto «que siempre ha estado allí», como en la historia de Monterroso. El voluntarismo panista, displicente y medianamente efectivo en la aplicación de recursos técnicos, poco ha logrado hacer ante un Estado de tales características.

Estos dos reformismos de centro-derecha (el vasconcelista y el panista) se estrellaron con la mole del ogro filantrópico y, en gran medida, no lograron conjurar los problemas que la emergencia populista ha profundizado a lo largo del tiempo (violencia, corrupción, excesivo burocratismo, etc.). Por eso, hace doce años, cuando el Partido Acción Nacional (PAN), liderado por Vicente Fox, logró romper la hegemonía clientelista del PRI, México pareció sacudirse del ogro filantrópico, una realidad profundamente enraizada en el sentido estatolátrico de la política azteca. La primavera democrática mexicana se fundó en el consenso de la oposición y en la condena expresa de las masas a un continuum partitocrático que rigió los destinos del país por siete largas décadas. Tal consenso fáctico generado para liquidar la hegemonía del PRI ya no existe. El objetivo no radica más en poner fin a una era de poder. Ahora se aspira a una alternancia racionalizada en función al posibilismo de las urnas. Además, el juego de alianzas electorales y la pequeñez de las maniobras de coyuntura minaron la capacidad de renovación de la política mexicana. De hecho, cuando el PRI dejó el ejecutivo, fueron muchos los que pensaron, dentro y fuera de México, que el fin de la presidencia imperial era un escenario posible. Hoy, si algo queda en evidencia tras el proceso electoral, es que el caudillismo partitocrático permanece intacto. En efecto, las expectativas que generó el fin de la pax priista no se materializaron en una poliarquía eficiente y mucho menos en un Estado funcional capaz de conjurar las tendencias negativas de la cultura política mexicana. El ogro se resistió a morir. La acción gubernamental del PAN, caracterizada por una crisis de liderazgo y el uso deficiente del public management, fracasó ante el federalismo burocratizado y la violencia expansiva del narco. Aprovechando la inconsistencia del reformismo panista, el viejo partido de Lázaro Cárdenas regresa a la presidencia. En sentido estricto, nunca desmontó su poder federal que ha sido generalmente reforzado en sus feudos. De muchas formas, siempre ha estado allí. Se mantuvo de manera pragmática, alimentando el patronazgo como estilo de gobierno. Ese pragmatismo desarrollista, hace unos años, degeneró en el pacto tácito con la corrupción, un pacto que consolida la visión dantesca de Oakeshott, es decir, la percepción de una política que se plasma, fatalmente, en «un espectáculo desagradable en todos los momentos». La corrupción, el narco y la violencia son dimensiones correlacionadas con la cultura política mexicana. Una cultura esencial para comprender el proceso político que explica el retorno del PRI.

El PRI en el poder

Germán Arciniegas decía que ir a México y no ver a Alfonso Reyes era como no ir a México. Algo parecido se puede decir del PRI. Intentar comprender la política mexicana sin sopesar la impronta del PRI es un ejercicio estéril por parcial e insuficiente. Enrique Peña Nieto, el nuevo presidente mexicano, reivindica la ideología pragmática priísta de manera consciente, es un personaje ensamblado en la tradición histórica del PRI. Tras la promesa de la democracia que capturó el imaginario el año 2000, esta vez la sociedad mexicana exige soluciones distintas para los graves problemas que atraviesa el país. El liderazgo de Peña Nieto se caracteriza por su apelación al realismo, en línea con la tradición priista, una tradición que hunde sus raíces en la doble vertiente del juarismo y el porfirismo. El PRI, como el peronismo en Argentina y el aprismo en el Perú, abarca gran parte del espectro ideológico y esta amplitud de pensamiento le otorga movilidad en la convocatoria y capacidad de variar el discurso en función a sus intereses políticos. Por eso, a lo largo de los sexenios en los que de-tentó el poder, el PRI ha sido, alternativamente, un movimiento liberador-movilizador (como el juarismo) y un largo brazo autoritario (en la estela del porfiriato). No se puede negar que para amplias masas de mexicanos el priismo funge de «canal de movilidad social», aunque a la par, según señaló Octavio Paz, se presente como un mecanismo de inmovilidad política, anestesiando el desarrollo institucional. La experiencia en el uso de las reglas de juego y en la configuración de liderazgos coyunturales que respondan a las expectativas es una de sus características políticas.

Así, para controlar los mecanismos del Estado, el PRI no sólo ha hecho gala de su capacidad para elaborar discursos ideológicos distintos que recorren el espectro derecha-izquierda en virtud al pragmatismo. También ha sabido apostar por liderazgos diseñados para circunstancias concretas, demostrando su inmensa capacidad de adaptación. El gatopardismo priísta es consustancial a la política mexicana. Permitió la supervivencia del partido y ha sido un factor esencial en el proceso de recuperación del poder. Peña Nieto es una criatura con capacidad adaptativa. Por eso, los que afirman que el nuevo presidente mexicano es, en esencia, un producto manufacturado por Televisa, se equivocan. Televisa, esa empresa cultural experta en modelar la cultura latina, que tanta influencia ha ejercido —y ejerce— en el continente, no se comprende sin los sucesivos gobiernos priistas. Pero el PRI, a semejanza de otros partidos políticos latinos con vocación mesiánica (el redentorismo también tiene una dimensión partidista), es superior a las instituciones que orbitan a su alrededor. El PRI es un Estado dentro del Estado, un simulacro de nación, y por esa voluntad hegemónica polariza a la sociedad (de allí la división priista-antipriista tan arraigada socialmente). A Peña Nieto no lo ha construido Televisa. El presidente mexicano y Televisa existen políticamente gracias al PRI.

¿Puede un liderazgo de estas características racionalizar la gran transformación que necesita el país y llevar a cabo una «incursión democratizadora»? Son tantas las inercias del caciquismo político y tan constante el peligro de un pragmatismo sin contrapesos valorativos, que la presidencia de Peña Nieto, generada por la maquinaria priista para recobrar el poder, no es una garantía de reformismo moderado y mucho menos de lucha frontal contra la corrupción. El discurso moralizador y parcialmente modernizador del presidente colisiona con la existencia de una herencia ineficiente de clientelismo al que la estructura de cuadros del Partido nunca ha renunciado del todo. De hecho, el retorno al poder del viejo dinosaurio priísta se enmarca en un escenario clásico de vote buying y sólido patronazgo económico. En tal sentido, la matriz pragmática del PRI difícilmente se verá alterada por el llamado a la transparencia de Peña Nieto, un hombre que ha construido su carrera política apoyado por la nomenclatura del partido, un buró político con no pocos escándalos a cuestas. Pese a todo, el nuevo presidente mexicano no es un rupturista. Por el contrario, al ser un cuadro orgánico del partido es un político que se ha formado bajo la férula de la nomenclatura. El perfil mediático del presidente (y el de su esposa, una actriz conocida en toda Latinoamérica) ha sido cuidadosamente promovido como parte de la estrategia de renovación pragmática priista. El cambio de imagen, la posible reducción de la violencia y la voluntad política de mantener al partido al margen de grandes escándalos de corrupción permiten que, si se cumplen de manera mínima estos objetivos, el sexenio priista pueda ser revalidado sin mayores apremios. Todo esto, por supuesto, si fracasa la confluencia del perredismo con el panismo para frenar el acceso de Peña Nieto al Palacio Nacional mediante el recurso último de la impugnación electoral.

El dinosaurio y la oposición

Cabe, por supuesto, un escenario complejo en el que el PRI se muestre incapaz de reducir la ofensiva del narco (apelando o no al pactismo o reforzando la línea panista) y fomente la opacidad de su acción gubernamental, animado por la crisis interna de los partidos rivales. Esto, sumado a posibles escándalos de corrupción, puede comprometer la gobernabilidad priista, acostumbrado como está el partido al dominio con pocos retos a su hegemonía. De estas probables amenazas, la corrupción es definitiva. Según datos del Índice de Percepción de la Corrupción (IPC) de Transparencia Internacional, México ocupa la posición 100 de 183 países, con una calificación de 3,0 en una escala donde 0 es la mayor percepción de corrupción y 10 la menor. De 32 países evaluados en el continente americano, México se ubica en la posición 20. Y entre los países OCDE, México ocupa la posición 34 de los 34 países analizados. Si el PRI no combate esta percepción, sumamente extendida en el imaginario nacional y global, se complicará de manera decisiva la consolidación de una democracia de calidad superadora del mero procedimentalismo electoral. El flanco más débil de la estrategia priista radica en esta variable, la de la estrategia de lucha contra la corrupción. Fracasar en este ámbito equivale a comprometer el proyecto político. La oposición es consciente de ello y aprovechará la debilidad histórica del PRI en el campo de la transparencia para acelerar la alternancia partidista.

Por ahora, la agenda del Partido de la Revolución Democrática (PRD) está en función a Andrés Manuel López Obrador. La lógica indicaba que, provista de un liderazgo modernizador, la izquierda mexicana era capaz de alcanzar la presidencia, aprovechando la crisis del PAN y los esporádicos escándalos priistas. Pero el cesarismo característico del PRD desde su etapa fundacional ha costado mucho en términos políticos. Solo así se explica la permanencia de López Obrador como candidato del PRD tras la derrota de 2006. Sin su profunda vocación mesiánica, AMLO no hubiese conseguido defenestrar a Marcelo Ebrard, «el deseado», por Enrique Krauze. En el fondo, López Obrador es el principal artífice de su derrota. Condujo la campaña y la manipuló en gran medida, eligió a sus compañeros de ruta y apostó por un sector radicalizado de la juventud mexicana (YoSoy132). Por momentos, el PPRD ha sido el instrumento de sus designios, prolongando en su acción política la lógica piramidal que caracterizó a su rival, el PRI. El liderazgo de AMLO ha condicionado demasiado la estrategia del partido y es por eso que, tras su derrota, la alternativa encarnada por Ebrard, se ve reforzada en el plano interno. Controla el gobierno del DF, su liderazgo ha crecido y consolida su presencia en el aparato partidista. Tal figura surge como una alternativa capaz de convocar una coalición más amplia que AMLO, el gran polarizador de la vida pública azteca.

Porque esta campaña también deja como lección que la metamorfosis política de AMLO era superficial y estratégica. Su «revolución del amor» formaba parte de una estrategia de marketing electoral. En el plano real, el PRD nunca ha dejado de ser un frente ecléctico de socialdemócratas responsables y populistas radicales. Si AMLO (infructuosamente AMLOVE) hubiese resultado ganador de la carrera por la presidencia el providencialismo que lo caracteriza, rápidamente habría ganado terreno, en detrimento del fortalecimiento institucional y del carácter impersonal del Estado. No olvidemos que todos los presidentes mexicanos y los caudillos de partido, en mayor o menor medida, creen que son la reencarnación de Quetzalcóatl. López Obrador no ha sido la excepción. Por el contrario, al aferrarse a su liderazgo e impugnar la elección comparte, paradójicamente y al menos por el momento, el destino de Vasconcelos, otro que siempre se vio a sí mismo como el auténtico presidente moral que había sido despojado del poder.

El PAN, desgastado por el gobierno, retorna a la oposición sin alcanzar sus objetivos históricos. La candidatura de Josefina Vásquez Mota desnudó las escisiones del partido, las pugnas internas, los bloques de poder creados en torno a gobernaciones que en muchos casos han actuado como reinos de taifas y que contribuyeron muy por debajo de sus posibilidades en el esfuerzo electoral. Con todo, la performance de Vásquez Mota en modo alguno, como los enemigos del PAN vaticinaban, puede describirse como un fracaso total. Obtener, tras doce años en el gobierno, con el evidente desgaste de la situación política y el ejercicio del poder, un porcentaje nada desdeñable (25%), es el signo de que el panismo, si bien precisa de una regeneración de liderazgo y estrategia, es una alternativa viable capaz de complicar el futuro perredista y el gobierno de Peña Nieto.

Ante un panorama de múltiples desenlaces posibles, vale la pena rescatar las palabras de Lucas Alamán, el gran historiador que en 1853 soñaba para México un gobierno «que tenga la fuerza necesaria para cumplir con sus deberes, aunque sujeto a principios y responsabilidades que eviten los abusos, y que esta responsabilidad pueda hacerse efectiva y no quede ilusoria». Sí, es preciso coordinar una estrategia realista forjada en el posibilismo responsable. El remedio sigue siendo el mismo. Tratándose de México, ya va siendo hora de acabar con el dinosaurio que no nos deja avanzar.

Martín Santiváñez Vivanco es investigador del Navarra Center for International Development de la Universidad de Navarra y doctor en Derecho por la misma universidad. Miembro Correspondiente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas y miembro del Observatorio para Latinoamérica de la Fundación FAES.