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La importancia en la práctica política española del presidente del gobierno es incluso mayor que la otorgada por la Constitución. No solo preside el ejecutivo, sino que a través de su partido domina el legislativo e influencia notablemente al poder judicial a través de los mecanismos de nombramientos de sus órganos superiores. Este hiperliderazgo no es rechazado por la ciudadanía, al contrario. En palabras de dos prestigiosos estudiosos, que bien podrían aplicarse a España: «Si existe una única motivación común a todos los presidentes, esta no es la popularidad ni el hecho mismo de gobernar. Es el liderazgo. Por encima de cualquier otra cosa, el público quiere que los presidentes sean líderes fuertes, y los presidentes saben que su éxito como tales, junto con su lugar en la historia, depende del grado en que ciudadanos, élites políticas, académicos y periodistas los perciban satisfaciendo tan elevada expectativa» (Moey Wilson, 1994, p. 11).

A pesar de su importancia, existen todavía pocos trabajos comparativos sobre los presidentes españoles que los examinen desde la perspectiva del liderazgo político. Existe, por supuesto, mucha, y alguna excelente, producción periodística, pero a menudo con preferencias partidistas obvias que, aunque legítimas, son metodológicamente perturbadoras para el académico.

Evaluar presidentes de gobierno desde el punto de vista del liderazgo es retador, ya que la evaluación no debe ser exclusivamente sobre personalidades, o carisma, o habilidades políticas, o incluso sobre resultados. El factor determinante de la evaluación debería ser cómo cada presidente reaccionó a las contingencias que le tocaron en suerte. Pero estas suelen ser distintas. De hecho, en la historia presidencial española todos los contextos presidenciales han sido sustancialmente distintos, excepto la crisis económica de 2008 que ha afectado a los presidentes Zapatero y Rajoy. Como dice el autor más sofisticado en este campo: «Los caracteres y los talentos de los presidentes nos dice tan poco del impacto político del liderazgo precisamente porque el liderazgo no ha sido un test estándar, ante el que cada uno ha tenido una oportunidad igual para asegurar su lugar en la historia» (Skowronek, 1993, p. 19).

Estas dificultades metodológicas comparativas, incluso presentes en países como los Estados Unidos, con 44 presidentes hasta la actualidad y con un régimen constitucional continuo y estable, son mucho mayores en España, de todavía corto recorrido democrático. Por esto, un esquema clasificatorio cualitativo, simple e intuitivo, como el bien conocido de Burns (1978) sobre liderazgo transformacional y transaccional, puede ser apropiado para un primer análisis del liderazgo presidencial en España.

Burns definió dos tipos fundamentales de liderazgo. El primero es el transaccional, el que capacita a una comunidad a solventar sus retos operativos, no críticos. Se denomina así porque sus mecanismos son la negociación, el acomodo de intereses, el do ut des y otros medios habituales de trabajo político. Los desafíos que este liderazgo soluciona serían llamados años más tarde, en el libro más influyente sobre liderazgo general de las últimas décadas (Heifetz, 1994), retos «técnicos», aquellos que se pueden resolver dentro de la existente zona de confort.

El segundo tipo es el liderazgo transformador, que faculta a una comunidad para enfrentar retos estructurales. Es el que requiere más legitimidad del líder, el más apropiado para contextos de crisis. Heifetz nomina a los retos a los que responde este liderazgo como «adaptativos», y requieren una clarificación de valores fuera de la zona de confort, que genere aprendizaje colectivo.

CUADRO 1

Liderazgo transaccional y transformacional de los presidentes españoles

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Nye (2008), en el mejor resumen específico de liderazgo político, complementa el esquema de Burns. Por un lado, aplica la diferencia transformacional-transaccional a los objetivos del presidente, que pueden ser transformacionales o incrementales y, por otro, a sus estilos, que pueden ser transaccionales o inspiradores. En el cuadro 1 clasifico, según mi criterio, a los presidentes españoles utilizando el esquema de Nye.

A. Suárez es un caso fascinante. Pocas veces un líder tan transaccional ha estado tan próximo a convertirse en transformacional. Su estilo personal se acomodó perfectamente a la reforma política como método de deconstrucción interna del franquismo. A. Suárez, ejerció su presidencia desde la maniobra, la seducción (el fuerte de su estilo, no muy distinto del de J. L. Rodríguez Zapatero). Así, con mérito táctico excepcional, fue capaz, casi, de culminar la transformación formal de dictadura a democracia.

El primer presidente de gobierno de nuestra democracia es buen ejemplo de los riesgos del agente de cambio hipertáctico, hipertransaccional en los medios, sin ancla ideológica, sin otra legitimidad que la eficacia. Todo virtuosismo transaccional de un emprendedor solitario, como fue A. Suárez, un «desclasado» (García Abad, 2005, p. 24) quien realmente no perteneció a ningún grupo o clase social, acaba «quemando» al político que lo ejerce cuando sus tácticas, por repetidas u obvias, son descubiertas y pasa fácilmente a ser acusado de «maniobrero» y «prestidigitador» (García Abad, 2005, p. 39) o de, según famosa expresión de A. Guerra: «tahúr del Misisipi».

Cuando el poder de un líder transaccional como A. Suárez se agota de tanto usarlo, nadie quiere entrar en una relación de intercambio con él, y nada puede este conseguir ya. Su decadencia se acentúa cuando, además, el dirigente ha logrado ya buena parte de sus objetivos y, por ello, es prescindible. Es entonces cuando aquellos que se sintieron vencidos, engañados o, incluso involuntariamente seducidos por él, dan rienda suelta a su resentimiento. Esta es la dinámica narrada por Cercas (2009), en su obra sobre el 23-F.

La labor de L. Calvo-Sotelo, en una situación imposible por la descomposición de la UCD, tuvo que limitarse a entregar el testigo del gobierno al PSOE, lo que hizo con el estilo y diligencia de los que por tradición familiar y vocación se consideran altos servidores del Estado.

El remate de la transformación del país le tocó en suerte a F. González. En sus dos primeras legislaturas fue tal su capital político personal (capacidades de comunicación, atractivo, etc.), que puede decirse que ha sido el único presidente español que, en sus dos primeras legislaturas, fue transformacional tanto en objetivos —España como país europeo— como en medios —sin autoritarismos o populismos salvo la excepción del referéndum sobre la OTAN—. Si hubiese que resumir en una expresión la tarea presidencial de F. González (I) sería la de «transformador institucional», porque su mandato no fue principalmente partidista o socialista, sino, y sobre todo, institucional: la modernización del país y su integración en las estructuras europeas.

Sin embargo, con la pérdida de la mayoría absoluta, habiendo cumplido sus objetivos fundamentales, indolente ante la corrupción, aislado en la Moncloa con melancolía y fastidio, F. González (II) se adaptó mal a una presidencia a la baja, transaccional, de resistencia ante el acoso del PP.

J. M. Aznar fue un presidente vocacionalmente transformador, íntimamente despreciador de lo transaccional, como manifiesta en sus numerosos libros, donde confiesa sus modelos de liderazgo, como Winston Churchill, Lech Walesa y Juan Pablo II (Aznar, 2005, 2007). Para J. M. Aznar, el liderazgo se demuestra «cuando uno se enfrenta a situaciones adversas y es capaz de mantener sus propias convicciones» (Aznar, 2005, p. 42); cuando no se es dependiente de encuestas de opinión o popularidad a corto plazo; hay un «liderazgo de verdad» y otro de «cartón piedra»

(p. 45), quizás pensaba en J. L. Rodríguez Zapatero, quizá en M. Rajoy también; y el liderazgo puede ser heroico ya que ha de «trazar una línea y decir hasta aquí hemos llegado» (p. 46); tomando decisiones con todas las consecuencias (Aznar, 2007a). El liderazgo, según J. M. Aznar, correspondería a lo que Max Weber llama ética de las convicciones, y no a la ética de la responsabilidad, de la que

F. González, líder pragmático, sería un buen representante. La definición de liderazgo de F. González, que parece menos interesado en el tema, excepto en su conceptualmente confuso último libro (2014), es menos dramática que la de

J. M. Aznar: «Liderazgo es anticipar lo que ocurre para que la gente tenga un horizonte despejado… Es la capacidad o sensibilidad, para captar el estadio de ánimo de la gente; y una vez que tengas esa condición necesaria, no te conformas con ello. Si captas que es un estado de ánimo bueno, lo haces mejor. Si el estado de ánimo es de preocupación, lo compartes y explicas la posibilidad de cambiarlo porque mejora la expectativa» (González y Cebrián, 2001).

Mientras que la primera mitad de su presidencia a Felipe González le tocaron en buena suerte contextos con retos apropiados para ejercer, con indudables y extraordinarias competencias, su liderazgo transformacional, a J. M. Aznar la oportunidad de probarse a la altura de sus modelos de liderazgo, le fue negada por la mala suerte, que le proporcionaron contextos poco retadores. J. M. Aznar fue el primer presidente estrictamente moderno, ya que las razones para votarle fueron partidistas, no de culminación de la transición. El presidente «popular» fue el equivalente español de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, los grandes «repudiadores» de la socialdemocracia económica y del liberalismo progresista. Pero tanto la socialdemocracia como el liberalismo eran en España, al llegar J. M. Aznar a su primera presidencia en 1996, demasiado débiles como para considerar su repudio y derrota electoral un objetivo de categoría transformacional, como tampoco era de tal categoría la superación de la crisis económica de entonces, de solución mucho menos difícil que la iniciada en 2008.

Por esto mismo, J. M. Aznar, a quien pareciera le ofendiesen las componendas e intercambios, y el día a día escasamente grandioso que caracteriza la política democrática en periodos de bonanza, ya que los tiempos no se lo proporcionaban, se buscó él mismo, con iniciativa y energía, un gran reto transformacional. Lo encontró en política exterior: el realineamiento de las relaciones transatlánticas, contribuir a la emergencia de una «nueva Europa», abiertamente alineado con el neoconservadurismo de G.

W. Bush frente a las viejas potencias continentales. Este era ciertamente un desafío a priori no tan excepcional o dramático como para permitirle actuar a lo W. Churchill, pero ciertamente transformacional en intención.

J. M. Aznar, quien buscó el liderazgo transformacional, por sentirse por encima de las transacciones políticas habituales, se encontró con el 11-M con el inimaginable, en su día, fracaso de su operación de sucesión presidencial y, por ende, de su liderazgo: de haber salido elegido M. Rajoy en 2004 hubiese sido la vez primera que un presidente abandona la Moncloa en plenitud de su liderazgo, ahorrándose las enervantes y mezquinas batallas políticas cotidianas que, sobre todo después de perder una mayoría absoluta (el PP la iba muy probablemente a perder, por poco, en 2004), tiene que enfrentar todo presidente democrático, pero manteniendo el control de su sucesor, partido y, por ende, de la política del país. Por un evento excepcional y trágico, un «cisne negro», J. M. Aznar no implementó su sucesión, lo que hubiera sido un auténtico transformador de las reglas del juego de la democracia española, y le hubiera convertido en el líder indisputado de la historia presidencial del país.

Muchas veces las pruebas de liderazgo no vienen en el momento previsto o mejor para el líder, incluso pueden ser injustas. Existen lo que Useem (1999) denomina «momentos del liderazgo»: dilemas súbitos y críticos donde organizaciones o países dependen de las decisiones del líder. El test de liderazgo de José María Aznar, aunque en tiempo de descuento, inesperado, injusto, fueron los atentados del 11-M. Incluso siendo más preciso: fue su reacción a los mismos en la tarde del 11, el 12 y el 13. Y J. M. Aznar no pasó su prueba de «momento de liderazgo» porque confundió el reto de liderazgo que se le presentó. Usando la terminología de Heifetz (1994), se puede decir que respondió «técnicamente» a lo que era un problema «adaptativo» (consolar, acoger a una ciudadanía dolorida, desconcertada, incluso asustada) el cual requería un tipo de liderazgo distinto al que tantos éxitos le había comportado hasta entonces. Y al confundir J. M Aznar el tipo de liderazgo necesario en los idus de marzo de 2004, cambió la historia política de la democracia española, al quebrar la dinámica electoral más probable, hacer fracasar la operación de su sucesión y, como consecuencia, debilitar el ciclo político conservador, haciéndole perder su dominio parlamentario y de gobierno.

J. L. Rodríguez Zapatero, el «político», por utilizar el epíteto que Ortega y Gasset dedicó a Mirabeau (1928), y que tan bien captura la esencia del carácter del presidente español, es, con L. Calvo-Sotelo, el presidente que llegó a la Moncloa con menos capital político, prematuramente, por falta de programa y escaso reconocimiento personal (su activo en 2004 no era su «ser», si no su «no ser», en concreto «no ser» J. M. Aznar, su verdadero oponente, no M. Rajoy).

Las iniciativas del presidente Zapatero, intentando arrinconar al PP a través del nuevo estatuto catalán y la negociación con ETA, provocaron la reacción de un PP que había perdido el poder gubernamental pero no la hegemonía doctrinal, mediática, económica, social y judicial. El ciclo seguía siendo conservador. Fallido en sus iniciativas más importantes, el presidente Zapatero empleó su escaso capital político, no en cuestiones económicas, sino en iniciativas de «ciudadanía» de impacto marginal: reconocieron legalmente prácticas sociales ya existentes, pero no cambiaron la realidad. También se embarcó en anecdóticas iniciativas internacionales, ilustradoras de su «buenismo» estratégico como la «alianza de civilizaciones», que E. Juliana (2012) adjetiva, agudamente, como «quijotismo de izquierdas». Cuando tras revalidar su presidencia en 2008 se le viene encima una crisis económica sin igual en magnitud en la historia reciente, J. L. Rodríguez Zapatero es incapaz de reaccionar con liderazgo transformacional, porque la economía había desaparecido de su ideario y discurso. No le quedó más remedio que limitarse en su segunda legislatura a políticas de resistencia, para no entregar el poder al PP en la peor de las condiciones para el partido socialista, lo que acabaría sucediendo, irremediablemente, a finales de 2011.

El presidente Zapatero es muestra de que no importa cuán brillantes sean las habilidades tácticas de un presidente —en su caso reconocidas incluso por la embajada norteamericana en España, según Wikileaks, o su capacidad para sintonizar con la opinión pública, como reconoció

N. Sarkozy— que, cuando se produce un cambio radical del entorno, los presidentes difícilmente son capaces de cambiar ese entorno, o transformarse a sí mismos para adaptarse al mismo. Como dice el célebre ex CEO de General Electric, Jack Welch, en frase tan usada en las escuelas de negocios: «Cuando la velocidad de cambio exterior excede la velocidad de cambio interior, el fin está cerca». De ningún presidente, excepto de él, se escucha el calificativo de peor presidente de la democracia, incluso desde sus propias filas (Leguina, 2014). Seguramente el juicio a largo plazo sobre el presidente Zapatero se centrará no tanto en su reacción a la crisis —probablemente otros hubieran reaccionado igual a tal cambio del entorno— sino en cómo dejó al PSOE. Y seguramente, por ello, será incluso más duro.

M. Rajoy traslada a la política su oficio original de registrador de la propiedad: anota, da fe, pero no tiene un proyecto de transformación de la realidad. No es M. Rajoy en intención, desde luego, un líder transformador, como se ha propuesto desde una variedad de posiciones (Álvarez, 2012; Ramírez, 2012; Ramoneda, 2012; Zarzalejos, 2012). Es el más conservador de los presidentes: lo que es, está bien, y, en cualquier caso, no se puede cambiar. En su haber ya consta haber parado el deterioro económico del país. Sin embargo, el juicio sobre su liderazgo versará sobre dos aspectos relacionados, de los que carecemos todavía de perspectiva histórica: cómo articula doctrinal-mente y organizativamente a los conservadores españoles para los desafíos políticos, incluso institucionales, de la salida de la crisis y el reto independentista catalán.

Como sostiene Nye (2008, p. xii): «No hay nada tan importante como que los ciudadanos sean capaces de evaluar y juzgar a sus líderes, pasados o presentes, públicos o privados. El liderazgo es un arte, no una ciencia, pero incluso el arte se beneficia de la crítica». Hacen falta en España más trabajos rigurosos sobre los presidentes para que emerja una crítica equitativa y prudente sobre los mismos, que no olvide que los presidentes tienen diferentes exámenes de liderazgo y que, según el versículo 9:11 del Eclesiastés: «Vi además que bajo el sol no es de los ligeros la carrera, ni de los valientes la batalla, que tampoco de los sabios es el pan, ni de los entendidos las riquezas, ni de los hábiles el favor, sino que el tiempo y la suerte les llegan a todos». �

REFERENCIAS

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PROFESOR DE LIDERAZGO DE INSEAD. DOCTOR EN SOCIOLOGÍA. UNIVERSIDAD DE HARVARD