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Estado de cultura es aquel que alienta el funcionamiento de una sociedad en la que los valores del espíritu son los ideales de una existencia realmente humana.

La vida cultural es fruto espontáneo de la capacidad creativa de los ciudadanos, de la comunidad. El artista, el escritor, el pensador, se puede decir que surge de la sociedad, pero nunca surge del Estado. La historia de todas las culturas es la historia de las mismas comunidades que colectivamente, o a través de sus miembros con más sensibilidad artística o cultural, de los que las más de las veces no se conservaron ni los nombres, fueron creando manifestaciones artísticas o culturales que van configurando la personalidad, los caracteres de esa comunidad. El Estado aparece, cuando lo hace, más tarde. Unas veces para reducir o limitar esas actividades culturales, desconfiado de la libertad o la innovación que las impregna; otras para vivir al lado de la cultura, bastante desinteresado o al margen de esos movimientos, pero respetando su libertad; y, finalmente, en ocasiones, para estimular, impulsar a la Cultura por considerarla como positiva para la comunidad, con el riesgo de que por la vía de la protección trate de utilizarla o dirigirla.

Ejemplos de todo ello hay abundantes en la Historia, pero hay que reconocer que con el incremento del prestigio de la Cultura, que se puede decir que, con los naturales altibajos, es constante en el mundo occidental desde el Renacimiento, el papel del Estado ha ido creciendo en relación a la Cultura. No se trata en este breve artículo de hacer una crónica de las relaciones de la Cultura y el Estado desde el Renacimiento hasta nuestros días, pero sí queremos dejar hechas dos constataciones: el interés por la Cultura y quizá por su prestigio, de los poderes públicos a través del patrocinio de Reyes, Príncipes, Iglesia u otros magnates, y la protección de intelectuales y artistas; y la aparición de dos sistemas distintos en la época moderna en las relaciones entre Cultura y Estado, el anglosajón y el continental. En el primero, todas las actividades culturales discurren al margen del Estado y dependen de la iniciativa de la sociedad, y en el segundo el Estado toma un papel creciente en la conservación y promoción de la vida cultural, hasta llegar a crearse un departamento ministerial dedicado a la Cultura.

La gran pregunta sería ¿cuál es la mejor de las dos soluciones?. Y como la discusión de la respuesta sería tema para un libro, y se han publicado varios recientemente fuera de España, como «L’Etat culturel» de Fumaroli, «Arte, Inversión y Mecenazgo» de W.D. Grampp, e incluso acabo de publicar yo mismo uno titulado «Sociedad, Estado y Patrimonio Cultural» en el que se tratan más por extenso estos temas, y al que me remito, me voy a limitar aquí a manifestar mi preferencia por la concurrencia del interés y participación de la sociedad y del Estado en la vida cultural en la forma que voy a tratar de resumir.

La Cultura en las sociedades modernas

El primer gran fenómeno a considerar, es el cambio producido en las sociedades modernas respecto de la Cultura. Cada día las demandas culturales de las sociedades evolucionadas son mayores, y la capacidad de disfrutar de los ciudadanos con los bienes culturales, son crecientes. El hombre, cuando alcanza determinados mínimos indispensables, conseguidos desde luego por todos los países occidentales, no sólo quiere tener o poseer, sino también quiere conocer y saber. Y eso genera demandas nuevas; origina una enorme demanda cultural que se refleja en casi todo: en la asistencia a Museos, exposiciones, conciertos; en el cambio de la distribución de los presupuestos de las familias, que en Europa dedican ya entre un tres y un cinco por ciento de los recursos a gastos en Cultura; en la aparición de lo que podríamos llamar las industrias de la Cultura, e incluso la importancia de éstas en el Producto Interior Bruto y en el empleo, en los que su porcentaje es cada vez mayor.

Y aparecen unos bienes nuevos: los bienes culturales, que tienen unas características especiales: confluir en ellos el interés público y el privado, como sucede con los monumentos o las obras de arte; no ser consumibles por el uso, sino susceptibles de uso repetido y de disfrute repetido. Una pieza musical, un paisaje, no sólo no se gastan por el uso, sino que cuantas más personas lo disfrutan y conocen, más prestigio tiene y más personas lo desean disfrutar y conocer; y además, esos bienes son de uso e interés colectivo.

El premio Nobel de Economía, Samuelson, ha definido el bien colectivo como un bien que todos disfrutan en común, en el sentido que cada consumo individual del bien no significa sustracción a cualquier otro uso del bien por otro individuo.

Estos bienes culturales, no consumibles, de uso repetido y colectivo, proporcionan, además, un goce especial que puede incrementar la calidad de vida de todos, sin los límites que tienen los bienes consumibles y puede, por ello, hacer mucho más humana la sociedad de consumo en que vivimos.

Ante esta nueva situación: mayor capacidad de conocer y saber, mayor tiempo de ocio y más largo período de vida, con la aparición de una tercera edad de tiempo libre, no equiparable a la clásica ancianidad, mejores medios de comunicación y mayores demandas culturales, no cabe duda que hay que dar unas respuestas nuevas.

Esa respuesta, para mí, en el umbral de un próximo milenio, es un nuevo carácter de la sociedad y del Estado. Una y otro han de comprender que estamos ante un renovado período de la existencia humana; el cambio de este siglo no ha sido tan leve como el de los siglos anteriores; nuevos ideales se han incorporado a los clásicos de las personas y las familias. Bastaría para ello comparar la distribución de los recursos de una familia media en un país desarrollado del año 1.920 y 1.990. Como consecuencia, la sociedad empieza a ser una sociedad de cultura, en la que ésta ocupa un importante papel y una parte importante del tiempo, sobre todo del tiempo libre, y a la que se dedica una parte significativa del presupuesto. Esto explica el fenómeno de la multiplicación de conciertos, las galerías de arte, los viajes, los museos, las visitas a exposiciones, parques naturales, castillos o palacios. Y también de la multiplicación del mecenazgo, de la aparición del patrocinio como medio de publicidad y prestigio y de la preocupación de las grandes empresas por la cultura, por vocación, por necesidad o conveniencia.

La sociedad y el Estado

Esta nueva situación obliga a plantear, con una nueva perspectiva, el papel de la sociedad y del Estado en el mundo cultural. Porque creo que ambos lo tienen e importante. Lo difícil es que cada cual lo cumpla adecuadamente. Que la sociedad comprenda que ella es la protagonista de la vida cultural y de la creación. Que disfrute y valore los productos culturales, y que el Estado, respetando ese protagonismo, facilite el marco de libertad y estímulo adecuado para la creación cultural, y cumpla con sus obligaciones de conservar el Patrimonio creado. Que facilite, sin imponer, el acceso de todos a la cultura, como dice nuestra Constitución —acertadamente— en sus artículos 44 y 46.

Al Estado le corresponden sin duda una serie de funciones importantes, como son:

Una función de promoción y educación; defender como idea fundamental en una sociedad moderna, la importancia de la actividad y del Patrimonio culturales y que la Cultura del país es obra de todos y pertenece a todos. Por lo tanto todos los ciudadanos deben ser custodios y actores del Patrimonio cultural del país. Esta función se encuadra dentro de la labor general de culturización y educación, y eomo tal no corresponde solo al Ministerio de Cultura, sino a todos los poderes públicos encargados de esa actividad.

Una función de conservación del Patrimonio Histórico Artístico y Cultural, impuesta expresamente en el artículo 46 de la Constitución, que implica la actuación directa cuando la de los titulares y la sociedad sea insuficiente. Sobre esta función conservadora no existe ninguna discusión ni en las declaraciones internacionales ni en la legislación comparada. Si bien existen dudas sobre el papel y la intervención del Estado en lo que es creación cultural, por lo que de dirigismo pueda tener su actuación, ese riesgo apenas se da cuando se trata de la conservación, y el reconocimiento de la función y la obligación del Estado, es unánime.

Una competencia legislativa, que sí es exclusiva del Estado, es dotar a esta materia de una legislación moderna y liberal que estimule y facilite la vida cultural. Dentro de ella tiene gran importancia una legislación fiscal que reconozca el tratamiento especial que merecen los bienes culturales por su doble carácter público y privado. De manera que mantener y enriquecer la vida y el Patrimonio culturales no sea una carga para el que lo hace, sino que se le reconozca su contribución a una tarea de interés público. Con lo cual se estimula, además, a que la sociedad asuma una serie de obligaciones que liberan al Estado de gastos y cargas.

Y una función ejemplar. Es decir, que en los casos en que el Estado sea propietario de bienes culturales o promotor de actos, actúe con más respeto por la libertad de creación y con un interés y cuidado por la conservación del Patrimonio que pueda servir de modelo.

La sociedad tiene un papel predominante en la creación y en la conservación. La sociedad como cuerpo vivo que se sobrepone a la limitada vida del individuo, es el órgano que crea, a través de sus miembros, los productos artísticos. Esto es clarísimo en las obras colectivas, como un conjunto urbano, un barrio, una calle, una catedral, una labor artesanal familiar o local, una colección de diversos autores conocidos o desconocidos, etc. Pero aún en obras tan individuales como una estatua o un cuadro, la actuación del autor aún sin olvido del carácter genial del artista y de lo que éste tiene de precursor o avanzado de su sociedad, se explica en cuanto aquél se sitúa en un momento histórico, en una cultura, sometido a unas influencias y a unos gustos, y además su papel es decisivo para que la creación se produzca con absoluta libertad y para que la conservación sea posible en un país con un Patrimonio tan extenso y disperso como el español. En una sociedad organizada sobre la base de la iniciativa privada, con una tradición jurídica de tipo liberal, y con una extensa gama de propietarios privados de obras de arte, la mejor forma de conseguir rápidamente resultados positivos, es contar con la colaboración del mayor número posible de ellos en la difícil tarea que representa esa conservación.

Las fuerzas de la sociedad, despertándolas y ordenándolas, son inmensas. La capacidad multiplicadora de actuaciones de defensa del Patrimonio que late en la sociedad, es casi el único método de recuperar el variado y disperso Patrimonio Artístico del país.

Sociedad y Estado de Cultura

Entendido así el papel de la sociedad y del Estado, se podría hablar de aspirar a vivir en una sociedad de cultura y en un Estado de Cultura.

Hablar de Estado de Cultura en el sentido que lo estoy haciendo, no es entregar al Estado ni el control ni la dirección de la cultura. Es reconocer, como consecuencia de la existencia de una sociedad de cultura, la necesidad de que el Estado dé una razonable preferencia e importancia al fomento y respeto de la cultura en todas sus manifestaciones. Que la legislación favorezca la creación de un ambiente de libertad y creación para las iniciativas culturales, y las normas den a la vida cultural el trato adecuado para el desarrollo de una actividad cuyos beneficios no son principalmente económicos, aunque no se excluyan éstos, sino favorecedores de la convivencia y de la calidad de vida.

En este sentido no puede confundirse el Estado de Cultura del que hablo, con un Estado controlador y director de la cultura, como eran los de los países comunistas, y ni siquiera con el Estado cultural que critica recientemente Fumaroli en un libro con este título.

No hablamos de un Estado cultural, que dirige y crea la cultura, que domina la televisión, que hace las grandes obras culturales. Hablamos de un Estado en el que las actividades culturales, emergiendo de la sociedad, tienen cabida y acogida favorable. Lo mismo que el Estado de Derecho protege y garantiza los derechos de los ciudadanos y exige que las leyes no sean caprichosas y positivas sólo, sino acordes con los principios constitucionales. Y que las normas obliguen al mismo Estado y garanticen los derechos del ciudadano frente a aquél.

Es un Estado que reconoce, no otorga, a la vida cultural, un status prioritario en el desarrollo del país, garantiza la libertad cultural y de creación y resalta la importancia de las actividades culturales que vienen y surgen de la sociedad. Y entendiendo la cultura, no como un lujo o una consecuencia del ocio, sino como una actividad necesaria para la existencia de una sociedad armoniosa, pacífica y de progreso. Este último aspecto no es el menos importante, si tenemos en cuenta que los conocimientos, la educación y la capacidad de los ciudadanos es, sin duda, en el mundo moderno y futuro, la máxima fuente de riqueza, como lo demuestra que los países con renta per cápita más alta, no son los que tienen más riquezas naturales, sino las poblaciones más cultas y con mayor capacidad creadora.

Al Estado, lo que le corresponde es garantizar la educación al alcance de todos (pública o privada), la conservación del Patrimonio creado por las generaciones, y facilitar el acceso a la cultura de todos, defender el idioma en sus relaciones internacionales y en conjunción con las Instituciones, y fomentar la creación con un trato favorable para los trabajadores culturales y los productos culturales, pero ni proteger a unos sobre otros ni crear cultura. A lo sumo, mantener las infraestructuras necesarias, bibliotecas, escuelas, colegios, universidades, dando el mismo trato a las de creación pública que privada e, incluso, prefiriendo éstas por el principio de subsidiariedad.

Este Estado de Cultura del que hablamos, no supone ni un aumento de la burocracia administrativa ni una variante del Estado-providencia aplicado a la cultura. Exige una mayor libertad en campos hoy limitados en algunos países como el nuestro, por el intervencionismo estatal, como la educación, la comunicación o la televisión. No se puede dudar de la importancia que esos tres sectores tienen hoy para la creación o la propagación de la cultura y por ello precisamente, no pueden estar en manos del Estado, sino de la sociedad, desempeñando a lo sumo el Estado una función subsidiaria. Lo cual no significa negar participación en la vida cultural al Estado, ni la posibilidad de que un Ministerio de Cultura pueda desempeñar una función útil no sólo en la labor de conservación y defensa del Patrimonio Cultural del país, que es su función más específica, sino también en el fomento, la promoción y el estímulo en el campo de los bienes y actividades culturales, siempre desde el respeto a la libertad creadora.

El riesgo de que aprovechando la idea de un Estado de Cultura se pueda crear una máquina burocrática que haga listas de intelectuales o escritores por afinidad al gobierno, de que se organicen fiestas culturales o campañas de espectáculos desde los poderes públicos, sectarios en la selección de los artistas, o con intenciones de propaganda política, para atraer al pueblo con un procedimiento que recuerda al circo romano, no debe ser bastante para renunciar a la idea de que el Estado, o los poderes públicos, pueden tener, sobre todo en períodos de lanzamiento, un papel eficaz y respetuoso de fomento y protección de las actividades culturales. Por ejemplo, mientras exista televisión pública, lo lógico sería utilizarla para dar a conocer y valorar el Patrimonio Cultural del país, y enseñar a respetarlo y conservarlo, en vez de intentar competir en actividades puramente mercantiles con las televisiones privadas; o para llevar hasta las masas menos cultas y más apartadas, el gusto y el interés por las obras de arte, exhibiéndolas y comentándolas profesores o artistas con prestigio público. Todo esto repercutiría en una educación del gusto, de los sentidos, y en un acercamiento e interés mayor por las creaciones del espíritu y los bienes culturales.

Un Estado de Cultura es aquel que privilegia y da prioridad a la educación, al estudio, a la ciencia, a las artes y las letras, a la lectura y la reflexión, en una palabra, es aquel que alienta la existencia de una sociedad en la que los valores del espíritu, el conocimiento y el desarrollo de la capacidad de sus ciudadanos, son objetivos principales porque contribuyen, no solo a la riqueza y al bienestar del país, sino a la realización de los objetivos básicos de libertad, justicia, pluralismo y tolerancia y convivencia pacífica, que son los ideales de una sociedad realmente humana.

PROFESOR DE LIDERAZGO DE INSEAD. DOCTOR EN SOCIOLOGÍA. UNIVERSIDAD DE HARVARD