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Zena Hitz. Doctora en Filología por la Universidad de Princeton. Profesora de Ciencia y Literatura en el St. John’s College de Annapolis (Estados Unidos), es fundadora y directora del Catherine Project, un programa en línea de aprendizaje a través de grandes libros.


Avance

José María Torralba y Emma Cohen de Lara entrevistaron a Zena Hitz en su paso por el Centro Humanismo Cívico del Instituto Cultura y Sociedad de la Universidad de Navarra. Algunas de las ideas principales que salieron de aquella charla fueron la importancia que ha de tener el desarrollo interior y su preponderancia sobre la cualificación profesional; la necesidad de salir del mero ámbito de la competición social y dedicar esfuerzos, ¡lecturas!, a algo «cooperativo y dirigido al aprendizaje»; la conveniencia de que un entorno de estudio sea diferente a los habituales porque «eso nos indica que allí está ocurriendo algo especial…».

Y no faltaron reflexiones en torno a lo que es un buen docente —una especie de alumno aventajado que participa en la conversación, se expone y supone un modelo a imitar— y una buena universidad; un medio para otros bienes, para contribuir al bien común.


Artículo

Zena Hitz abandonó su prometedora carrera académica en las universidades de élite de Estados Unidos para enseñar en St. John’s College, una singular institución universitaria en la que durante los cuatro años del grado los estudiantes se dedican fundamentalmente a leer y comentar en grupos de seminario las grandes obras de la literatura, el pensamiento y la ciencia. En 2020 publicó Lost in Tought. The Hidden Pleasures of Intellectual Life (Pensativos. Los placeres ocultos de la vida intelectual). Traducido ya a más de una decena de idiomas, y recientemente publicado por Ediciones Encuentro, se ha convertido en un best-seller que reivindica la necesidad de cultivar el saber para llevar una vida plena. Lejos de las habituales apologías sobre la importancia de las humanidades, muestra que la vida intelectual no es algo reservado a unos pocos, sino accesible a cualquiera. Esta entrevista se realizó durante su visita al Centro Humanismo Cívico del Instituto Cultura y Sociedad de la Universidad de Navarra. Por Emma Cohen de Lara y José María Torralba.

Cuando se habla del valor de una educación humanista o liberal, se suele decir que desarrolla habilidades de pensamiento crítico, útiles para la vida profesional. Sin embargo, usted considera que el valor intrínseco de este tipo de educación es incompatible con ese tipo de argumentos. ¿Realmente no se pueden compatibilizar ambas ideas, la de la utilidad y la del valor intrínseco de la educación liberal?
Creo que, en cierto modo, son compatibles, porque es verdad que las virtudes intelectuales te ayudan en tu trabajo y en tu carrera laboral: a encontrar una vocación profesional, pero también a desarrollarla y a darle la forma adecuada que se adapte a las necesidades de las personas o instituciones concretas para las que trabajas. Ayuda a que la gente tenga nuevas concepciones sobre lo que puede ser el trabajo y eso me parece muy importante. Que uno no se limite a formarse para cualquier trabajo que se le ofrezca, sino que piense y participe en la reflexión sobre qué tipo de tareas deberían considerarse como un trabajo.

Sin embargo, sólo se puede tener un fin último a la vez. Por lo tanto, tiene que haber algo que pongas en primer lugar. Y no debería ser la cualificación profesional, sino el desarrollo interior. Como consecuencia de él, conseguirás también las otras cosas que he mencionado, pero si las pones en primer lugar, las pierdes.

Para usted el amor por el dinero y el de deseo de alcanzar un estatus social entran en contradicción con la búsqueda de la sabiduría. Hace un siglo, Robert M. Hutchins —rector de la Universidad de Chicago— decía algo similar, que el problema de la educación superior era la codicia. ¿Por qué es esto así?
No puedo explicar por qué la codicia resulta tan dominante en la naturaleza humana. Sólo puedo decir, por haber leído grandes libros, que siempre ha sido así. Sin embargo, considero que hay aquí dos dificultades diferentes. Una es la codicia de las instituciones. Tenemos algunas universidades con presupuestos enormes y prácticamente no pueden evitar pensar más en el rendimiento de sus inversiones que en su misión propia, que es la educación de los jóvenes.

Pero me parece que también es cierto que, incluso en una estructura que se rija básicamente por la codicia, se pueden crear espacios donde los estudiantes se vean liberados de su propia lucha interna con la codicia. Por supuesto, una institución que funcione bien es de ayuda, pero no resulta imprescindible. La tarea consiste en crear un ámbito en el que los estudiantes —y también los profesores— dejen a un lado su ambición por el estatus y ser mejores que los demás. Que salgan del ámbito de la competición social y dediquen sus esfuerzos a algo que es interior, cooperativo y dirigido al aprendizaje; a algo que está —por alguna razón que no comprendo— en profunda tensión con esas otras tendencias humanas.

Teniendo en cuenta su trayectoria académica, ¿diría que la educación liberal es incompatible con la «cultura de la especialización» dominante en las universidades?
No. Me encanta la investigación y la especialización. Me parece maravillosa. Lo que pasa es que se ha producido un desequilibrio con respecto a la enseñanza, al menos en las instituciones que conozco. Necesitamos reequilibrar un poco la balanza. A veces, la gente se sorprende cuando me oye decir: «Hacer el doctorado fue muy bueno para mí». Me ayudó mucho, y no sólo para aprender lo que está mal en el mundo, sino también para conocer, en profundidad, cómo es una parcela del saber. Y a descubrir hasta dónde se puede llegar con una determinada línea de pensamiento. Se trata de explorar todo tipo de posibilidades, todo tipo de recursos que quizá no sabías que tenías, y de llegar a niveles de comprensión a los que no habrías llegado de otra manera.

¿La noción de vida interior de la que trata en sus escritos está relacionada con su insistencia en el carácter «ascético» del aprendizaje (tanto para alumnos como para profesores): enfrentarse a la realidad, aunque no te guste lo que descubres?
En realidad podría haber relacionado el ascetismo más con el retraimiento que con la vida interior. Llevas tu educación contigo vayas donde vayas y te suceda lo que te suceda en la vida. Por tanto, tu educación es algo que te cambia permanentemente por dentro. La vida interior está relacionada con el ascetismo porque no queremos mirar mucho dentro de nosotros. Esa famosa cita de Pascal, «Lo más difícil es quedarse quieto en tu habitación», resulta particularmente cierta para nosotros. Queremos distraernos con lo exterior, pero sólo somos realmente felices y florecemos cuando vivimos desde nuestro interior.

Lo decisivo es conseguir que lo que ocurre en una escuela o universidad sea diferente de lo que sucede en cualquier otro lugar, y tener la sensación de que estás en un tipo de espacio diferente. Casi como si fuera un espacio sagrado, donde hay cosas que no haces que sí podrías hacer en otro lugar. Por ejemplo, no usas el teléfono o el portátil, o adoptas una actitud más formal. Una institución educativa puede crear un entorno distinto y eso nos indica que allí está ocurriendo algo especial. Me parece que eso es una especie de ascetismo, porque implica sacrificar cosas que son fáciles y cómodas.

Hablemos de la docencia de Seminarios de Grandes Libros. ¿Qué función corresponde al profesor: la de ser un mero moderador de la conversación, la de un participante más junto con los alumnos o la del experto en el tema?
La idea tradicional en St. John’s College es que el tutor es el alumno más avanzado del aula. Así pues, es un alumno, pero aventajado, lee mejor, sabe conectar los temas y cuando surge un conflicto tiene la responsabilidad de moderar o hacer valer la disciplina, si es necesario. Pero esto es, en realidad, secundario. Me parece que lo más importante es que participe en la conversación.

Enseñar, tal y como yo lo entiendo, consiste esencialmente en modelar. Tienes que ser un modelo de aquello que enseñas. Ayudas a la gente a leer y a pensar a través de sus preguntas haciéndolo tú mismo. Y si no lo haces tú mismo, los estudiantes no tienen nada que imitar.

Hay algo artificial, en el mal sentido, tanto en la función del experto como en la del moderador. Es como si creyeras que eres un tipo de ser diferente al del alumno. Considero muy importante que el profesor dirija la conversación, pero que lo haga participando y exponiendo sus propias ideas. También resulta muy útil como recurso pedagógico para conseguir que fluya la conversación, porque lo más difícil para los jóvenes que tengo en mis clases, los de esta generación, es que pierdan el miedo a equivocarse.

¿Existe alguna relación entre el cultivo de la vida intelectual y el desarrollo del propio carácter?
Sí. Para desarrollar la vida intelectual es necesario haber cultivado algunos rasgos del carácter. Por ejemplo, leer un gran libro con otros, en conversación, requiere valentía intelectual, generosidad intelectual, humildad intelectual, y todo esto son cuestiones de carácter. Me parece que cualquier proyecto en común con otros seres humanos, alrededor de algún bien, va a ayudar a forjar tu carácter, porque tienes que sacrificar tus comodidades inmediatas en aras de otra cosa, más valiosa. Parte de la vida moral consiste en imaginar y reflexionar sobre otras posibilidades, y la vida intelectual puede ayudarte a hacerlo. No hay ninguna garantía de que se logre. Pero sin duda hay una relación.

 Usted es conocida por sostener que la vida intelectual y las humanidades deben mantenerse al margen de la política. Sin embargo, también considera que a las humanidades les corresponde una función clave en la creación de un «terreno común» en la sociedad. Ese terreno debería evitar que la comprensible división política se convierta en algo tóxico. Su razonamiento parece ser algo así como «¿Qué sentido tendría enfrentarnos si no pretendiéramos construir una vida en común precisamente con aquellos con los que no estamos de acuerdo?». ¿A qué se refiere exactamente?
Creo que no es algo exclusivo de la vida intelectual, sino propio de cualquier proyecto compartido. Por ejemplo, imagina que tú y yo formamos parte de un equipo de trabajo que está construyendo una casa. Aunque tengamos toda clase de diferencias sobre cómo proceder, si tenemos un propósito común, que es construir la casa, podemos mostrarnos respeto mutuo, basado en el trabajo que estamos haciendo, que es independiente de nuestras diferencias. Me parece que, con frecuencia, nos encontramos ante este tipo de situaciones en la vida ordinaria, allí donde aparece algún tipo de terreno común, de solidaridad o de objetivos compartidos con personas hacia las que de otra manera podrías ser bastante hostil.

El caso de la vida intelectual es similar. Cuando me siento con mis estudiantes alrededor de la mesa, a veces con un colega —que puede ser una persona difícil—, y tenemos el proyecto compartido de llegar a comprender este libro que estamos leyendo, todo lo demás debe quedar al margen. Tienes que olvidarte de los problemas personales con determinadas personas, al igual que cuando estás construyendo una casa y hay alguien que, por ejemplo, sabe cómo usar el taladro que necesitas. De la misma manera, esa persona que te parece aborrecible por sus opiniones, puede ver algo en el libro que te ayuda en tu propio proceso de aprendizaje. La vida intelectual comparte con cualquier otro bien humano que, cuando la tratamos de alcanzar juntos, nos proporciona un terreno común. Y nos recuerda que, en cierto modo, estamos juntos en eso, formamos una comunidad. Tenemos cosas en común, aunque haya cuestiones en las que diferimos.

Es común que las universidades animen a los estudiantes a prepararse para «cambiar las cosas» en la sociedad (to make a change). Sin embargo, usted no considera que esa sea la contribución social más relevante que las instituciones educativas pueden hacer, porque se trata de un planteamiento ligado a la acción y  los resultados. ¿Sería, entonces, el cultivo la vida intelectual su aportación más valiosa?
En el libro utilizo bastante retórica, lo que puede resultar un poco engañoso. El problema, de nuevo, es que las universidades funcionen políticamente del mismo modo que lo hace todo lo demás en la sociedad. Utilizar el ámbito universitario del mismo modo que se utilizaría cualquier espacio público para promover proyectos ideológicos o transformar a los ciudadanos me parece inapropiado.

De todos modos, las universidades ofrecen un servicio público y tienen que contribuir al bien común. Desde la antigüedad, el fin de la política consiste en promover los bienes de la vida humana, y la vida intelectual es uno de ellos. Además es un medio para otros bienes: por ejemplo, para hacer posible ciertos tipos de libertad que contribuyen a la buena salud de las comunidades políticas. Permite desarrollar formas de imaginación y razonamiento que pueden ayudar a la gente a juzgar mejor cómo organizar sus comunidades. En este sentido, creo sinceramente que las universidades deberían tener una finalidad muy clara de servicio público.

 

Emma Cohen de Lara. Senior Lecturer en el Amsterdam University College, donde tiene más de diez años de experiencia en la enseñanza y la tutoría de las artes liberales. Es Investigadora en el Centro Humanismo Cívico del Instituto Cultural y Sociedad (Universidad de Navarra).

José María Torralba. Catedrático de Filosofía Moral y Política y Profesor del Programa de Grandes Libros de la Universidad de Navarra. Director del Centro Humanismo Cívico del Instituto Cultura y Sociedad (Universidad de Navarra).