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Pocas obras tienen el efecto sobre los espectadores que produce esta ópera del compositor austríaco Alban Berg (1885-1935). Un cierto halo de desasosiego recorre la platea del teatro donde se representa. Eso fue lo que ocurrió en el Teatro Real, en una de las funciones programadas a comienzos de este año. Sólo murmullos y un tímido e indeciso aplauso, que ganó algo de consistencia cuando los artistas salieron al escenario a saludar. Con luces y sombras, como casi todas, había sido una buena noche de ópera, sin duda. Pero quizá no en el sentido que la mayoría entiende por una buena noche de ópera.

Wozzeck no es una ópera fácil. Resulta incomprensible para los devotos de «la cultura del agudo», que dice el crítico Juan Ángel Vela del Campo. No es una obra que provoque el aplauso fácil y entusiasta al final de una de sus representaciones. Es raro terminar de verla y no sentir desasosiego, angustia y una infinita lástima por lo que se ve y escucha. Cuando la compuso, Alban Berg fue muy consciente de lo que quería con esta obra y manifestó su deseo de que quien tuviera oportunidad de presenciarla no reparara en otra cosa «sino conmoverse del primer al último instante». Ochenta y dos años después de su estreno en la Staatsoper de Berlín, lo sigue consiguiendo generación tras generación. Nos encontramos, pues, ante un clásico; una de las óperas más importantes del siglo XX.

Programarla sigue siendo todo un desafío. La más moderna de las óperas de repertorio continúa fascinando a directores de escena y musicales, cantantes y melómanos. Afrontarla es como aproximarse al abismo del que habla el propio protagonista en uno de los momentos de la obra: «El hombre es un abismo y me da vértigo mirar dentro». Un abismo que admite múltiples interpretaciones. Wozzeck nos sugiere el abismo que entrañó su proceso de creación, con sus reflexiones acerca de la existencia humana, que siguen siendo sorprendentemente actuales; el abismo que supone ponerla en escena, dada su complejidad musical y teatral; y ese abismo al que se asoma un género centenario como la ópera en la era del gigabyte y YouTube. La casualidad quiso que pudiéramos contemplarla el pasado mes de enero en Madrid, coincidiendo con el inicio del año en que se celebra el cuadragésimo aniversario del género operístico.

I

Alban Berg quedaría prendado del argumento de Wozzeck cuando en 1914 asistió a unas representaciones en Viena, un año después de su estreno en Berlín y Munich. El drama original, Woyceck, fue escrito por Georg Büchner en 1836 sobre unos hechos reales ocurridos años antes en Leipzig. Eran veintitrés escenas que el autor no llegaría a verlas sobre las tablas de un escenario. Murió de tifus al año siguiente de escribirlo.La obra se convertiría, con el tiempo, en un hito para el teatro moderno y contemporáneo. El escritor Elias Canetti dijo de él que había sido «el más moderno de todos los escritores».

En esencia, la historia de Wozzeck es la de un soldado con problemas psiquiátricos, humillado en su trato por su capitán y utilizado en experimentos poco claros por un doctor. Vive con Marie y su hijo, débil y enfermizo. Los rumores y los comentarios sobre una infidelidad de Marie con el tambor mayor del regimiento le atormentan. En última instancia, resuelve vengarse de ella. Tras acuchillarla en el río, se deshace del arma asesina, pero se ahogará mientras intenta encontrarla para no dejar pruebas.

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Cuando Berg salió del teatro estaba convencido de que había dado con el tema al que debía intentar poner música para una ópera. Pero el estallido de la Primera Guerra Mundial retrasaría el comienzo de ese trabajo. Alban Berg fue llamado a filas. Pero las cosas no fueron bien y la guerra lo deterioró hasta que le destinaron al Ministerio de la Guerra austriaco. Esta experiencia sería decisiva en la concepción de la obra. Llegaría a decirle a su esposa Helene: «Hay algo de mí mismo en su personalidad, puesto que he estado consumiendo estos años de guerra como un subalterno de gente a la que odio; he estado encadenado, enfermo cautivo, resignado y, ante todo, humillado». Allí comenzó a escribir el libreto, que consistiría en una síntesis de la obra en quince escenas, divididas en tres actos.

Años más tarde, en medio de estrecheces económicas y con su obra proscrita, escribiría a su amigo Schulhoff: «Dos años y medio (1915 a 1918) de servicio cotidiano de ocho en punto de la mañana a seis o siete de la tarde, haciendo un pesado trabajo burocrático a las órdenes de un terrible superior (¡un borracho imbécil!). Todos estos años de sufrimiento como una humillación corporal, sin componer una sola nota, era algo tan horrible, que en estos momentos, en los que estoy realmente apurado, soy feliz en comparación con aquellos días en los que la vida era, cuando menos, materialmente insoportable».

Wozzeck nace a la sombra del expresionismo que reflejó la angustia vital de una sociedad que se enfrentaba a su descomposición social, histórica y cultural tras la Gran Guerra, como consecuencia de la caída de los grandes referentes: el imperio alemán y el austro-húngaro. Son los años de la crítica al «mundo de la seguridad», en palabras de Stefan Zweig. Un mundo protagonizado por la burguesía vienesa, que había conocido un extenso periodo de bienestar y seguridad material sin otras preocupaciones mayores. Como cuenta el mismo Zweig en El mundo de ayer (Acantilado, 2001): «¡Cómo vivían al margen de todas las crisis y los problemas que oprimen el corazón, pero a la vez lo ensanchan! Ovillados en la seguridad, las posesiones y las comodidades […] ¡cuán poco se imaginaban, desde su liberalismo y optimismo conmovedores, que cada nuevo día que amanece ante la ventana puede hacer trizas nuestra vida».

Alban Berg compuso la música de su ópera entre 1917 y 1922. Alma Mahler, a quien está dedicada la obra, frecuentaba la casa del compositor. Entonces se había casado ya, tras la muerte de Gustav Mahler, con el poeta Franz Werfel. Desde aquellos días, Alma advertía que aquella música adquiriría otra dimensión desde el foso: «Nos la tocaba a veces, pero aquella música no podía causar la menor impresión a través de su ejecución al piano».

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Cuando el director de orquesta Erich Kleiber preguntó quién era Alban Berg, un conocido le dijo: «Un loco que escribe música que nadie entiende. Hace meses que anda con una partitura debajo del brazo, fastidiando a todo el mundo». Pero él quería conocerle. «Cuando lo vi llegar, con su expresión ausente, con su mirada más allá de la realidad, me fue simpático. Traía su partitura. Era Wozzeck. Apenas miré las primeras páginas, la obra me interesó. Se la pedí prestada. Dos días después le anuncié mi firme decisión de estrenarla. Sabía que la batalla sería ardua, porque Wozzeck, por la novedad de su lenguaje musical, exigiría más de cien ensayos. Lo planteé a la alta superioridad y me salí con la mía. Tengo conciencia de haber revelado al mundo una verdadera obra maestra».

Tras el estreno en Berlín el 14 de diciembre de 1925, con dirección del propio Erich Kleiber, se representó en Praga. En la tercera representación, miembros del partido Kramar, «los checos de la cruz gamada», que decía Berg, montaron un escándalo que terminó con la suspensión de la función de aquel día. Aquel incidente marcaría el destino de la obra, que fue prohibida en Alemania desde 1933 a 1945 y sería catalogada, al igual que muchas otras, como «música degenerada» por el régimen nazi.

II

Wozzeck también es un abismo para quien decide programarla. El Teatro Real y el Gran Teatre del Liceu han asumido recientemente el reto de ponerla en escena, en una producción firmada en lo escénico por el controvertido director Calixto Bieito. En las funciones de Madrid, la dirección musical estuvo a cargo de Josep Pons, que bajaba al foso del Real para defender esta obra por primera vez. Fue un estreno feliz. El director titular de la Orquesta Nacional de España no defraudó en absoluto y defendió con solvencia y buen hacer un repertorio que, desde luego, no le es ajeno: la música contemporánea. Al frente de la orquesta y el coro del teatro, Pons nos ofreció un Wozzeck pleno de dramatismo, sin restar un ápice de tragedia a una partitura que se construye, sin embargo, sobre formas clásicas propias de las obras programáticas. Pleno de intensidad y color orquestal sonó el sobrecogedor interludio final, en unos pentagramas que recuerdan al último Mahler.

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Los cantantes alcanzaron un gran nivel. Sobresaliente Jochen Schmeckenbecher (Wozzeck) y no menos Angela Denoke (Marie), que derrocharon energía y esfuerzo tanto en lo vocal como en lo teatral. Johan Wozzeck en el Teatro Real Tilli (el doctor), Gerhard Siegel (el capitán) y Jon Villars (el tambor mayor), más teatralmente que vocalmente, conformaron el gran trío despiadado y sórdido que exige la obra y que empuja a Wozzeck a su trágico final.

Más irregular fue la esperada dirección escénica de Calixto Bieito, precedida, como suele ser habitual en sus producciones, por la polémica y el escándalo. Resulta incomprensible cómo un director de su talento puede echar por tierra concepciones escénicas con detalles superfluos y extravagantes plenas de sentido teatral y dramático. Con Wozzeck volvió a ocurrir, pero en mucha menor medida que en la precedente Don Giovanni, que se pudo ver en Londres y Barcelona.

Bieito encerró a los personajes, vestidos con mono de trabajo de color rojizo, en un escenario lleno de tubos, semejante al interior. La escenografía es un elemento esencial de Wozzeck de gran una fábrica, donde merodeaban en una penumbra asfixiante. El planteamiento, dentro de un cierto surrealismo, está lleno de detalles teatrales coherentes con la trama, que añaden y potencian su efecto dramático. Muchos de ellos vinieron por la vía de los contrastes. Está, por ejemplo, la escena con las linternas en el primer pasacalle, o la aparición del tambor mayor, vestido como si fuera James Brown, bajando de una estructura con el escenario lleno de luces de fiesta, en una escenificación de lo que simboliza este personaje: el reino de la apariencia y la artificiosidad, que consigue captar la atención de una Marie ahogada por el ambiente, pero que cuando las luces se apagan y el deseo se ha consumado, la devuelve a un desasosiego, si cabe, más hondo que el anterior.

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Sin embargo, interfiere y despista de la partitura y la acción de la obra cuestiones como la presentación del doctor. Ahí, el texto es más sutil que la dirección de escena. Mientras Büchner-Berg nos lo presenta como un médico endiosado, enamorado del propio conocimiento que, en su delirio de Prometeo, acaba por deshumanizar al propio beneficiario de sus investigaciones, Bieito opta por un hiperbólico doctor con rutinas de carnicero, al que le presta su corpulencia el bajo Johan Tilli. Nos lo presenta ejecutándo una suerte de autopsia a uno de los trabajadores de la fábrica que acaba de morir. Aparece el ketchup en escena y Bieito decide multiplicar el efecto con unos monitores debajo de la mesa que, esta vez sí, pasan en bucle una operación quirúrgica real. Y todo esto, ¿para qué? Para nada. Al final, acabamos por olvidar lo que dicen los personajes y desatender la música que viene del foso. Una barrera se levanta entre público y obra que acaba desvirtuando las intenciones iniciales del compositor. Me quedo con el doctor que nos presenta BüchnerBerg, ése que ve antes al enfermo que a la persona; ése que te dice con desgana que te quedan tres meses de vida mientras acaricia la llave del Cayenne. En teatro, la exageración desmedida, la hipérbole sin conexión con el texto, conduce al descreimiento y, por tanto, no consigue engañarnos en buena lid, que es la esencia de lo teatral.

III

Lo ocurrido con esta producción muestra lo que hoy es una seña de identidad de la representación operística moderna. El género se encuentra ante el abismo de conectar con nuevos públicos, pero sin perder identidad ni entidad en cuanto proyecto artístico. Los males de la comodidad de aquella burguesía vienesa que presenció sus primeras funciones han llegado hasta nosotros casi indelebles. Como decía Ortega, «el hombre se pierde en su propia riqueza, y su propia cultura, vegetando tropicalmente en torno a él, acaba por ahogarle».

Nos debatimos entre «la cultura del agudo» y la cada vez más frecuente puesta en escena desconectada de la esencial comunión con el compositor y el director musical. En esa tensión, óperas como Wozzeck corren el riesgo de malentenderse, de quedar arrinconadas en el repertorio de la historia, en beneficio de otras más conocidas o agradables al oído. Y lo cierto es que el tema y la estética de la ópera de Alban Berg resultan sorprendentemente contemporáneos y se desenvolverían con coherencia en los universos narrativos de películas como Fuego fatuo (Louis Malle, 1963) o Leaving Las Vegas (Mike Figgis, 1995).

La propuesta que hemos visto de Calixto Bieito en Madrid peca en parte de este problema. Tiene por un lado un público, en su mayoría, que busca entretenimiento, evasión, tras una dura jornada de trabajo, que tiene a una visión plana, sin matices, de lo que ve y escucha. Por otro, se encuentra ese deseo, un poco pasado de moda, de algunos directores de escena de épater le bourgeois que acaba por imposibilitar ese entendimiento que reclama toda obra de arte.

Precisamente, un cineasta como Víctor Erice ha puesto el dedo en la llaga sobre el papel de la cultura en la sociedad actual: «Se habla mucho de industria o producción cultural, de la creatividad como materia prima de la misma, de la cultura como incentivo turístico, de espectáculo y ocio; es decir, se promociona y fomenta una cultura desprovista de cualidades transformadoras, de capacidad revulsiva». Un género que atesora tantos niveles de lectura como artes se dan cita en ella, desde la música al teatro, las artes plásticas o la literatura, posee estas cualidades renovadoras. Al final, la ópera es el arte de la búsqueda de la perfección musical y vocal, de la expresión dramática plena, del sentido histórico de la trama que desarrolla. Una búsqueda que continúa generación tras generación. Como en Wozzeck.

Periodista y crítico musical