Las dos capitales del Plata, Montevideo y Buenos Aires, forman un sistema teatral de gran permeabilidad y permanentes intercambios, desde sus orígenes, pero hoy es particularmente llamativo el despliegue de creadores jóvenes que desde hace dos décadas han renovado el teatro con una dramaturgia escénica que incorpora un intenso trabajo grupal al que se integran actores, directores-autores, músicos, escenógrafos, iluminadores… que construyen en escena sus creaciones como prolongación de sus investigaciones. Ricardo Bartis, Mauricio Kartun, Daniel Veronese, Rafael Spregelburd, Javier Daulte, Alejandro Tantanián y más recientemente Lola Arias y Claudio Tolcachir, algunos de ellos salidos del grupo Caraja-ji de Buenos Aires en los años noventa, contaminaron a dramaturgos y directores uruguayos como Roberto Suárez, Mariana Percovich, Marianella Morena, Sergio Blanco, Gabriel Peveroni, Gabriel Calderón, entre otros. Estas nuevas generaciones de dramaturgos, que son al mismo tiempo directores de sus propias piezas, surgen de múltiples factores entre los cuales se destacan las profundas transformaciones de las sociedades contemporáneas y su interpretación crítica, particularmente en el Río de la Plata, desde el psicoanálisis y las ciencias sociales. En este contexto contemporáneo de cambios radicales de la condición subjetiva, asistimos a una verdadera mutación civilizadora, en medio de un despliegue de violencia, que atenta contra las formas de singularización e «individuación» y por lo tanto contra el sujeto crítico y la creación cultural. Por eso, muchas veces, estos autores en ambas márgenes del Plata toman como punto de partida para su creación colectiva el horizonte de referencia simbólico de Occidente visto desde la fractura contemporánea: la tragedia griega (Sófocles y Eurípides), la narrativa del siglo XIX y comienzos del XX (Ibsen, Tolstói, Chéjov), a partir de su valor crítico cuestionador y revulsivo, desdeñando las psicologías de los personajes y la trama de la acción, para concentrarse en los momentos que condensan estallidos que en forma fragmentaria ponen de manifiesto los nudos de problemáticas humanas. Creadores que trabajan en grupo con escuelas de teatro que convierten en espacios de representación (Veronese, Bartis, Tolcachir). Al mismo tiempo que se toman a sí mismos como tema, problematizan el estatuto del teatro, el trabajo del actor, la formación, la teatralidad y el arte mismo. En un mundo invadido por la repetición y la indiscriminación, el actor pasa a ser quien más puede encarnar lo verdadero de una búsqueda personal. Por ir al encuentro de un mundo literario y cultural anterior a la fractura, exploran la filiación de las naciones y sus mitos fundantes, las ideologías globalizadoras en sus aspectos contradictorios y en sus perfiles de poder, junto a sus efectos en el presente. Reubican, así, ese caudal cultural no solo como caricatura sino también rescatando sus núcleos de energía y su capacidad de convocarnos.
Resulta así que este teatro que Pellettieri llama «de la desintegración» da cuenta de la inestabilidad de las legalidades sociales, de la lucha por el poder, la multiplicación y manipulación de la información y las comunicaciones, la fragilidad de los vínculos humanos, las disfuncionalidades de las familias contemporáneas que anulan el concepto tradicional de familia (La omisión de la familia Coleman de Claudio Tolcachir), las dificultades de toda subjetivación, el sujeto atrapado entre el frenesí de los placeres individuales y la pesadilla de una sociedad dominada por múltiples formas de violencia. Una violencia física y simbólica, individual y colectiva, que amenaza la continuidad misma del sujeto y la permanencia de las redes de solidaridad social, imprescindibles para su superviviencia.
Ante esta cultura de lo efímero, lo polifacético y lo multicultural, que tiende a sustituir las experiencias vividas por excitaciones inmediatas, la sobreabundancia de estímulos impide toda forma de elaboración. Al mismo tiempo el nuevo «orden» mundial excluye del banquete hedonista a la mitad de la población del planeta, acosada por el hambre, la miseria, la emigración permanente y la catástrofe, en las fronteras de la pérdida de lo humano y la disolución social.
Esa violencia manifiesta o encubierta determina en buena medida las relaciones entre las naciones y entre los individuos, tanto en las vicisitudes de la historia como en la vida cotidiana; y los medios de comunicación «instauran verdaderos rituales de violencia» que podrían interpretarse como «una forma simbólica de conjurar estos miedos, de domesticar el desorden» (Gérard Imbert). Sin embargo, la exhibición y representación de diversas formas de la violencia por los medios de comunicación masiva, de maneras cada vez más sofisticadas en la transmisión de las imágenes, alimenta y explota la identificación con el mal, la fascinación por lo anómalo y lo monstruoso, por el accidente, el desorden y el caos. Y aunque puede resultar un modo de exorcizar la amenaza del daño y el crimen para desactivar su potencial destructivo, al mismo tiempo lo trivializa.
Como arte y ritual colectivo, el teatro contemporáneo es capaz de resignificar las condiciones de la experiencia individual y social, para revelar el nudo de lo pulsional, lo agresivo de lo humano que existe siempre y que aparece sin limitación en las situaciones extremas de desequilibrio social, de coacción o de exclusión, mientras los medios de comunicación masiva se vuelven instrumentos de dominación y manipulación.
La dramaturgia y concepción escénica rioplatense que emerge en los años noventa se detiene en los aspectos más primarios y arcaicos de la conducta cuyo núcleo es con frecuencia la exacerbación de las tensiones en las relaciones humanas inter e intrageneracional, el hiperrealismo, la violencia desafectivizada, en una estética de la fragmentación, el desequilibrio, la inestabilidad, la distorsión de las formas, la entronización de la fuerza, los ritmos sincopados, el oxímoron y el sinsentido o el horror sin espanto.
Algunos extremos de esta violencia ya aparecían en obras notables como Potestad de Eduardo Pavlovsky, o El campo de Griselda Gambaro, para llegar a los excesos de Juego de damas crueles de Alejandro Tantanián, las múltiples traiciones de Raspando la cruz de Rafael Spregelburd, el odio y el exterminio entre hermanos de Mujeres soñaron caballos de Daniel Veronese. Y en las obras de autores uruguayos el parricidio y la locura en Extraviada (1998) de Mariana Percovich, los cuerpos muertos, lacerados, golpeados y colgados de ganchos, en Calígula, crónica de una conspiración (1999) de Roberto Suárez, la violencia sexual en Don Juan o el lugar del beso (2005) de Marianella Morena, el terrorismo de Estado, las desapariciones de personas, la persecución y las torturas en obras como: En honor al mérito (2002) de Margarita Musto, Elena Quinteros, presente (2003) de Gabriela Irabarren y Marianella Morena y Resiliencia (2007) de Marianella Morena sobre texto de Carlos Liscano, entre otras, así como la violación y los crímenes familiares en Mi muñequita (La farsa) de Gabriel Calderón (2004).
Interesa subrayar la importancia de la práctica escénica misma como instancia de creación y construcción del espectáculo teatral, como uno de los rasgos distintivos de esta nueva generación de dramaturgos-directores que integran creadores como Mariana Percovich, Roberto Suárez, Marianella Morena, Gabriel Calderón, entre otros. En ese sentido, el propio Calderón señala en el prólogo de Mi muñequita que escribió primero un esqueleto de texto que luego fue armándose y enriqueciéndose en el montaje escénico, de modo que el texto final surge de los ensayos (2006, 7-10). Del mismo modo Marianella Morena señala en su Diario de dirección: «Escribo y dirijo desde la actuación» (2006, 10).
Además de esa insistencia en la práctica escénica misma, este teatro reinstala el problema y la condición ilusoria de toda verdad absoluta que el psicoanálisis ubica en la locura y la política en los fundamentalismos. La representación de lo irrepresentable es siempre fallida, pero algo de lo inaprehensible se revela en ese espacio intermedio de la representación escénica. El arte provoca siempre una ruptura en toda falsa certeza y el teatro, introduce, contra la inercia, la repetición y la pérdida de energía, el desequilibrio, la desorientación, el salto al vacío. Como todo verdadero acto de creación.