La OTAN ha cambiado en los últimos cinco años, se dice, ejercitando el sentido común. El «enemigo principal» de la organización ha desaparecido y en la búsqueda de nuevas misiones o labores se corre el peligro de inventarse adversarios para que la estruc tura sobreviva. Sucede algo parecido con las fuerzas armadas en Occidente: su existencia se justificaba en el pasado por la defensa de la soberanía contra la agresión externa, la desestabilización regional o las amenazas más o menos difusas derivadas de la geopolítica; ahora se pretende «reordenar» sus objetivos, convertirlas en un instrumento de concordia, cooperación y pacificación externa, revisando su propia es tructura, sus medios y sus conceptos estratégicos.
Corto plazo, ambiciosas tareas
Ni en un caso ni en otro se ha logrado aclarar muy bien y definiti vamente qué se pretende hacer en realidad, cuáles serán esas tareas renovadas y en qué consistirá ese «nuevo concepto estratégico» tan ambigüo como incomprensible para la gente de la calle.
Puede, en efecto, sorprender que el Secretario general de la OTAN sea alguien que en el pasado se opuso a la adhesión de España a la organización (muy moderadamente por cierto, si se compara con la mayoría de los dirigentes de su partido), pero… ¿no sorprende también que soldados españoles, bajo el casco ONU u OTAN, arreglen las cañerías en Móstar o trasladen enfermos y viejos en otros lugares de la ex-Yugoslavia? La verdadera pregunta que se hacen muchos ahora es si estas nuevas misiones constituyen un «remiendo» coyuntural para que la estructura sobreviva o si forman parte de un proyecto seriamente meditado y con vocación de futuro.
El despliegue de los «cascos verdes» de la OTAN en la ex-Yugoslavia será, sin duda, el campo de pruebas de esa nueva Alianza que, aseguran, está naciendo. En las actuales circunstancias la Alianza no puede permitirse un fracaso como el de la ONU en Somalia o en la propia Bosnia. El éxito de la organización atlántica desde 1949 a 1990 ha sido, sin duda espectacular. Pero no garantiza sus éxitos futuros. Tal vez la decisión de enviar 60.000 soldados a la ex-Yugoslavia fue tomada con excesiva alegría, eh una suerte de seguidismo del «amigo americano». El tiempo dirá si doce meses bastarán a las tropas de la Alianza para separar a los contendientes, establecer fronteras seguras y crear infraestructuras que faciliten la reconstrucción. El plazo es corto, las tareas encomendadas muy ambiciosas.
La misión en Bosnia es, también, el primer intento de coordinar con Rusia una operación de cierta envergadura. Se ha dicho y repetido en los últimos años que desde 1990 la Alianza no alteró sustancialmente su relación con Moscú. Hay una voluntad, al menos verbal, de establecer cierta asociación o coordinación estratégica con la ex-URSS. La firma por parte del recién dimitido ministro de Exteriores, Andrei Kozyrev, de un acuerdo consultivo con la Alianza en mayo de 1995 ha servido para bien poco, porque el contenido, alcance y mecanismo de este acuerdo resulta tan irrelevante como ambiguo.
El papel de Rusia
Por supuesto que la política vacilante de Yeltsin y algunos «signos» preocupantes como la guerra en Chechenia no resultan animadores con respecto a la voluntad rusa de participar en la estabilización de Europa y sus alrededores. El problema estriba en que la falta de un diálogo abierto, de proyectos concretos, de mecanismos de consulta adecuados pone en evidencia un hecho incontrovertible: Rusia tiene un papel importante que jugar en la seguridad europea e ignorarlo para nada sirve. Existe la impresión de que mientras la amenaza soviética era una realidad, las iniciativas de consulta y coordinación por parte de la organización atlántica con su adversario se multiplicaban, mientras que ahora, cuado la gran potencia ha desaparecido o se ha diluido temporalmente, Europa y América del Norte se desentienden de este coloso con pies de barro.
En su reciente Informe sobre Rusia1, la Trilateral, por boca de Robert D. Blackwill sugiere que la OTAN proponga a Moscú la creación de tres nuevos mecanismos ·de diálogo y consulta: encuentros semanales entre representantes rusos y el Consejo del Atlántico Norte, reuniones regulares con el Comité de Planes de Defensa y el Grupo de Planes Nucleares y encuentros a nivel ministerial. La Trilateral va más allá e incluso diseña la estructura y participantes en estas rondas con sultivas. Se trataría de crear una «troika rotativa» formada por Estados Unidos como miembro permanente, Gran Bretaña, Alemania y Francia como miembros alternantes y un tercer miembro, también rotativo, elegido por el resto de los países de la Alianza. El objetivo de estas consultas sería doble: por un lado permitiría al gobierno ruso conocer la evolución de las posturas de la OTAN respecto a temas relacionados con el armamento (convencional o nuclear) y con determinados aspec tos de la seguridad europea, al tiempo que permitiría a los países atlánticos conocer de antemano la postura rusa con respecto a ciertos temas que afecten directa o indirectamente a sus intereses. Nada de esto significa, añade Blackwill, que Rusia pueda tener un «droit de regard» sobre las decisiones de la OTAN pero sí serviría como reconocimiento de que Europa no puede llegar a ser estable sin el acuerdo y la participación directa de Rusia.
Este sistema de consultas, sea o no viable según el esquema anterior, se hace cada día más necesario máxime cuando la OTAN ha iniciado ya su proceso de ampliación con vistas al próximo siglo. Dicho proceso, al menos en la situación actual, plantea más incertidumbres e interrogantes que cualquier otro, pero en las actuales circunstancias resulta inevitable y hasta obligatorio. Hágase como se haga -y el método operativo de la ampliación resulta más que dudoso en los documentos recientes de la Alianza- y en una fecha todavía sin precisar, la ampliación debe ser compatible con los intereses globales de la Alianza pero también con los particulares de los países candidatos y, en la medida de lo posible, con las necesidades de seguridad de Rusia.
Ampliación: un ejercicio de estilo
Hasta el momento la ampliación se ha planteado como un ejercicio de estilo, y tanto el CCAN (Consejo de Cooperación del Atlántico Norte) como la APP (Asociación para la Paz) no han llegado a convertirse en la antesala de la extensión del sistema atlántico de seguridad hacia el Este. Lo que la OTAN no puede aceptar es el chantaje ruso de que cualquier cambio en la actual -e inestable- situación de seguridad en los antiguos países del bloque socialista podría conducir a Moscú hacia un régimen anti-occidental. Todo indica que no son las cuestiones de política exterior y de seguridad las que mueven a los rusos en sus opciones políticas sino más bien las relacionadas con su difícil vida cotidiana, marcada por el desorden y la corrupción.
Pero en los próximos meses sería necesario «ilustrar» a las opiniones públicas de los países atlánticos sobre ciertos detalles: cuándo se iniciarán las conversaciones con la primera tanda de los países aspirantes (Polonia, República Checa y Hungría), para cuándo la primera ampliación (¿antes o después del año 2000?), en qué condiciones, etc.
A partir de junio de este año, tras las decisivas elecciones presidenciales rusas, al menos una parte de estas preguntas deben hallar respuesta. Para nada sirve aplazar esta respuesta. El tiempo apremia y la credibilidad de la Alianza está en juego.
Con todo, el gran interrogante al que la OTAN deberá responder en este fin de siglo es si su actual estructura, tanto militar como política, debe permanecer como hasta ahora o se hace necesario un cambio en profundidad. Esto exigirá, previamente, una labor introspectiva seria, un diálogo sin tabúes entre las dos orillas de la organización y un acercamiento mucho más intenso a las opiniones públicas de los países miembros, un tanto ajenas al trajín atlántico, por no decir claramente desinteresadas.
Semejante desafío ¿puede ser enfrentado desde el desequilibrio euro-norteamericano actual y sin que previamente se despejen en Esta-dos Unidos las incógnitas que cualquier elección presidencial plantea para las relaciones con el viejo continente?
Ninguna de estas cuestiones puede ser respondida de forma instantánea, pero tampoco puede demorarse. La vieja OTAN no existe ya pero la nueva no ha nacido todavía y ahí estriba la dificultad de la situación actual. ¿Podrá el nuevo Secretario general -un «otanista nato», según algunos- promover un alumbramiento tan delicado?
NOTAS
1 • Robert D. Blackwill, Rodric Braithwaite y Akihiko Tanaka, El compromiso de Rusia. Informe de la Comisión Trilateral, Prólogo de Antonio Garrigues Walker, Instituto de Cuestiones Internacionales (Madrid, 1995).