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Nos encontramos ante el primer volumen de una trilogía sobre el beato Josemaría Escrivá. El autor se ha servido en esta ocasión de documentos, testimonios, cartas, y lo que le otorga un valor especial, de los Apuntes íntimos, un diario no publicado hasta ahora, a través del cual es posible conocer cuáles eran los verdaderos sentimientos del Fundador durante los distintos períodos de su vida.


El libro, que comprende los años de 1902 a 1936, lleva por subtítulo ¡Señor, que vea!, y se refiere a la preparación para la fundación del Opus Dei. Comprende la época de Barbastro: su nacimiento e infancia, la muerte de tres hermanas y la ruina económica de su padre, que obligó a la familia a trasladarse de ciudad. Recoge también este volumen la época de Logroño: el trabajo de su padre, don José, los estudios secundarios de Escrivá… En esa época el muchacho fue adquiriendo una madurez impropia de sus años.


En 1917, Escrivá acaba el bachillerato. Hacía planes para ser arquitecto, pero su padre, con sentido realista y pensando en la situación de la familia, le hizo considerar la posibilidad de estudiar Derecho. En cualquier caso, estaba lejos de pensar en la vocación sacerdotal.


Dios, sin embargo, sin manifestarse abiertamente, le demostraba su afecto con pequeños detalles. Una mañana de diciembre de 1917, vio en la calle las huellas que habían dejado en la nieve las pisadas desnudas de un fraile carmelita y, conmovido, se preguntó: «Si otros hacen tantos sacrificios por Dios y por el prójimo, ¿no voy a ser yo capaz de ofrecerle algo?». Así, sintió la llamda al sacerdocio, y decidió emprender una vida cristianamente más intensa. «Cuando apenas era yo adolescente —nos dirá-, arrojó el Señor en mi corazón una semilla encendida en amor». Josemaría Escrivá de Balaguer veía el sacerdocio como medio para identificarse con Cristo; el joven esperaba una iniciativa de Dios, que barruntaba pero que no conocía y, como el ciego del Evangelio, clamaba al Señor: Domine, ut videamh «Señor, ¡que vea!»; y, otras veces: Ut síth «¡Que sea!».


Cuando comunicó a su padre su decisión de hacerse sacerdote, éste, después de hacerle una serie de recomendaciones, rompió a llorar. «No me opondré —le dijo—, pero piénsalo bien. Te voy a presentar a una persona que te pueda orientar».


Informado sobre los trámites para ingresar en el Seminario, consiguió que le convalidaran las asignaturas cursadas en el Bachillerato. Le buscaron profesores para preparar los exámenes de Latín y Filosofía, importantes para acceder a los estudios teológicos. Estuvo durante dos años en el seminario de Logroño, y cursó el primer año de Teología.


Además, don José, su padre, le recomendó hacer simultáneamente la carrera de Derecho. Lo mejor para ello era ir a Zaragoza, donde vivían tres hermanos de su madre. El joven se incardinó en la Archidiócesis en 1919. Al entrar en el Seminario de San Carlos, fue nombrado Inspector. Ante la imagen del Pilar, que visitaba con frecuencia, repetía: Domina, ut sit! Don José murió en 1924, sin ver ordenado sacerdote a su hijo. La ordenación de presbítero tuvo lugar el 28 de marzo de 1925, y la primera misa rezada de Escrivá fue el lunes de la Semana de Pasión; la celebró en sufragio por su padre, en la capilla del Pilar. Fue una misa especialmente triste: su madre, que se había levantado enferma, no cesaba de llorar; y, de sus tres tíos sacerdotes, ninguno pudo participar en la misa.


Terminada la carrera de Derecho, se trasladó en 1927 a Madrid con el fin de hacer el doctorado, pues entonces sólo podía realizarse en esa ciudad. Josemaría Escrivá fue nombrado capellán del Patronato de Enfermos, y como tal atendió a multitud de enfermos. Posteriormente, fue nombrado también Rector de Santa Isabel.


Según el Derecho Canónico, todos los sacerdotes debían hacer periódicamente ejercicios espirituales. Aquel año tuvieron lugar en la casa de los Paúles, de la calle García Paredes. Comenzaron el 30 de septiembre y duraron hasta el 6 de octubre. Llevaba don Josemaría una serie de papeles y notas sueltas, donde había ido recogiendo las gracias extraordinarias dispensadas por el Señor durante los diez últimos años. Tenía solamente 26 años, pero parece que el Señor le preparaba desde su nacimiento. Al fin, su incesante clamor Domine, ut videam!, Domine, ut sit! iba a encontrar respuesta.


El 2 de octubre, después de celebrar misa, se encontraba don Josemaría en su habitación leyendo las indicadas notas. De pronto, entendió la respuesta del Señor a su constante petición. Las palabras que recogió en los Apuntes fueron éstas: «Recibí la iluminación sobre toda la Obra, mientras leía aquellos papeles. Conmovido, me arrodillé -estaba solo en mi cuarto, entre plática y plática-, di gracias al Señor, y recuerdo con emoción el tocar de las campanas de la parroquia de Nuestra Señora de los Ángeles».


Aquel día de 1928 vio la Obra en su conjunto. Captó el meollo divino de la institución que iba a fundar: la grandeza de la vocación cristiana de los fieles corrientes, la búsqueda de la santificación por medio del trabajo profesional. Don Josemaría tuvo siempre conciencia de que el protagonista de aquel suceso fundacional fue Dios. «Ese día -dice-, el Señor fundó su Obra, suscitó el Opus Dei».


Convencido de la importancia de aquel mensaje, emprendió una campaña de oración y mortificaciones; a todo el mundo pedía oraciones, incluso a quienes no conocía. Mientras, él se puso a buscar las primeras almas que habían de recibir el mensaje universal de la santidad.


El foco luminoso de 1928 se ampliará dos años después; y también por voluntad de Dios. El Fundador había escrito: «Nunca habrá mujeres —ni de broma- en el Opus Dei». No obstante, el 14 de febrero de 1930, mientras celebraba la misa, vio que también las mujeres podrían vivir idéntico espíritu al que viera en 1928. Al comunicar a su director espiritual la nueva inspiración, éste le dijo que era tan de Dios como todas los demás.


El Fundador hubiera deseado dejar sin nombrar la nueva fundación, de modo que sólo se luciera el Señor; que fuera para él toda la gloria. Pero comprendió que no era posible. Su director espiritual le preguntó un día: «¿Cómo va esa Obra de Dios?». Fue como una llamarada de luz y pensó: «¡Obra de Dios! Opus Dei: Opus, operadotrabajo de Dios. ¡Éste era el nombre que buscaba!».


Vázquez de Prada enumera en su libro a los primeros seguidores de la Obra. Era el Fundador quien evocaba la condición variadísima de sus primeros seguidores: «Había una representación de casi todo: universitarios, obreros, pequeños empresarios, artistas…». El biógrafo incluye también la relación de las primeras mujeres.


Un capítulo importante fue el de los cinco sacerdotes que se reunieron en 1932 en torno al Fundador. Como carecían de la fe y la audacia de éste, le dejaban solo en sus proyectos. El Beato quería, por ejemplo, montar una Academia-residencia -la que después sería la Academia DYA-, pero, ante la carencia de medios materiales, aquellos sacerdotes consideraban que era una locura. Uno de ellos le decía que era como «tirarse desde gran altura sin paracaídas, diciendo: Dios me salvará». En vista de esto, los amigos de Escrivá le aconsejaron seguir con sus planes sin contar con aquellos sacerdotes.


Entre las características de la Obra, el autor destaca la de la universalidad. Entendía don Josemaría que la Obra no venía a resolver un problema español: el de la Iglesia frente a la persecución religiosa, sino que sería una obra católica, universal. Así, escribía en una carta dirigida a sus fieles: «Quiere Jesús, Señor Nuestro, que lo proclamemos hoy en mil lenguas, para que todos sepan aplicárselo a sus propias vidas, en todos los rincones del mundo’. Y muy expresiva resulta la siguiente anécdota. El 21 de enero de 1931, se presentaron tres estudiantes para que les diera una clase de formación religiosa; ésta tuvo lugar en el asilo de Porta Caeli. Al acabar, hizo una exposición y les dio la bendición con el Santísimo, «y yo veía -escribe el Fundador al recordar aquel momento-trescientos, trecientos mil, treinta millones, tres mil millones…, blancos, negros, amarillos, de todos los colores.


A pesar de que con la victoria del Frente Popular se acentuó el sentido antirreligioso, don Josemaría siguió sin desmayo su labor apostólica. Así, escribía el 13 de febrero: «Veo la necesidad, la urgencia de abrir casas fuera de Madrid y fuera de España». Esa expansión estaba en el germen de la universalidad de la voluntad divina, que se interrumpió bruscamente, momentáneamente, en el mes de julio. En 1936, el ambiente de la calle era de agitación y violencia. Pero don Josemaría anotaba en sus Apuntes las metas apostólicas: «¿Madrid? ¿Valencia- París? …¡El mundo!».


El Fundador, muy amigo de la libertad en todo lo opinable, era un sacerdote que sólo hablaba de Dios. Por eso escribía: «No se permita a los chicos que discutan sobre asuntos políticos en nuestra casa». De hecho, a la residencia acudían estudiantes de todas las tendencias.


En una carta a Isidoro -uno de los primeros miembros de la Obra- le decía:  «No te dé frío ni calor el cambio político: que sólo te importe que no ofendan a Dios. Desagravia». Cualquiera que fuera su idea personal, elevaba la visión, para que no se redujera a lamentaciones humanas.


En las entrevistas con el Vicario General, don Josemaría le informaba de las tareas de formación cristiana que desarrollaba, a la vez que las noticias sobre éstas se extendían entre los estudiantes y eclesiásticos de Madrid. Un día, al acercarse a la ventanilla del obispado, oyó cómo un miembro de la curia le decía a otro: «Éste es el que tiene una secta apostólica». Con mucha calma, se dirigió a él para decirle que ni secta, ni apostólica, puesto que todo lo hacía con conocimiento del Vicario. Al obispado habían llegado diversas acusaciones contra él: que era un «chiflado», un «masón», un «hereje»…


En otra ocasión, alguien dijo al propietario de la Residencia: «¿Cómo tienen ustedes alquilado sus pisos a DYA, que es cosa de masones?». «¡Hombre -le respondió el propietario-, no sabía que los masones rezaran todos los días el Rosario tan devotamente!» (Y es que desde su piso oía a los residentes rezar juntos el Rosario).


Por el contrario, los obispos de Pamplona y Cuenca, y el auxiliar de Valencia, al conocer el apostolado de don Josemaría, no podían menos de alegrarse y bendecirlo.


Aunque los Apuntes miraban sólo a la Obra y al alma del Fundador, están empapados de referencias históricas. Los principales acontecimientos públicos se reflejan en ellos: la proclamación de la República, la sublevación de Sanjurjo, el Frente Popular… En especial, del período de la segunda República ofrece muchas experiencias ilustrativas del sectarismo del nuevo régimen.


¿Qué se puede deducir de este libro? La grandeza espiritual – y humana— del Fundador del Opus Dei, que explica el hecho de que la Iglesia, el 17 de mayo de 1992, le declarara Beato. Eso aunque él dijera de sí mismo que era «un instrumento inepto y sordo» y «un pecador que ama a Jesucristo».