¿MUCHOS LIBROS?: ESTOICOS FRENTE A ILUSTRADOS
Hay «¿demasiados libros?», como ya señalaba el título de un imprescindible ensayo —nada apocalíptico, sin embargo— del mexicano Gabriel Zaid, publicado en 1972 (lo cito por la última edición revisada: Los demasiados libros, Mondadori, Barcelona, 2010). Por supuesto, al hacer esa pregunta, tan aviesamente performativa, pensamos (como Zaid) tanto en el excesivo número de autores y editores empeñados en darnos a conocer sus invenciones y opiniones como, de añadidura, en los dispendios de papel y espacio físico a que obliga esa universal manía. Como concluye el autor, «la conversación continúa, entre los excesos de la grafomanía y los excesos del comercialismo, entre el caos de la diversidad y la concentración del mercado».
A muchos, la pregunta con que hemos comenzado parecerá muy reciente y recordará que la han respondido, de modo expeditivo, no solo los lectores que se han pasado a leer (o a husmear) en Internet sino los bibliotecarios y expertos que han propuesto (y llevado a cabo) un verdadero holocausto del papel impreso en beneficio de la microfilmación y ahora de la digitalización, casi a la vez que los perspicaces libreros anticuarios han dejado de adquirir bibliotecas de particulares que ya nadie quiere comprarles. Todo un plebiscito contra los «demasiados libros». Pero el recelo por su abundancia es muy antiguo. En rigor, han convivido desde siempre dos tradiciones culturales divergentes respecto a la escritura y la posesión del libro. La convicción estoica ama la meditación propia de la experiencia, que siempre se satisface con muy pocos libros; lo señalaba Séneca en la segunda Carta a Lucilio, al recomendar: «Mantente alejado de la plétora de libros: si no puedes leer todo lo que puedas poseer, suficiente te sea poseer lo que puedas leer. A veces —dices— quiero hojear tal libro, a veces tal otro. Empalagarse con muchas cosas es lo propio de los estómagos hastiados. Lo mucho y lo muy diverso, no nutre: contamina». Parecidas razones esgrimió Francesco Petrarca en los diálogos que tituló De remediis utriusque fortunae, donde el Gozo y la Razón argumentan acerca de la vanidad «Del que tiene muchos libros».
Pero creo que la otra tradición —la de la multiplicidad inagotable de libros— ganó la batalla a partir de la Ilustración, que en rigor fue una pugna a favor de la libertad de opinar y de imprimirlo, y del siglo XIX, que hizo de la escritura y de la posesión del libro una parte de la intimidad del ser humano. Antes, tuvo a su favor a Cervantes que confesó que lo leía todo («como soy aficionado a leer aunque sean los papeles rotos de las calles», Quijote, I, IX) y después a Jorge Luis Borges, el hombre que agotó las posibilidades de entender la biblioteca como metáfora de la vida verdadera: escribió que se sentía más orgulloso de los libros que había leído que de los que había escrito, y consignó, al tomar posesión de la dirección de la Biblioteca Municipal de Buenos Aires, siendo ya ciego, su currículo de lector: «Yo, que me figuraba el Paraíso / bajo la especie de una biblioteca» («Poema de los dones», El hacedor).
ELOGIO DEL LIBRO IMPRESO
A fuer de estoico, Francisco de Quevedo tuvo prevenciones sobre los muchos libros: en el soneto «Indígnase mucho de ver propagarse un linaje de estudiosos hipócritas y vanos ignorantes compradores de libros», opinaba que «No es erudito, que es sepulturero, / quien solo entierra cuerpos noche y día; / bien se puede llamar libropesía / sed insaciable de pulmón librero», aludiendo a la inflamación del cuerpo por la hidropesía. Pero en otro soneto no menos estoico, había definido los libros como «músicos callados contrapuntos / que al sueño de la vida hablan despiertos», y pocas metáforas han sido tan certeras al describir lo que el libro tiene de íntima posesión y lo que su lectura tiene de sustitución de la vida. La experiencia de la lectura, que es intensa y absorbente, se asocia mucho mejor al territorio cerrado del libro impreso que la promiscuidad y la multiplicidad dispersivas del merodeo electrónico. Nadie ha dicho todavía nada tan hermoso como lo que Quevedo dice del libro con respecto al tacto de las teclas que convocan las letras en nuestro ordenador o a los ruiditos —presuntamente simpáticos— que acompañan sus funciones. Quizá todo se andará.
En un artículo del eminente bibliógrafo Robert Darnton, «El libro electrónico y el libro tradicional» (que el lector puede encontrar en su reciente volumen misceláneo Las razones del libro. Futuro, presente y pasado, Trama, Madrid, 2010), se repasan las ventajas técnicas del primero sobre el mejor de los e-books o el más ligero de los tablets. El libro impreso hizo de la literatura un hábito y contribuyó, quizá como ninguna otra cosa, a la constitución de la cultura como derecho individual y colectivo. La historia de la literatura es, en buena parte, la historia de los libros que la han acogido. Han sido los resistentes mecanismos que unen a los escritores entre sí (incluyendo a los críticos de oficio), a los escritores y a sus lectores y, en no menor grado, a unos lectores y a otros. Y todos han sabido que, tras ellos, se habían afanado otros actores que han contribuido al milagro: empresarios y tipógrafos; comerciantes, libreros y buhoneros; ilustradores, traductores y bibliotecarios… Es una crónica de complicidades engarzadas y también, a veces, de enemistades perdurables: la pira y el censor también forman parte de la historia de los libros.
El libro es la única conquista técnica de la humanidad que tiene relación con todas las demás hazañas de la inteligencia o la inventiva. Por eso, cuando en estos tiempos de sospechas de catástrofe, se me pidió hablar de algo que me pareciera imprescindible de las letras españolas del siglo XX, no vacilé en hacerlo de la materialidad de los libros que nos las han dado a conocer. Las páginas que siguen recordarán algunas deudas (no todas) que el lector español del siglo pasado contrajo con la industria editorial española. Evocarán lo que nos dice una cubierta anodina o atractiva, la significación que tuvo el designio editorial de una colección y, a fin de cuentas, recordaremos lo que debe a la historia editorial la configuración y variaciones de un canon. En los últimos treinta años, la historia de la edición y la tipografía en España han dado pasos de gigante y lo he contado en un trabajo al que remito al lector interesado («Hacia una nueva historia literaria. Entre libros y lectores», L’histoire culturelle en France et en Espagne, études réunies et présentées par Benoit Pellistrandi et Jean François Sirinelli, Casa de Velázquez, Madrid, 2008, pp. 59-76, que en la fecha de su redacción no pudo incluir el divertido e inteligente panorama de Andrés Trapiello, Imprenta moderna: tipografía y literatura en España, 1874-2005, Campgràfic, Valencia, 2006). En modesto homenaje a esta nueva bibliografía y en un brindis por los muchos libros de papel, me limitaré a comentar cinco momentos estelares (permítame el plagio Stefan Zweig) de una fecunda historia.
LA INVENCIÓN EDITORIAL DEL AUTOR: EN TORNO A 1910
La ascética cubierta de Biblioteca Renacimiento que se ha reproducido (fig. 1) no hace mucho favor a una tarea editorial en la que fueron importantes las cubiertas copiosamente ilustradas y, sobre todo, la presencia del logotipo empresarial, unas y otro dibujadas por Fernando Marco: los dibujos de aquellas amalgaban la melancólica evocación modernista y la moderna nitidez de la línea; el emblema de la editorial representaba a una dama lectora del siglo XVI, sentada en un sillón frailuno. No debe olvidarse que, en fechas poco posteriores, el editor Rafael Caro Raggio hizo que su cuñado Ricardo Baroja recogiera en el logotipo de su casa la figura de Erasmo, según el famoso retrato de Holbein, porque hablar de imprenta era, sin duda, recordar sus más ilustres orígenes. Pero quizá tampoco debemos olvidar que, hacia 1910, la moda elegante había generalizado los muebles oscuros y pesados de lo que se llamó estilo «Renacimiento español», con todo lujo de bargueños, mesas de patas salomónicas y elementos de forja, con el añadido de alguna cerámica vidriada y algún espejo en copioso marco dorado: los vendía en Madrid el anticuario Lissarrague y, algún tiempo después, la siempre activa esposa de Juan Ramón Jiménez, Zenobia Camprubí, abrió su tienda de antigüedades en los aledaños del Congreso de los Diputados.
La Biblioteca Renacimiento tomó su nombre de una revista de 1907 —la mejor del modernismo español— y la sacaron adelante, en 1910, el librero Victoriano Prieto, el administrador José Ruiz Castillo (que luego fue gerente de la revista España, en 1915, y fundador de la editorial Biblioteca Nueva en 1919) y, como director literario, el polivalente Gregorio Martínez Sierra, que había sido in-ventor y referente de la revista de 1907. Renacimiento duró poco porque en 1918 empezó la crisis de los cobros procedentes de América, donde el negocio se había expandido mucho, y desapareció como entidad independiente, aunque sobrevivió como preciado sello editorial en manos de otros. En 1915 había editado un catálogo inolvidable, que todavía es objeto de deseo por parte de los bibliófilos: no solo reproducía buena parte de las cubiertas de los libros sino que los editores encargaron caricaturas de sus autores al dibujante barcelonés Luis Bagaría, que firmó la más divertida y certera galería de los prestigios literarios del momento (en 1984, la desaparecida editorial El Crotalón inició su colección de «Antojos y Rebuscas» con una reproducción facsimilar de ese catálogo, Biblioteca Renacimiento, 1915, precedido de una nota de Víctor Infantes y un estudio mío).
Quizá aquel «culto del autor» fue el legado capital de Renacimiento. Extendió los primeros contratos estables y bien retribuidos que beneficiaron a amigos de Martínez Sierra como Juan Ramón Jiménez, los hermanos Machado, Miguel de Unamuno, Jacinto Benavente, Pío Baroja y Ricardo León (que fue el segundo director de la editorial)… Pero también se buscó la popularidad de otros autores, por más que no rimaran mucho con la exigencia estética de la dirección: los éxitos de Felipe Trigo y los primeros de Alberto Insúa estuvieron también ligados a nuestro sello editorial, para escándalo de algunos. Si algo supo Martínez Sierra fue que el futuro del negocio estaba a medias entre los escritores populares y los maîtres à penser. Y confirmaron el acierto de las primeras colecciones de novelas cortas de periodicidad semanal (El Cuento Semanal, de 1907, fue la primera; La Novela Corta, de 1915, la más duradera) que usaron la misma política de nombres y que también contribuyeron al «culto del autor» llevando a sus cubiertas sus caricaturas o sus fotografías.
Otra dimensión de ese culto fue precisamente la edición de las obras completas de un autor en varios volúmenes, y por eso se ha querido traer aquí el tomo XII, Política y toros, de las de Ramón Pérez de Ayala. Lo hicieron otros muchos autores entre 1910 y 1930: Azorín probó con Caro Raggio, Francisco Vilaespesa con Mundo Latino… El más original de todos, Ramón del Valle-Inclán, confió a varios editores (Perlado, Páez, la Sociedad General Española de Librería y nuestra Biblioteca Renacimiento) una serie que empezó en 1912 y que otorgó su primer número ordinal a su libro más difícil y complejo, La lámpara maravillosa, que fue su tardía proclamación estética. A esta fueron fieles aquellas Opera Omnia, cuyas cubiertas ocupaba la ornamentación plateresca que dibujó Moya del Pino. Para ellas se redactaron colofones en lengua latina e incluso el precio de los volúmenes se señaló en reales. Todo, por supuesto, remitía a la pose valleinclanesca, aristocratizante, refinada y arcaica, que formaba parte de su leyenda personal. Y es que el «culto del autor» empezaba por uno mismo; el de Valle-Inclán era quizá el más estrafalario y llamativo, pero su caso no era distinto de la estudiada impersonalidad de Azorín, de la vehemencia comunicativa de Unamuno o del capricho individualista y radical de Pío Baroja.
LA CONQUISTA DE LOS GRANDES PÚBLICOS: 1919-1936
Bibliográficamente considerado, ni siquiera es un libro el impreso que describimos ahora (fig. 2); nos recuerda, sin embargo, la intensidad y eficacia de la comunicación semanal con los lectores que establecieron las colecciones de quiosco, entre 1907 y hasta poco después de la guerra civil. Hemos hablado ya de El Cuento Semanal, que aclimató el género de la novela corta y abrió un largo ciclo de series periódicas. Pero, en nuestro caso, se trata de una colección exclusivamente dedicada a las obras de teatro que eran ya viejas beneficiarias de sistemas de venta parecidos. Al ser textos más breves, fueron siempre propicias a ediciones baratas que aprovecharan el eco de los estrenos y constituyeran una fuente de regalías, paralela a las representaciones: por eso, desde el lejano siglo XVII los empresarios solían ser a menudo editores. Y cuando los autores se rebelaron, a fines de siglo, contra esa tiranía, pasaron a autoeditarse a través de la Sociedad General de Autores, que habían constituido en régimen de cooperativa. Pero muy pronto las boyantes colecciones de novelas cortas crearon series paralelas de teatro y se estableció un activo comercio de ediciones baratas que sobrevivió incluso al de los relatos breves. Nuestro volumen pertenece a una colección, La Farsa, fue un caso especial de vitalidad po-pular y de calidad selectiva; surgió en el año de 1927, por obra del escritor hispanoargentino Valentín de Pedro, y se vinculó al periódico republicano Estampa, que la mantuvo hasta 1936, tras casi medio millar de entregas.
El número cuya cubierta se reproduce desmiente que todo el teatro español de entreguerras se redujera a la empalagosa comedia benaventina, o al humor regeneracionista de Arniches, a la sal gorda de Muñoz Seca, a la castiza y discreta comicidad de los Quintero, o a la retórica florida del «teatro poético» de tema histórico. La calle fue una obra singular que se estrenó en Madrid el 14 de noviembre de 1930, en plenas huelgas obreras socialistas y anarquistas y apenas un mes antes de las fallidas sublevaciones republicanas de Jaca y del aeródromo de Cuatro Vientos. La adaptación era de Juan Chabás y el original era un drama del americano Elmer Rice (judío, hijo de alemanes, muy imbuido de la estética expresionista), estrenada en Estados Unidos en 1929, con enorme éxito. Street Scene contribuyó a la moda de retratar la imagen vertiginosa y múltiple de la ciudad —un barrio de Nueva York, en su caso—, cosa que estuvo presente en la novela (John Dos Passos o Alexander Döblin), en la pintura (desde el expresionismo alemán al nuevo realismo de Edward Hopper), en la edad de oro de la fotografía social y, muy particularmente, en el cine: recordemos Berlín, sinfonía de una ciudad, de Walter Ruttman, y Sous les toits de París, de René Clair. Sobre Street Scene, Kurt Weill hizo una ópera en 1947, usando una adaptación del poeta Langston Hughes, y en 1931 se rodó una película sonora de King Vidor, con Silvia Sidney. Nuestra actriz más relevante, Margarita Xirgu, estrenó La calle y así aparece en la cubierta de nuestro librito, al lado de José Bruguera que le dio la réplica; de fondo, puede verse algo de los atrevidos decorados originales de Salvador Bartolozzi (una casa con practicables, por donde se asomaban los personajes para sus intervenciones), porque la obra se montó con cincuenta actores en escena, nada menos… Nunca se había visto algo tan original, y es que la España de 1930 también se insertaba en el revuelto e incitante mundo de aquel año de vísperas.
LOS LIBROS BARATOS, DE LA COLECCIÓN UNIVERSAL A LA AUSTRAL
Las siguientes ilustraciones nos remiten a otro milagro editorial español: la primera colección de libros de bolsillo, que salían por entregas, con periodicidad fija y un precio imbatible (figs. 3 y 4).
Fue una invención del gerente de La Papelera Española, Nicolás María de Urgoiti, que creó la Compañía Anónima de Librería, Publicaciones y Ediciones (CALPE) en 1918, unos meses después de haber lanzado el diario El Sol. Ni uno ni otra empezaron con beneficios, pese a su prestigio intelectual; el éxito de público y las ganancias llegaron con esta Colección Universal, de 1919, que ofrecía sus tomitos a 30 céntimos, impresos a ritmo de veinte entregas mensuales. Su propósito, confiado por Urgoiti a Manuel García Morente, catedrático y fiel edecán editorial de Ortega y Gasset, era servir los clásicos de todos los tiempos y lenguas en traducciones fiables. Se empezó con el Poema del Cid (en una excelente versión modernizada de Alfonso Reyes), que se llevó cuatro entregas; luego, Fuenteovejuna, que ocupó dos; el número 7 fue el breve ensayo La paz perpetua, de Kant; las entregas 8-10, El vicario de Wakefield, de Oliver Goldsmith, y las 11 y 12, una selección de las Memorias de La Rochefoucauld. Hemos reproducido la cubierta amarilla de un tomito de Poesía y verdad (Dichtung und warheit), de Goethe (en versión de Tenreiro) y la ilustrativa contracubierta que resume los objetivos de la serie que, al comienzo, tenía el enfático lema «El tesoro literario de la Humanidad». Lo era, en cierto modo: gracias a ella, muchos españoles leyeron Los papeles póstumos del club Pickwick, de Dickens, o lo más representativo de la novela rusa clásica y de más actual (Vladimir Korolenko, Leonid Andreiev, Ivan Bunin…), lo que fue una experiencia capital en la imaginación europea y entre nosotros. Y también se publicó algún libro español memorable: allí vieron la luz Soledades, galerías y otros poemas (1919), de Antonio Machado; la Segunda antolojía poética (1922), de Juan Ramón Jiménez, sin duda el libro más influyente de la poesía hispánica del siglo pasado, y las Notas (1928), de Ortega y Gasset, con las que la colección celebró haber sobrepasado su número 1.000.
Hoy el proyecto y la ejecutoria de CALPE han sido objeto de una monografía excelente de Juan Miguel Sánchez Vigil (CALPE, paradigma editorial, Trea, Gijón, 2005). Con el tiempo, CALPE se fusionó con la editorial barcelonesa Espasa y sus productos —entre otros, nuestra Colección Universal, el Diccionario Enciclopédico, la Summa Artis, Los Toros o la Historia de España, dirigida por Menéndez Pidal— fueron hitos trascendentales de la imprenta hispánica. La colección Austral (fig. 5) heredó buena parte del catálogo y función de la Colección Universal (con la que llegó a convivir) pero nació al otro lado del mar: fue una creación de la filial argentina de Espasa-Calpe, concebida para el mercado americano aunque ya a finales de los cincuenta la mayoría de los volúmenes se imprimían y distribuían en España. La Austral renunció a las pequeñas entregas y solo abordó volúmenes únicos; no fue la única lección que aprendió de la colección anglosajona Penguin Books, que fue fundada por Sir Allan Lane en 1935: puede que también vinieran de esta el atractivo y la simplicidad de las cubiertas, y hasta el uso el emblema, tan «austral» por otro lado, de la constelación de Capricornio. He querido reproducir un libro de Miguel de Unamuno, todavía de la época argentina, que se retiró de la venta en España, cuando en 1956 una disposición de Pío XII (impulsada por obispos nacionales) incluyó al escritor en el Índice de libros prohibidos. También se retiró entonces Del sentimiento trágico de la vida, que había sido el número 4 de la serie y que, como La rebelión de las masas, de Ortega, que fue el número 1, fueron denunciados cuando empezaron a circular en la zona franquista durante la guerra civil.
La colección Austral ha sido una universidad por sí misma, mucho más eficaz a menudo que la muy menguada que podía ofrecer el régimen. Allí estaba todo lo que valía la pena leer en aquellos años: Azorín y Antón Chéjov; Baroja y Unamuno; Valle-Inclán, que quizá fue su mayor éxito… Y se podía elegir entre la cubiertas grises de los clásicos, las azules de los relatos; las verdes del ensayo; las moradas de la poesía y el teatro; las anaranjadas de las biografías; las negras de los libros de viajes y las amarillas de los que se definían como «libros políticos y documentos del tiempo». Afinidades cromáticas tan misteriosas como las de las vocales de Arthur Rimbaud.
RECONSTRUYENDO EL ESPACIO DE LA LIBERTAD: BIBLIOTECA BREVE
Las figuras 6 y 7 reproducen sendas sobrecubiertas de la Biblioteca Breve, de la barcelonesa editorial Seix Barral, y la propaganda que insertaban sus primeras solapas. Corrían ya los años cincuenta y todo empezaba a cambiar en la España franquista. Había, de entrada, un lector distinto que había creado, en buena parte, la benemérita Austral, pero también la editorial Destino y sus novelas, y los libros de poesía de la colección Adonais, y las obras de teatro que publicaba Alfil, y la afluencia del ensayo universitario, que nos ocupará enseguida… Aquella mítica «casa oscura» de la editorial Seix-Barral en la calle de Córcega, había sido una reputada editorial de cartografía y libros escolares y solo en 1955, Víctor Seix aceptó con entusiasmo la idea de su socio Carlos Barral y de sus amigos: un profesor represaliado, Joan Petit; antiguos compañeros de universidad, como los hermanos Gabriel y Joan Ferraté; el hijo de un notorio escritor exiliado, que llegó de Estados Unidos, como Jaime Salinas; un crítico, José María Castellet, y un poeta, Jaime Gil de Biedma, que también pertenecían al ámbito universitario de finales de los cuarenta.
Ese fue el comité informal que creó una serie que buscó un modelo en las elegantes ediciones turinesas de Einaudi y cuyos volúmenes asociaremos siempre a las sobrecubiertas de una irrepetible generación de fotógrafos catalanes: Oriol Maspons, Xavier Miserachs, Leopoldo Pomés… Eran siempre un poco enigmáticas y un mucho intencionadas, como las que ahora podemos ver: ese lector en un banco entre árboles invernizos, que se reproduce en La hora del lector, o el bulto de un cuerpo desnudo que transparenta una hamaca, elegida para La playa y otros relatos.Por supuesto, se han elegido muy adrede los libros… La Biblioteca Breve inició su andadura en 1956 con la traducción por José María Castellet de un libro de tema muy atrayente, La nueva novela norteamericana; era, en rigor, una modesta síntesis de Frederick J. Hoffman pero cumplió entre nosotros la misma función reveladora que los artículos de Cesare Pavese en Italia o los de Jean Paul Sartre en Francia, todo a fines de los cuarenta. Precisamente, La hora del lector, de Castellet, pretendió resumir aquello: los cambios en la historia de la novela, la compatibilidad del realismo objetivista y la intencionalidad política y, sobre todo, la proclamación de la adultez del lector, a quien ya no ampararía en su lectura la mano protectora del autor-padre. Y quizá el mejor ejemplo práctico de cómo la tersura de un relato podía ocultar una profunda sima de descontento e incomunicación no explícitas estaba en las novelas cortas de Cesare Pavese, que se había suicidado en Turín en el cercano 1950. Por eso, he querido reflejar también cómo trataban los textos de las solapas a los eventuales compradores de sus libros: una sabia mezcla de exigencia, soberbia y complicidad que eran las consignas de una nueva cultura antifranquista.
PARA LA HISTORIA DE UNA POSGUERRA: LA FORTUNA DEL ENSAYO ACADÉMICO
La publicación de ensayos fue, en sus comienzos, uno de los designios más claros de Biblioteca Breve. Y fue también, como ya se ha indicado, uno de los índices de la madurez del lector español en los tiempos oscuros. La censura nunca lo temió demasiado, por considerarlo cosa minoritaria y abstrusa; los editores sabían que, con las excepciones de rigor, era más fácil intentar la traducción de un ensayista radical o marxista que la de sus equivalentes en la novela y el teatro. Y muy pronto, el incremento de la actividad universitaria en España —laboratorio de las transformaciones morales y políticas de las clases medias españolas— ofrecieron a los avezados editores de ensayos académicos dos elementos imprescindibles para su trabajo: nuevos autores para editar y nuevos lectores para cuanto editaban. Dos empresas fueron expresión muy cabal de ese proceso: una que adoptó ambicioso nombre de montaña (se trataba de Gredos; conviene recordar que hubo otra llamada Guadarrama); otra, con un soñador nombre de constelación lejana, Taurus (figura 8).La prehistoria de Gredos empezó en 1944 con los aportes económicos de cuatro recién licenciados en Filología Clásica, Julio Calonge, Severiano Carmona, Hipólito Escolar y Valentín García Yebra, que empezaron a dedicarse a la edición de textos de autores clásicos para uso escolar. En 1950 entraron en el terreno de la filología española con una colección memorable, la «Biblioteca Románica Hispánica», que tradujo textos señeros (la Teoría de la literatura, de René Wellek y Austin Warren, o Lingüística e historia literaria, de Leo Spitzer) y que afianzó muy pronto el campo académico de la estilística española: sus best sellers fueron Poesía española. Ensayo de métodos y límites estilísticos, de Dámaso Alonso; la Teoría de la expresión poética, de Carlos Bousoño, y Materia y forma en poesía, de Amado Alonso. Pero no cabe olvidar los originales libros de Joaquín Casalduero, hoy tan injustamente olvidado, y las contribuciones de Rafael Lapesa y Eugenio Asensio, que precedieron en poco tiempo a los de la segunda gran promoción de la escuela española de filología: Fernando Lázaro Carreter, Manuel Alvar, Gonzalo Sobejano…
Se ha querido que representara a Gredos un libro en que colaboraron dos estrellas del momento filológico —Seis calas en la expresión literaria española (1951), tan representativo de la mezcla de tecnicismo y pasión, que fue la tónica de la mejor estilística— y, al lado de esa cubierta tan ascéticamente germánica, se ha decidido que campee la más moderna y llamativa de otra colección posterior, «Persiles», del grupo editorial Taurus. Fue este una invención madrileña de Francisco (Pancho) Pérez González, hijo de emigrantes en Argentina, librero en Santander e importador de libros americanos (prohibidos en buena parte). González creó su editorial con la asesoría de un sabio diplomático y filólogo colombiano, formado en Alemania, Rafael Gutiérrez Girardot. Y Taurus debió mucho, como la consolidación de Gredos, a los años del ministerio de Educación de Joaquín Ruiz-Giménez: el catálogo de la nueva editorial contó con la asesoría y apoyo de Pedro Laín Entralgo, José Luis Aranguren, Antonio Tovar, Federico Sopeña…, que eran «falangistas liberales», católicos progresistas, socialdemócratas incipientes, o de todo un poco. Los primeros éxitos de Taurus se debieron a cosas muy diversas: por un lado, a los libros de Rafael Azcona en la colección de humor «El Club de la Sonrisa» (recordemos cosas tan corrosivas como El pisito. Novela de amor e inquilinato o El repelente niño Vicente) y, por otro, a los volúmenes de antropología —teñida de espiritualidad al borde la heterodoxia— del P. Theilhard de Chardin, publicados en «Ensayistas de Hoy». Lo que debe hacerlos recordar que otro sacerdote y profesor de Lovaina, Charles Moeller, vio traducidos por la editorial Gredos los excelentes y minuciosos volúmenes de Literatura del siglo XX y cristianismo que, para muchos lectores de la época, fueron la primera confrontación seria con la opinión y los temas de escritores que estaban prohibidos en España.
Aquí he querido traer, sin embargo, algo que conmocionó a muchos y suscitó no pocas discusiones: la primera recepción de las hipótesis sobre el oculto «ser de España» que Américo Castro propuso en su libro de 1948 (España en su historia, luego La realidad histórica de España, ni uno ni otro autorizados hasta tiempo después). En cambio, pudimos leer De la edad conflictiva, Hacia Cervantes y Origen, ser y existir de los españoles, que no eran mal viático de angustias y de dudas en un tiempo de dogmas: en ellos (y en otras experiencias) aprendió el novelista Juan Goytisolo a ser Juan sin Tierra.