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El hombre que soñó con la unidad de la América española no consideraba al mayor país de América del Sur un aliado. «Infelizmente, Brasil hace frontera con todos nuestros Estados», lamentó Simón Bolívar en carta al general Santander el 23 de enero de 1825, dejando claro la exclusión de este país de sus planes federativos. Bolívar temía que el emperador brasileño aprovechase la inestabilidad del periodo de independencia de las colonias españolas para invadirlas. Hoy, reaparece como modelo para cierta izquierda panamericana.

Casi ciento cincuenta años después, un presidente estadounidense manifestaba la convicción de que las fronteras brasileñas eran más tenues de que lo desearía el caudillo colombiano. «Nosotros sabemos que a donde va el Brasil, allá va el resto del continente latinoamericano», dijo Richard Nixonal recibir al general y presidente brasileño Emílio Garrastazu Médici, en la Casa Blanca, en 1971.

El presente proceso de integración oscila aún entre ambas posiciones:del alejamiento beligerante a la convicción de un destino común que une a las naciones separadas por la dislocada y desaliñada línea del Tratado de Tordesillas (1494)- —responsable de los límites para las Américas portuguesa y española-—.

En el siglo XIX ganaba fuerza el concepto «Latinoamérica» en contraposición a la otra América: la del norte. Estados Unidos es excluido, a priori, de cualquier plano de integración continental. A pesar de inspirar a muchos países de recientemente independizados en aquellas fechas (baste sólo con recordar la sucesión de «estados unidos» latinoamericanos con regímenes presidencialistas), los vecinos del norte son considerados herederos morales de las metrópolis europeas. El término Latinoamérica, creado en 1856 por el chileno Francisco Bilbao Barquín y el colombiano José María Torres Caicedo, lleva aparejado, desde su origen, un carácter de oposición a los estadounidenses. Fue esa la razón por la que en 1864, Napoleón III lograba utilizarlo para justificar el «panlatinismo» de su aventura imperial en México.

La dinámica entre los tres polos —-Estados Unidos, América Hispánica y Brasil-— marca la historia del continente en el actual proceso de integración dando lugar a muchas estrategias de unión y también movimientos de repulsa que sospechaban «pretensiones imperialistas» —reales o retóricas— en las políticas externas tanto estadounidense como brasileña.

Cuando Brasil, hasta el inicio del siglo XIX, concentraba su política sudamericana en la definición pacífica de sus fronteras, Estados Unidos empezó a ejercer, para una buena parte del continente, el papel metropolitano de estuario de los productos primarios y fuente de capital para inversiones, con una relación no muy distinta de aquella que mantenía con los países centrales de la economía europea. Como todos los países volvían sus ojos para el norte, no parece sorprendente que la atención para las relaciones regionales fuera escasa.

La ausencia notable de integración física entre Brasil y sus vecinos constituye una señal clara de que las relaciones bilaterales nunca han sido prioridad para los gobiernos. Proyectos como el malogrado ferrocarril de Madeira-Mamoré, construido entre 1907 y 1912, y la reciente estrada para el Pacífico, ligando el estado brasileño de Acre a la costa chilena, no son excepciones a la regla: la mayor parte de las inversiones en infraestructura para salida de la producción ha posibilitado el abastecimiento de materias primas para mercados de países desarrollados.

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Con la formación de bloques económicos en Europa y Asia, la integración latinoamericana recibió un nuevo impulso en los años ochenta, aunque de forma poco homogénea. México se asoció a la economía estadounidense, funcionando en la práctica como una extensión de ella. Otras economías de Centroamérica, dependientes del comercio con Estados Unidos y de las remesas de dólares de los emigrantes siguieron el mismo camino. La cohesión ha sido más fuerte en América del Sur, donde ha habido una ampliación del núcleo del Merca do Común del Sur (MERCOSUR) con una adhesión creciente de los países andinos, a pesar de la resistencia colombiana, que se materializó en la reciente formación de la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR).

La opción por Mercosur fue una contestación al modelo propuesto por Estados Unidos de impulsar el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), que ha sufrido una fuerte oposición por parte de Brasil motivada por el temor a que las economías del sur sufrieran una acción predadora de la concurrencia estadounidense, sin que sus productos tuviesen ventajas en el mercado del norte. Ante el aparente fracaso de la ALCA, Estados Unidos insiste en una agresiva política de acuerdos bilaterales, que retorna, en líneas generales, a las relaciones verticales que han marcado la historia latinoamericana. Son dos modelos que se sobreponen sin excluirse, pero que expresan objetivos generales de organización económica distintos.

La integración regional empezó en los años ochenta a partir de las propuestas que surgieron después de la Guerra Fría y del consenso forjado en el proceso de redemocratización del continente. Mercosur ha emergido en el momento en que la tesis de que la democracia representativa de tipo occidental, sustentada en una economía capitalista liberal, era el modelo ideal para las naciones. La ruptura de la dicotomía entre Estados Unidos y la Unión Soviética disminuyó los antagonismos en el continente y redujo el abanico de opciones de caminos a seguir. Se trataba de buscar una forma más rápida para alcanzar el desarrollo político, social y económico que la economía globalizada presentaba en moldes liberales. De ahí el énfasis en la integración económica, en la quiebra de las barreras comerciales, como un paso para aumentar la eficiencia de las economías locales. La cláusula democrática de Mercosur ha surgido como elemento natural y consensual en este contexto.

Pero la historia no ha dejado de visitar el continente demostrando que no podría ser ignorada por acuerdos circunstanciales entre élites políticas y económicas empeñadas en redefinir las sociedades. Las convulsiones sociales que han acompañado los fracasos de las reformas liberales, por ejemplo, en Argentina, la virtual dictadura de Alberto Fujimori en Perú, la inestabilidad permanente en Bolivia y en Paraguay, la continuidad de la acción de la Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el ascenso al poder de Hugo Chávez en Venezuela han mostrado que había límites para la eficiencia de los acuerdos de caballeros y han representado un desafío, no solamente para la integración del continente, sino también para los modelos de sociedad que cada país intentaba adoptar. Este contexto ha abierto camino para el crecimiento de fuerzas políticas alternativas que han tornado más complejo el esquema político continental.

Es importante señalar que la ascensión de la izquierda no ha sido casual sino que se inserta en la continuidad del proceso de redemocratización de los años ochenta y en los resultados insuficientes de las políticas liberales de los noventa. Un pueblo que puede escoger a sus gobernantes tiende a cambiarlos cuando sus necesidades básicas no son satisfactoriamente atendidas, algo muy común en las democracias jóvenes con problemas sociales antiguos y graves.

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En cuanto las élites latinoamericanas continuaban desarticuladas, la izquierda del continente desarrollaba una red de contactos que se torna más densa en la segunda mitad del siglo XX. Lo hace inicialmente con la ayuda del Komintern, después en los foros socialistas internacionales y posteriormente en la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) y en la experiencia común del exilio en los años sesenta y setenta. Tales situaciones han hecho que los líderes de la izquierda desarrollasen lazos intelectuales y personales mucho más fuertes que sus análogos conservadores. Compartían así una conciencia de destino común más clara. Al llegar casi juntos al poder, era natural que buscasen una integración con un sentido mayor de colaboración.

Resulta tentador examinar las relaciones entre los líderes izquierdistas desde las personalidades y actuación de los más destacados: Hugo Chávezla en Venezuela y Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil. Algunos afirman que el primero representa la izquierda revolucionaria que manipula la democracia directa a través de plebiscitos para socavar la democracia representativa y establecer un dominio personal, mientras usa el petróleo para exportar su modelo a otros países. Por otra parte, Lula sería el rostro amable de una izquierda democrática que intenta resolver los problemas sociales de su país a través del crecimiento económico y programas sociales, respetando la democracia y actuando como un moderador en los conflictos locales. Esta visión es muy verosímil y se ajusta a la imagen que cada uno de ellos busca representar. Pero omite los factores que explican la actuación de ambos en la escena política de AméricaLatina.

En la segunda mitad del siglo XX, Venezuela fue una excepción democrática en un continente lleno de dictaduras. A pesar de la longevidad de su democracia, no logró resolver sus graves problemas sociales, como la enorme concentración de riqueza asociada a un gran contingente de miserables. Desde la década de los años veinte -—con el descubrimiento de petróleo en el país-— la élite de Venezuela buscó formas de apropiarse de la riqueza, sin diversificar la economía y crear oportunidades para recompensar el mérito individual. Si Chávez manipula la democracia para socavar las bases de la representación democrática, muchos de sus predecesores la utilizaron para evitar el acceso del pueblo a la riqueza del país. La población ni siquiera fue explotada en la forma de cierta crítica marxista: su trabajo no fue robado por empleadores. Sino que fueron simplemente excluidos de la corriente central de la economía del país.

El patrón se repite en el país que sigue más de cerca los pasos chavistas: Bolivia. Una rápida lección de la historia es esclarecedora. Basta mirar la galería de sus ex presidentes. Desde la independencia en 1825, el país tuvo, de media, un gobierno cada dos años y cinco meses, pero en la larga sucesión de rostros, es difícil encontrar rasgos indígenas hasta llegar a Evo Morales. Y Bolivia tiene el mayor porcentaje de indígenas en la de la población del continente. Quien camina por las calles de La Paz nota la politización de la vida cotidiana. Ante de la imposibilidad de resolver los problemas seculares, el gobierno trata de promover la tensión social, étnica y entre las naciones, especialmente contra Estados Unidos y el vecino gigante.

La situación en Paraguay es similar, con el agravante de la memoria de la guerra en el siglo XIX, cuando las tropas brasileñas ocuparon el país, y del contrato de ventas de energía de la central hidroeléctrica de Itaipú adjudicado a Brasil. El análisis podría ampliarse en términos similares a otros países, como Ecuador, donde el discurso chavista no inspira sólo las reformas económicas y la distribución de los ingresos, sino la transformación de la organización social con el fin de distanciarlos de los modelos europeos. La relación de la igualdad de los ciudadanos ante el Estado se rompe. Clasificaciones anteriores de su origen étnico, ascendencia y culpas históricas se convierten en los criterios para definir el tratamiento recibido por cada individuo. El Estado se convierte en el gran redistribuidor, que busca purgar la culpa del pasado y restaurar derechos pisoteados.

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En este contexto Brasil aparece como un modelo alternativo, no sólo de izquierda, sino de sociedad. Hay entre los principales actores del país un virtual consenso de que las normas democráticas deben ser respetadas y de que la política, aunque imperfecta, refleja las preocupaciones más generales de la población. En este sentido, la elección de Lula fue simbólica por demostrar que la vía democrática para alcanzar el poder no estaba cerrada a las clases populares. El compromiso con los principios generales de estabilidad -—firmado durante la campaña y visto como crucial para éxito-— ha frustrado la izquierda más radical, pero aseguró que su gobierno tendría el apoyo político necesario para seguir la acción social del Estado hacia la masa de excluidos.

Algunos movimientos del gobierno, percibidos como potenciales amenazas a la democracia, como el establecimiento de un Consejo Federal de Periodismo, fueron abandonados ante la reacción de los sectores organizados de la sociedad, en un signo de funcionamiento del sistema de equilibrio. Al mismo tiempo, el principal movimiento para impugnar el orden legal —-el Movimiento de los Sin Tierra (MST)—- se mantiene activo, lo que refleja la concentración de tierra en el país y los efectos de la despoblación rural, pero sus intentos de articularse como una fuerza de contestación más amplia del orden social y económico parece debilitada. Y el desafío que plantea el tráfico de drogas no se ha revestido de un carácter ideológico como en otros países de Latinoamérica.

En la política externa estos factores se juntan al capital político de Lula,en su lucha por defender los intereses nacionales ante los vecinos, al mismo tiempo que busca una mayor integración en todo el mundo y se proyecta como el líder de la región. Son tres los movimientos simultáneos que el presidente brasileño intenta coordinar con la articulación de una política exterior que favorece las relaciones Sur-Sur, un discurso pragmático de la búsqueda de nuevos mercados y el peso que la participación en el grupo llamado BRICS (Brasil, Rusia, Índia, China y Sudáfrica) concede al país. Aun bajo las nuevas circunstancias mundiales, Brasil sigue adoptando la política externa de cierta independencia con respecto a Estados Unidos, que se estableció principalmente en el gobierno del penúltimo dictador militar, el general Ernesto Geisel (1974-1979). La complejidad de estas interacciones, destacada por la proyección de una organización multilateral como el G-20 que busca ser un nuevo foro para las decisiones globales, reavivó viejos temores de una hegemonía de Brasil. «Hay un lugar en la OMC, Brasil lo quiere; hay un lugar en la ONU, Brasil lo quiere; hay un lugar en la FAO, Brasil lo quiere. Si hasta quisieron poner al Papa», afirmaba según um periódico el ex presidente argentino Néstor Kirchner en 2005.

Usando su carisma, la reconocida capacidad de la diplomacia brasileña y los canales de mediación de la izquierda en América Latina -—que se manifiestan en la controvertida figura del asesor especial de la Presidencia para Asuntos Exteriores, Marco Aurelio Garcia-—, Lula intenta amortiguar los temores del imperialismo y aprovechar para sí mismo la imagen de un modelo de moderación. Esta presencia es especialmente importante ante el modelo chavista, y se torna aún más importante cuando la relación entre la opción democrática y el modelo económico liberal exportador es cuestionada por el crecimiento chino, y Estados Unidos está en medio de una crisis que afecta a su economía y gran parte de su predicación económica en la súltimas décadas.

El régimen de Pekín propone un modelo alternativo, justificando la ausencia de democracia en moldes occidentales por «características culturales»de su sociedad. Mitos históricos, en Venezuela, y las divisiones étnicas, en Bolivia, pueden realizar la misma función de «disculpa» para el rechazo de las instituciones democráticas, que pueden ser presentadas como inadecuadas para estos países. La influencia brasileña en el continente tiende a crecer ahora, cuando el propulsor del chavismo en América Latina —-los ingresos del petróleo venezolano—- muestra signos de debilidad, indicando la naturaleza inestable de los modelos constituidos sobre él.

La presencia de distintas propuestas políticas en Latinoamérica puede ser comprobada por el análisis de la elección de Mauricio Funes como presidente de El Salvador. Después de veinte años de gobiernos de la Arena, alineados con Estados Unidos, la ex guerrilla Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) ha alcanzado el poder a través de las urnas. Su oponente, Rodrigo Ávila, afirma que la victoria de la oposición representaría la llegada de Chávez al país -—apoyado por la sospecha generalizada de que los venezolanos costeaban la campaña de la izquierda salvadoreña—-. Pero una vez elegido, Funes hizo su primer viaje a Brasil, se reunió con Lula y dice que el Brasil es un «ejemplo de izquierda democrática».

Este gesto se puede interpretar de varias maneras: como una sincera adhesión al modelo lulista o un cínico intento de ocultar sus vínculos con el chavismo —-el ex canciller mexicano Jorge Castañeda dijo en un artículo que fotos de Chávez adornan los comités del FMLN-—. En ambos casos, el mensaje es el mismo: el modelo brasileño es aceptable, no así el de Venezuela.

Si, como Nixon afirmaba, Brasil y América Latina han caminado hasta ahora más o menos en la misma dirección, las causas externas pueden haber sido más importantes que las internas. La novedad ahora es que caminar unidos puede ser fruto de una decisión tomada con mayor autonomía, cuando el abanico de modelos posibles de nuevo es muy amplio.