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¡Qué complicada es la democracia! Bendita complicación, podríamos añadir, a la vista de sus alternativas: regímenes simplificados a fuerza de suprimir el pluralismo. Pero que las alternativas sean indeseables no resta ni una pizca de dificultad al desenvolvimiento de las sociedades democráticas. Máxime cuando la propia definición de democracia resulta controvertida y, asunto del que nos ocuparemos aquí, su salud depende en gran medida de la vigencia de un relato compartido sobre su legitimidad. Ya sea sobre la legitimidad de la democracia misma o de la forma constitucional que esta adopta en un determinado periodo histórico. Y en el bien entendido de que no hablamos únicamente de la adhesión racional a un acuerdo colectivo, sino también y quizá sobre todo de una ratificación sentimental cuya expresión más plácida es la pura costumbre. En el caso de España, precisamente, cabe preguntarse si ese relato sigue en pie: si la mitología sobre la que se ha asentado la legitimidad del actual régimen constitucional -la transición a la democracia- ha sobrevivido a las tensiones desencadenadas por la crisis.

Sabemos que las democracias pueden organizarse de distintos modos. Hay sistemas presidencialistas y parlamentarios, como hay federalismos y centralismos. Pero será necesario en cualquier caso que la democracia opere en la práctica como lo que es en la teoría: un gobierno consentido. O sea, consentido por sus ciudadanos. Son estos quienes eligen a sus representantes, obligados por tanto a justificar argumentativamente sus decisiones aunque gocen de relativa autonomía a la hora de adoptarlas; pues si dependiesen por completo y en cada caso de la aceptación popular, gobernar se parecería a un concurso de popularidad. Es obvio que se abre aquí una fuente de tensiones en el interior de cualquier sociedad democrática, pues resulta tentador reaccionar a las decisiones políticas que nos disgustan tachándolas de ilegítimas. En el show agonista en que se han convertido nuestras esferas públicas, tan lejos de los estándares deliberativos habermasianos, el registro tremendista se ha convertido en norma y las descalificaciones morales del adversario amenazan con desdibujar esa delgada línea roja: la que separa el enfrentamiento político de la deslegitimación institucional. De manera que el conflicto interior a la contienda democrática (sobre decisiones y políticas concretas) se convierte en conflicto exterior a ella (o sea, en disputa sobre la naturaleza u organización del sistema político).

España no ha escapado a esta tendencia, sin que debamos recurrir al comodín del populismo para explicarlo: recordemos la oposición de gobierno que Zapatero trasladó a la calle y Rajoy mantuvo después en ella. Es verdad que la llegada del populismo de izquierda, representado por Podemos, ha llevado al mainstream una vieja idea que habitaba en los extremos: que la Constitución de 1978, y con ella la transición a la democracia en su conjunto, no es más que un simulacro baudrillardiano que encubre la continuidad del franquismo por otros medios. Para la extrema derecha, claro, el problema es más bien que tengamos una democracia y no un franquismo; afortunadamente, su influencia en nuestra cultura política es limitada y de ahí que merezca más atención el discurso contestatario de la nueva izquierda. No en vano, este último va permeando la imagen que muchos votantes -en buena parte jóvenes- tienen de la transición y, por tanto, del régimen constitucional vigente.

Es historia reciente y, por tanto, conocida: la crisis de confianza desencadenada por el colapso financiero de 2008, que encuentra una primera expresión en el movimiento popular del 15M y continuidad -quizá bastarda- en el auge electoral de Podemos, ayuda a difundir la idea de que la transición a la democracia no fue más que un pacto entre élites destinado a que todo cambiase sin que nada cambiara. De ahí la impugnación del llamado «régimen del 78» y la consiguiente necesidad no ya de hacer una segunda transición, sino la de llevar a término aquella ruptura sacrificada cuando entonces en el altar de la reforma. Es patente que esta prolongación artificial del franquismo brinda a una nueva generación -así como a los infatigables disidentes de las anteriores- la dorada oportunidad de derrotar al Generalísimo hic et nunc, al modo de un exorcismo que dé marcha atrás al reloj de la historia política española.

Este revisionismo histórico aspira entonces a deconstruir la versión oficial de la transición expuesta en los documentales de Victoria Prego y dramatizada en Cuéntame, para sustituirla por un contrarrelato cuya idea dominante es la del complot antipopular. El famoso pactismo es así denunciado como un mero travestismo. Tal ejercicio de demolición, al modo de los «atentados simbólicos» teorizados por Pierre Bordieu, invalidaría el relato de la transición como soporte para la democracia española contemporánea. Se haría en consecuencia necesario un auténtico reset constituyente: habría sonado, en fin, la hora cero de la democracia española.

Si se acepta un símil de orden cinematográfico, los últimos años habrían hecho súbitamente visible la trama institucional tejida por la constitución de 1978, por contraste con unas décadas precedentes durante las que ese «estilo» había permanecido en la sombra: veíamos la trama, no la tramoya. O sea que no se cuestionaba el marco político general, sino lo que pasaba dentro del mismo. Tomaría así forma menos un desencanto que un desengaño: si aquel respondió coquetamente a los primeros años de la vida democrática, este cree descubrir que democracia, propiamente, no ha habido nunca. He ahí una maniobra resignificadora de altos vuelos, cuyo éxito parcial ha alienado sentimentalmente a un buen número de votantes que han pasado de la confianza al descreimiento. Esto no afecta solamente la nueva izquierda; también los nacionalismos denuncian la obsolescencia sobrevenida del texto constitucional. Huelga decir que en ese tránsito juega un papel importante la duración de la democracia española, por decirlo en términos bergsonianos: si todo el pasado es una proyección del presente, el alejamiento gradual de ese pasado nos lo extraña emocional y simbólicamente. Se trata, como es natural, de un efecto más acusado entre los más jóvenes, para quienes aquella épica de detenciones y anuncios televisivos queda cada vez más lejos.

¿Significa esto que la Transición, con mayúsculas, ya no sirve como mitología legitimadora de la democracia española? No necesariamente. Si bien se mira, tener un mito es experimentar -tarde o temprano- un proceso de desmitificación. Y es justamente la condición democrática de nuestras sociedades lo que tensa su relación con el pasado, por oposición a la estabilidad del relato oficial fijado por los regímenes dictatoriales. El par mitificación/desmitificación es por ello recurrente en las comunidades humanas, tan necesitadas de relatos compartidos como incapaces de evitar su cuestionamiento. En las sociedades liberales, de hecho, ese cuestionamiento está implícito en el funcionamiento de una esfera pública contenciosa. Así las cosas, la transición a la democracia -historia de un éxito colectivo inesperado y fructífero- no podía permanecer inmaculada.

Pero conviene preguntarse si desmitificar es también, forzosamente, deslegitimar. ¡No debería serlo! Javier Gomá se ha referido alguna vez al contraste entre las representaciones didácticas del dios cristiano -el señor con barba- y su complejidad teológica y filosófica: un contraste entre el infantilismo que llega a todos y la sofisticación que alcanza solo a unos cuantos. Inevitablemente, los mitos políticos son sencillos, porque tienen voluntad mayoritaria; pero la realidad que subyace a ellos no puede serlo. En nuestro caso, es sintomático que el mito de la transición heroica sea ahora reemplazado por el mito de la transición abyecta: blanco y negro en ambos casos. Sería mucho más razonable asumir que el proceso de transición a la democracia está saturado de grises, sin que eso reste grandeza alguna a sus resultados. Tampoco Spielberg disminuía la talla de Lincoln al mostrar los dudosos medios que empleó para asegurar el voto favorable del congreso a la abolición legal de la esclavitud. Y cualquier matrimonio sabe que los vínculos humanos combinan sentimientos de toda clase, sin que la lealtad -o cierto sentido de la lealtad- deba por ello resentirse.

Digamos entonces que la transición puede seguir funcionando como mito político para la España contemporánea, a condición de que asumamos un relato de la misma que no excluya sus fascinantes claroscuros. Desde ese punto de vista, las enmiendas a la totalidad que la presentan como continuidad del régimen franquista pueden haber prestado indirectamente un servicio a la conversación pública española, al ayudarnos a reformular nuestra historia reciente en términos menos simplistas y, por ello, más realistas. Esta operación autocrítica la tiene hecha Alemania, cuya identidad nacional se asienta sobre la memoria de los crímenes nazis, pero está pendiente en una Francia cuya mitología revolucionaria sirve para tapar vergüenzas como el colaboracionismo nazi o el colonialismo argelino. Bien está, pues, que los españoles aprendamos a relacionarnos de manera más madura con nuestro mito político democrático más eficaz. Sobre todo, digámoslo ya, porque no tenemos otro.

Catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Con títulos publicados como «Antropoceno. La política en la era humana» o «La democracia sentimental. Política y emociones en el siglo XXI», su obra más reciente es «Abecedario democrático» (Turner, 2021).