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La medicina ha progresado con asombrosa rapidez en los últimos cuarenta años. Basta considerar cuánto ha avanzado el tratamiento de la leucemia, por ejemplo. A finales de la década de 1970, si una criatura contraía esta terrible enfermedad, sus probabilidades de sobrevivir oscilaban en torno al 20%. En cambio, si esto ocurre en la actualidad, su probabilidad de supervivencia será alrededor del 80%. Esto significa que los resultados en este campo de la medicina han mejorado nada menos que un 300 por ciento solo en el curso de las cuatro últimas décadas. Y esta maravillosa hazaña no es privativa de la oncología pediátrica, ya que podemos encontrar tasas de progreso impresionantes en casi todos los demás campos de la medicina. Y digo casi porque, lamentablemente, hay una excepción: el ámbito de la psiquiatría y la salud mental.

James Davies: Sedados. Capitán Swing. 2022. 320 págs. 22 euros. Traducción de Mireia Bofill Abelló

En este campo los resultados clínicos no solo se han mantenido generalmente invariables durante los últimos treinta años, sino que incluso han empeorado según determinados parámetros. Y esta excepción atípica se da a pesar de las decenas de miles de millones de libras esterlinas invertidas en la investigación psiquiátrica en las dos últimas décadas; pese a que el Servicio Nacional de Salud destina 18.000 millones de libras esterlinas anuales a sus servicios de salud mental y aunque cada año se receta algún medicamento psiquiátrico a casi un 25% de la población adulta del Reino Unido. A pesar de todo este gasto y de una amplia cobertura, la salud mental del país no ha mejorado en los últimos veinte años. En realidad, parece haber ido de mal en peor. Visto lo cual, ¿cómo se explica la continuada inacción de los sucesivos gobiernos? ¿Todo se reduce a una inversión insuficiente y unos recursos escasos o nuestro enfoque global en materia de salud mental adolece de un problema más ominoso que nuestra clase política es simplemente reacia a abordar?

Impresiona el progreso de la medicina en las últimas cuatro décadas… con una excepción: el ámbito de la psiquiatría y la salud mental

En el presente texto ofreceré una respuesta a este interrogante y pondré de manifiesto cómo, desde 1980, los sucesivos gobiernos y las grandes corporaciones han contribuido a promover una nueva concepción de la salud mental que sitúa en el centro un nuevo tipo ideal: una persona resiliente, optimista, individualista y, sobre todo, económicamente productiva, las características que necesita y desea la nueva economía. Como resultado de este cambio de perspectiva, todo nuestro abordaje de la salud mental se ha modificado radicalmente con el fin de satisfacer estas exigencias del mercado. Definimos la «recuperación de la salud» como la «vuelta al trabajo». Achacamos el sufrimiento a unas mentes y cerebros defectuosos en vez de vincularlo a unas condiciones sociales, políticas y laborales nocivas. Promovemos intervenciones medicalizadas sumamente rentables que, si bien son una magnífica noticia para las grandes empresas farmacéuticas, a la larga se convierten en un lastre para millones de personas.

El sufrimiento como nueva enfermedad

Me propongo demostrar cómo esta visión mercantilizada de la salud mental ha despojado nuestro sufrimiento de su significado y sentido más profundos. Como resultado, nuestro malestar ya no se percibe como una llamada de atención vital a favor de un cambio, ni como nada que se pueda considerar potencialmente transformador o instructivo. Al contrario, en el curso de los últimos decenios, más bien se ha convertido en una ocasión más para la compraventa. Industrias enteras han prosperado apoyándose en esta lógica y ofreciendo explicaciones y soluciones interesadas para muchas de las dificultades de la vida. La industria cosmética atribuye nuestro sufrimiento al envejecimiento; la industria dietética, a nuestras imperfecciones corporales; la industria de la moda, a que no estamos al día; y la industria farmacéutica, a supuestas deficiencias en nuestra química cerebral. Cada uno de estos sectores ofrece su propio y rentable elixir para el éxito emocional, pero todos comparten y promueven la misma filosofía consumista con respecto al sufrimiento, a saber: que lo malsano no es la forma en que nos enseñan a interpretar y abordar nuestras dificultades (el envejecimiento, los traumas, la tristeza, la angustia o el duelo), sino el hecho mismo de sufrir; algo que un consumo bien orientado puede resolver. El sufrimiento es el nuevo mal y no consumir los «remedios» adecuados, la nueva injusticia […].

En Sedados encontrarán una muestra de los males que causan las mismas profesiones que dicen querer ayudarnos, desde los peligros de la sobremedicalización hasta la prescripción excesiva de medicamentos psiquiátricos, la creciente estigmatización, la discapacidad en aumento, la sobrevaloración de terapias ineficaces y unos pobres resultados clínicos. Pero –y esto es lo más significativo– también verán que estos problemas no surgieron de la nada, sino que han proliferado bajo el capitalismo de nuevo estilo que nos gobierna desde la década de los 80, un estilo que favorece una concepción particular sobre la salud mental y la intervención en este campo y que ha antepuesto las necesidades de la economía a las nuestras, mientras anestesiaba nuestra percepción de las raíces, a menudo psicosociales, de nuestro desespero. Como resultado, nos estamos convirtiendo rápidamente en un país sedado por intervenciones psicosanitarias que sobrevaloran muchísimo la ayuda que en verdad aportan y nos enseñan sutilmente a aceptar y soportar unas condiciones sociales y relacionales que nos perjudican y nos impiden progresar, en vez de rebelarnos y cuestionarlas.

El sufrimiento es el nuevo mal y no consumir los «remedios» adecuados, la nueva injusticia

El increíble libro creciente

En noviembre de 2013, instalado en un pequeño apartamento desvencijado del Upper West Side de Manhattan, estuve examinando las cifras de ventas del libro que seguramente mayor influencia ha tenido en la historia de la salud mental: el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders), también conocido simplemente como el DSM […].

Una crítica central contra este extenso «catálogo de infortunios» es que, desde la década de los 80, ha venido ampliando de manera injustificable la definición de enfermedad mental para abarcar cada vez más ámbitos de la experiencia humana. Lo ha conseguido multiplicando rápidamente el número de trastornos mentales que se considera que existen (de los ciento seis reconocidos a principios de los años setenta hasta unos trescientos setenta en la actualidad) y rebajando progresivamente el listón de la definición de lo que se considera un trastorno psiquiátrico (facilitando de este modo que cualquiera de nosotros pueda ser calificado como «enfermo o enferma mental»). Estos procesos han tenido por efecto la patologización y finalmente la medicación injustificadas de muchas de nuestras aflicciones humanas cotidianas. El duelo por una pérdida significativa, las dificultades para alcanzar el orgasmo, los problemas de concentración en la escuela, una experiencia traumática, la ansiedad ante la perspectiva de participar en actos públicos o simplemente un bajo rendimiento en el trabajo son solo una muestra de las múltiples experiencias humanas dolorosas que el DSM ha recalificado medicamente como síntomas de una enfermedad psiquiátrica […].

Experiencias humanas dolorosas, pero habituales como el duelo, han sido recientemente recalificadas como síntomas de enfermedad psiquiátrica

La categorización en el DSM de una serie de experiencias humanas bajo el epígrafe de unos trescientos setenta trastornos psiquiátricos separados no fue el resultado de una sólida investigación neurobiológica. Se basó principalmente en criterios acordados por votación entre selectos grupos reducidos de psiquiatras encargados de elaborar el DSM; criterios ratificados posteriormente y aparentemente legitimados científicamente por el hecho de estar incluidos en el manual. Obviamente, en este contexto no es irrelevante que la mayoría de esos psiquiatras (incluidos los tres anteriores presidentes del comité del DSM) también mantuvieran vinculaciones económicas con la industria farmacéutica, habida cuenta de que la enorme expansión del DSM, diseñado por psiquiatras con semejante conflicto de intereses, ha resultado enormemente rentable para dicho sector industrial […].

Además, la industria ha pagado, encargado, diseñado y llevado a cabo casi todos los ensayos clínicos de psicofármacos (antidepresivos, antipsicóticos, tranquilizantes). De este modo, las empresas han podido crear literalmente una base de resultados favorables, a menudo mediante prácticas de análisis dudosas, diseñadas con la finalidad de legitimar sus productos. Entre ellas figuran la ocultación de datos negativos; artículos académicos escritos por encargo; manipulación de los resultados para ampliar la apariencia de eficacia; ocultación de molestos efectos nocivos; incentivos económicos a ciertas publicaciones y sus directores; y vistosas campañas publicitarias engañosas que encubren un trabajo científico deficiente […].

La salud (mental) no progresa adecuadamente

Según los datos del grupo de trabajo independiente sobre salud mental adscrito al Servicio Nacional de Salud británico, los resultados en el ámbito de la salud mental en realidad han empeorado en los últimos años y otro tanto ha ocurrido con las tasas de suicidios […]. Se han aducido muchos motivos para explicar tan funestos datos: el hecho de que las personas diagnosticadas con problemas de salud mental a menudo tienen que afrontar situaciones de discriminación, aislamiento social y exclusión; la financiación insuficiente de los servicios de atención social y psicosanitarios; así como otros factores más intangibles, como la «sombra diagnóstica» que lleva a atribuir erróneamente dolencias físicas a problemas de salud mental y aumenta la probabilidad de que dichas dolencias no se examinen ni se traten.

Sin embargo, aunque estos factores sin duda influyen en los malos resultados y en la mortalidad a edades más tempranas, salta a la vista que no explican toda la realidad. En particular, excluyen la creciente preocupación con respecto a los efectos nocivos de los psicofármacos mismos, como es el caso de los antipsicóticos, ansiolíticos o antidepresivos. Por ejemplo, justamente en los mismos países donde se ha duplicado la prescripción de antidepresivos en los últimos años (Estados Unidos, el Reino Unido, Australia, Islandia o Canadá, por ejemplo), también se han doblado durante el mismo periodo las declaraciones de incapacidad por motivos de salud mental. Lo cual significa que, en un país tras otro, un aumento de la prescripción de medicamentos ha ido acompañado de una progresión de las declaraciones de incapacidad por problemas de salud mental; exactamente lo contrario de lo que cabría esperar si los medicamentos funcionasen […]. Más allá de estos datos que revelan que el recurso excesivo a los medicamentos puede estar resultando más perjudicial que beneficioso a largo plazo, otro factor que ha contribuido significativamente a los malos resultados en el ámbito de la salud mental es efecto de la sobremedicalización misma, una tendencia que manuales de diagnóstico como el DSM han contribuido muchísimo a fomentar. Si bien algunas personas declaran sentirse validadas al recibir un diagnóstico psiquiátrico y  construyen su identidad en torno a este, hay estudios que indican que ver calificado nuestro malestar emocional como un «trastorno», una «enfermedad» o una «disfunción» puede afectar negativamente a nuestra recuperación […].

Algunos datos apuntan a que el recurso excesivo a los psicofármacos puede estar resultando más perjudicial que beneficioso a largo plazo

El estigma del diagnóstico

Uno de los motivos probables por los que la medicalización de nuestro sufrimiento puede causar tanto daño es que una vez que una persona se identifica como «enferma mental», puede resultarle más difícil verse como participante sana en la vida corriente o como alguien capaz de controlar su destino. Ahora sufre una enfermedad psiquiátrica que la ha apartado del resto y la ha hecho dependiente de la autoridad psiquiátrica por un largo tiempo y, como resultado, se ve sutilmente invitada a repensar o incluso reducir sus expectativas y ambiciones para el futuro, además de renunciar a una parte de su capacidad de actuar. Esto puede exacerbar en muchas personas la autoestigmatización, los sentimientos de culpa y el pesimismo. Pero, además, la medicalización también puede influir negativamente sobre cómo otras personas tratan y perciben a quienes han recibido ese diagnóstico.

Sabemos, por ejemplo, que formular los problemas emocionales en términos de una enfermedad o un trastorno puede alimentar temores, suspicacia u hostilidad en otras personas con mayor probabilidad que cuando los mismos problemas se describen en términos psicológicos no médicos.

Una vez que una persona se identifica como «enferma mental», puede resultarle más difícil verse como participante en la vida corriente o capaz de controlar su destino

Cuando un grupo de investigación de la Universidad de Auburn pidió a participantes voluntarios que administrasen descargas eléctricas suaves o intensas a dos grupos de pacientes –cuando fallaban en la ejecución de una prueba determinada, por ejemplo–, se constató que aquellos o aquellas que se suponía que sufrían un trastorno bioquímico de origen cerebral recibían descargas más intensas y con mayor frecuencia que cuando la dolencia se atribuía a experiencias psicosociales pasadas. La presentación del sufrimiento emocional en términos médicos, asociados a la función cerebral, parecía ejercer un efecto subliminal sobre los voluntarios que les inducía a tratar con menos humanidad a los pacientes medicalizados.

Formas de estigmatización análogas se dan incluso en el caso de personas a quienes se han asignado etiquetas menos estigmatizadoras, como la de una depresión. Por ejemplo, quienes han sido calificadas así siguen teniendo más probabilidades de ser percibidas por otros como personas con poca fuerza de voluntad o con algún defecto de carácter, como pusilanimidad, indolencia o impredecibilidad. Y cuando se adscriben a una persona calificativos más graves, como el de esquizofrenia, aumentan sus probabilidades de ser vista como alguien muy impredecible y potencialmente peligroso, lo que a su vez puede incrementar su sensación de aislamiento por efecto del rechazo social […].

Hablar y ¿actuar?

Las conversaciones públicas en torno a la salud mental han proliferado enormemente. Seguramente, ahora somos más capaces de hablar abiertamente de nuestras aflicciones privadas y estamos más dispuestos a hacerlo. Y esto, naturalmente, es bueno. Pero desde luego no es suficiente para que las cosas mejoren. Lo más importante es cómo se interpreta el sufrimiento real de una persona y cómo se actúa sobre él una vez que ha sido valerosamente revelado, y si esto se hace de un modo humanitario y eficaz. Y nos queda un largo camino por recorrer para llegar a cumplir esta segunda condición. Por mucho que nos digan de diversas maneras que «hablar es bueno», las respuestas que aguardan a la mayoría de la gente son bastante homogéneas y predecibles.

Sean mensajes recibidos en la escuela, en el trabajo, en casa o en los medios de comunicación social, la mayoría siguen estando impregnados de una ideología medicalizada subyacente que patologiza y despolitiza sutilmente nuestro sufrimiento. Y en el mundo posCOVID, donde a todos se nos pide que revelemos cada vez más nuestra intimidad, estos efectos solo pueden tender a multiplicarse, mientras el padecimiento creciente se redefine como un aumento de las enfermedades mentales y, como respuesta, se siguen catapultando las recetas de psicofármacos.

La mayoría de los mensajes siguen estando impregnados de una ideología medicalizada subyacente que patologiza y despolitiza sutilmente el sufrimiento

Ante la expansión continuada de esta cultura, es absolutamente vital que nos preguntemos por qué sigue prosperando año tras año pese a exhibir los peores resultados de todo nuestro sector sanitario. A mi entender, para encontrar una respuesta tenemos que dirigir la mirada más allá del poder expansivo y las ambiciones de la gran industria farmacéutica y las profesiones psicosanitarias, y considerar el entramado político y económico más amplio que ha hecho posible que una determinada ideología sobre el sufrimiento humano haya llegado a dominar nuestras vidas en el curso de los últimos treinta años. Solo así podremos vislumbrar los diferentes mecanismos ocultos que mantienen en pie nuestro sistema fallido con un coste humano y económico considerable.

Profesor titular de Antropología Social y Psicoterapia en la Universidad de Roehampton (Reino Unido).