Se ha estrenado en español, casi noventa años después de haber sido escrita, La Sorpresa, una de las tres obras teatrales de Gilbert Keith Chesterton (1874-1936). Tampoco hace tanto que fue traducida por primera vez: en 2014, en Ediciones Ulises. La obra pudo verse en la madrileña Sala Arapiles, representada por la compañía de Teatro Lucía, los días 17, 18 y 19 de mayo.
A Chesterton le sorprendería este estreno, él que tendía a minusvalorar todo lo suyo. A Bernard Shaw, en cambio, le parecería lo más lógico, convencido del talento teatral de su amigo/contrincante. Nosotros, esta vez, y sin que sirva de precedente, estamos con Bernard Shaw. Él llegó a conspirar con la mujer de Chesterton para incitar a Gilbert a poner manos a la obra (teatral). En el prólogo a la publicación española de la obra, conté esa divertida historia.
La que cuenta La Sorpresa es igual de divertida, pero con un trasfondo muy serio. A primera vista, la sorpresa de la obra parece una copia de la shakespeariana Mucho ruido y pocas nueces. Se trata de dos historias de amor cruzadas: quien tiene que casarse está enamorado de otra persona, que a su vez está enamorada de otra persona, que sí está enamorada de la persona correcta, pero que piensa que no tiene que casarse con ella porque no sería correcto.
Casarte con quien ya amas está muy bien, pero es mucho mejor amar a la persona con la que ya te has casado
Chesterton defiende un clásico: casarte con quien ya amas está muy bien, pero es mucho mejor amar a la persona con la que ya te has casado, aunque él le da un giro pasmoso y paradójico. Pero ni siquiera esa es la verdadera Sorpresa. Será otra, y final, y tan grande que convierte una comedia romántica e histórica en un auto sacramental. Como suena.
Por eso es una obra tan exigente con el montaje y con los actores. Éstos tienen que representar dos veces un mismo personaje y casi un mismo papel pero con dos personalidades diametralmente distintas.
Fue en el prólogo a la primera edición de La Sorpresa cuando la escritora Dorothy L. Sayers calificó a Chesterton de «bomba benéfica» para su generación. Explica muy bien por qué y también cómo: «Fue, en consecuencia, estimulante oír que el cristianismo no era una cosa aburrida, sino alegre; no un paquidermo fósil, sino una aventura; no algo idiota, sino sabio y, sin duda, sagaz (porque mientras todavía se admitía con frecuencia que era cándido como las palomas, había dejado de ser considerado astuto como las serpientes). Sobre todo resultaba refrescante ver la polémica cristiana emprendida con las armas ofensivas más que con las defensivas. Cierto que las armas a menudo eran percibidas ofensivas en más de un sentido. Se acusaba al estilo de ser más florido y frívolo de lo que era compatible con la dignidad y con la profundidad; y sí que pudo haber habido alguna justificación en aquel contemporáneo satírico de Oxford que se quejaba de los chestertonianos que pululaban en la universidad:
Hay cinco cosas que los jóvenes chestertonianos reverencian:
el chuletón, la ordinariez, la Iglesia, el lío y la cerveza».
En la obra, hay comida (pastel, en este caso), ordinariez (y oropel), bastante cerveza y vino y, desde luego, muchísimo lío. También Iglesia.
El argumento fue bosquejado por el mismo G.K.C. en las páginas de Ortodoxia
El argumento, muy bien abocetado aquí por Luis Daniel González, fue, en realidad, bosquejado por el mismo G.K.C. en las páginas de Ortodoxia: «De acuerdo con la mayoría de los filósofos, Dios al hacer el mundo lo esclavizó. Según el cristianismo, al hacerlo lo liberó. Dios habría escrito, no tanto un poema, como una obra de teatro; una obra que Él habría planeado perfecta, pero que habría sido necesariamente dejada en manos de los actores humanos y los directores, que la habrían convertido en un gran desastre». Ese desastre, precisamente, es el Felix Culpa que tan sorpresivamente representa La Sorpresa.