Tiempo de lectura: 4 min.

Todos los aficionados a la ópera saben que esta obra maestra de Verdi marca el inicio de lo que después se denominó o se denominaría drama musical.

La ópera del siglo XVIII y principios del XIX —así, por ejemplo, Glück, Mozart, Rossini, Bellini, Donizzetti, etc.— basaba el hilván de las arias, dúos, tercetos, cuartetos, etc., en el recitativo, o incluso en relatos sin música, como por ejemplo Fidelio de Beethoven o La flauta mágica de Mozart.

Las primeras óperas de Verdi responden a este esquema. Pero a partir de Rigoletto empieza a escribir este gran autor dramas musicales en donde se inserta como algo fluido todo el antiguo entramado. Y el conjunto es bien distinto. Este cambio lo siguieron después muchos compositores, dando lugar a la gran ópera del siglo XIX, que llega hasta el actual. (Independientemente de todo esto, Wagner hizo una función análoga, aunque bien diferente y distinta, en Alemania).

Por estas razones, Rigoletto, estrenada en 1851, es una ópera extraordinaria para su época, realmente genial. Y no sólo por la música de Verdi, sino también por el argumento, muy bien urdido por Francesco Maria Piave sobre un texto de Victor Hugo, Le roi s’amuse.

De todas las representaciones que he visto de Rigoletto, y son muchas, una de las mejores es la que acabo de presenciar en Bilbao en el ciclo de la ABAO.

Con otro tenor (por ejemplo, Alfredo Kraus) hubiera podido decir que es la mejor que he visto en mi vida. Es verdad que no esluvo a la altura, ni tampoco los coros y algunos personajes secundarios, pero a cambio la pareja protagonista redondeó una noche espléndida.

Alida Ferrarini parece que ha nacido para cantar el rol de Gilda. Esta extraordinaria soprano está totalmente identificada con este papel. Es Gílda en la misma medida que, por ejemplo, y sin salir de España, se puede decir que Montserrat Caballé es Norma; Teresa Berganza, Rosina; Alfredo Kraus, Edgardo; Plácido Domingo, Otelo, y José Carreras, Don Carlos.

La Ferrarini hizo una Gilda maravillosa, espléndida, sensacional en todo, en el canto y en la representación teatral. Quisiera transmitirles a ustedes la emoción que se siente en presencia de esta maravillosa artista, oyéndola en la canción de amor Caro nome. Unas veces es ingenua, otras la enamorada aunque en ocasiones despechada, en otras la hija, al fin la mujer que sacrifica su vida por el amado aunque rompa el corazón del padre. Y en todos estos matices del difícil papel mantiene una línea de canto en que no se sabe qué apreciar más, si los agudos, los graves o la zona media, La he oído y la he visto varias veces como Gilda; ésta es la mejor. El público, obviamente, se volcó. El comentario era unánime: «No se puede hacer mejor».

Paolo Gavanelli venía precedido de gran fama, parecía que al fin había surgido en Italia un barítono verdiano sucesor de los monstruos Tito Gobi, Ettore Bastianini, Giuseppe Tadei, Renato Bruson, etc. En mi opinión, en efecto, estamos en presencia de un barítono sensacional, al menos a juzgar por ta representación magnífica que hizo del protagonista de nuestra obra.

Desde la comprometida entrada («In testa que avete») del primer acto hasta la frase final («Ah la maledizlone!»), mantuvo Gavanelli una línea maravillosa de canto y de teatralidad, representando un personaje dificilísimo sin excederse en lo más mínimo. Su voz es preciosa, llena, perfectamente modulada, siempre a tono, siempre en su sitio, oyéndose siempre incluso en sus dúos con Gilda y en el famoso cuarteto. También se puede decir de él que no se puede hacer mejor.

El Duque fue representado por el tenor Giuseppe Morino, que sustituyó al final al que estaba anunciado. Confieso que no conocía a ninguno de los dos, y no puedo imaginar cómo hubiera cantado el previsto. El que vi y oí, sólo discreto. Tiene voz, incluso demasiada, pero carece de gusto para cantar, de la melodiosidad que exige el personaje. Se adelantó en su aria tan conocida del segundo acto, y en la comprometida Donna e móvile, regular. Con todo, he oído peores Duques. Algo tiene el papel que, salvo dos o tres genios como Alfredo Kraus, Luciano Pavarotti, etc., nadie puede de verdad con él.

Otro rol que parece imposible de lograr es el de Magdalena. Tal vez porque canta el cuarteto y poco más, las mezzos de postín no lo quieren. La de la otra noche, Gisella Pasino, no estuvo mal. Cantó a tono en todo momento. La pena fue que en el cuarteto la tapó por completo la Ferrarini.

Sparafucile fue Alfonso Echevarría, el conocido bajo español. Bien, pero se le notaba algo incómodo en la tesitura. De los personajes secundarios masculinos, sólo estuvo bien Monterone, espléndidamente interpretado por Pablo Pascual, magnífico barítono que merece papeles de más importancia. Borsa y Ceprano, discretos; Marullo, mal. De los femeninos, Arantxa Gallastegui como Giovanna, bien, y Lourdes Martínez, algo nerviosa en sus dos intervenciones, como la Condesa Ceprano primero y como Paje después.

El coro no termina de ajustarse. Cantan bien, pero cada uno por su lado, entre sí y respecto a la dirección. Se les oye individualmente, pero no hay empaste en el conjunto, lo que sorprende más tratándose de una coral vasca, que suelen ser excelentes.

La orquesta polaca Arturo Rubinstein, de Lodz, bien, salvo la breve obertura donde el viento apagó la cuerda. El director, Marcello Panni, bien.

La puesta en escena, muy buena. El montaje de carpintería del decorado de la segunda parte del primer acto obligó a representar los tres como si fueran cuatro, lo que hizo un poco morosa la representación, que se desarrolló completa, sin cortes; algunos habituales.

En suma, un Rigoletto inolvidable, con una paraje protagonista sensacional, que nos hicieron pasar a los aficionados una velada de embeleso.