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Tuve acceso —aseguraba Marc Chagall al final de su vida, refiriéndose a la Biblia— a este gran libro universal desde mi infancia. Siempre me ha llenado con visiones sobre el destino del mundo y ha sido para mí una fuente de inspiración en mi trabajo. En los momentos de duda, su elevada grandiosidad poética y su sabiduría me ha confortado como una segunda madre».

Aunque presentes desde sus primeros años de creación en su país natal —la tierra de Andréi Rublev— y en años posteriores, con excepción quizá de los que trabajó como comisario de Bellas Artes al comienzo de la Revolución de Octubre, los motivos bíblicos han conocido dos momentos excepcionales en la obra de Chagall.

El primero fue fruto de su encuentro con Tierra Santa, en 1931. Allí fue a dar con los judíos del este europeo, esos tipos familiares para él desde la infancia pero que ahora hallaba radicados en un contexto nuevo —una calurosa tierra de desiertos y palmeras— y, al mismo tiempo, y sin embargo, un contexto también antiguo: insertos en los parajes montañosos o costeros que conocieron los ancestros del pueblo judío, la tierra que cultivaron y en la que vivieron, junto con los otros pueblos semíticos, durante miles de años.

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De vuelta en París, un Chagall fuertemente motivado pinta en menos de un año cuarenta gouaches con escenas bíblicas de variado género. De ellas partiría para elaborar otros tantos grabados que, aunque recuerdan inevitablemente la obra grabada de Rembrandt con motivos tradicionales judíos y sorprenden por su maestría técnica, muestran sobre todo una originalísima interpretación plástica del relato bíblico: respetuoso con la literalidad del texto, lleno de sencillez. Estos y otros grabados, hasta un total de 105, fueron publicados en 1956 en una edición ilustrada de la Biblia, a cargo de Tériade.

Se explica que, merced a su acrecentada familiaridad con el texto sagrado y la experiencia enriquecedora de los hallazgos formales, Chagall conociera pocos años después, en 1961, el segundo gran episodio de creatividad con contenido bíblico. En esta ocasión, su trabajo no se inició después de un viaje a la Tierra de los padres, sino que comenzó allí mismo, en la Ciudad Santa, en Jerusalén. Un año llevó a Chagall realizar el encargo del hospital de Hadassah de esa ciudad: las doce vidrieras de la sinagoga, que habrían de representar la historia, las misiones y contenidos simbólicos de las doce tribus en que se dividía el entero pueblo de Israel.

Para esta ocasión, Chagall llamó junto a sí a Charles Marq, y a su mujer, Brigitte Simón, hija de una familia dedicada durante generaciones al arte de las vidrieras en Reims, y de ellos aprendió el detalle de la nueva técnica; hasta tal punto, que con estos mismos vidrieros trabajaría posteriormente en nuevos encargos —las vidrieras de la catedral de Reims (1973-74), en Chichester (1978), en Mayence (1977-78), etc.—.

Pero tampoco en esta ocasión era el virtuosismo lo que interesaba a Chagall. Ya desde su primer viaje a Francia, en 1910, Chagall había empezado a comprender que el ideal supremo al que puede aspirar un artista es que su obra se identifique con la tierra en la que vive, con su paisaje, con las gentes que la habitan. En un texto que reproducimos también aquí («Elogio de Delecroix»), el pintor judío encomiaba la obra de este maestro francés precisamente por su con naturalidad con la cultura en la que se había formado por la familiaridad con las costumbres y los hábitos de vida de sus conciudadanos, por su pertenencia al paisaje que se ve todos los días. La obra de un artista, en definitiva, ha de estar al servicio, según Chagall, de la convivencia cívica de los pueblos. Ella debe confirmar, ante todo, que es posible vivir en el mundo con respeto, con alegría. 

En esta amarga hora en que los habitantes de Jerusalén y de toda la tierra palestina son cautivos de la violencia; cuando los pueblos semíticos, no obstante proceder de unos mismos padres, parecen haber perdido toda voluntad de lograr una convivencia pacífica, nos ha parecido conveniente publicar en castellano las palabras que Chagall pronunció el día de la inauguración de las vidrieras en Jerusalén, para recordar el espíritu del que nació aquella obra y convocar, sobre todo, el espíritu del gran libro universal que ha ilustrado a esos pueblos como a muchos otros a lo largo de los tiempos y en los más distantes rincones del Globo: espíritu de sabiduría y de ciencia, espíritu de entendimiento y de consejo, espíritu de piedad y de misericordia, espíritu de tolerancia, de paz y de concordia.

Elogio de Delacroix
por MARC CHAGALL

Ustedes me piden que hable de Delacroix. Resulta reconfortante pensar que existen artistas como él: sólo su nombre, su obra, embellecen nuestra vida. Al conocerlas, uno piensa: está bien que hayan permanecido.

Entre los pintores de antaño, a mi entender, fueron en esto similares a Delacroix Watteau y Le Nain; y, en nuestros días, lo han sido Monet y Bonard. No se trata solamente de su virtuosismo, en e! que otros pintores han podido igualarles; se trata más bien de que uno está tentado de decir que su existencia aligera de alguna manera la tristeza de la vida, que nos redime de su monotonía.

De Delacroix amo el trazo, el vuelo particular de su pincel —opuesto al de Gericault—; su ciencia de la composición; su modernidad, una cierta «maldición» similar a la de Baudelaire, que le hace muy próximo a nosotros. Comprendo muy bien por qué Cezanne, aunque en secreto, amaba sus acuarelas.

Su pintura ha cultivado con éxito el buen hacer de la norma académica que caracterizó a su tiempo, el neoclasicismo de David y de Ingres; pero el palpitar de su pincel anuncia ya a Manet y a todo lo que le sigue. Y esto sin elogiar su nobleza humana y su sabiduría, de las que hace gala tanto en sus diarios como en sus proféticos juicios artísticos.

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Me confieso entusiasta de su Barricada, del Barco de Dante, de Mujeres de Alger, de Boda judía y de tantos otros pequeños estudios suyos. Comprendo que hoy todavía podamos copiar su obra, como Delacroix mismo imitaba la de Rubens. Y sin embargo, ¡cuánto más próximo a nosotros que Rubens resulta este tierno Delacroix!

Es posible que su pintura llegue a afectarnos plásticamente como lo hacen ciertos acordes musicales de Chopin. En fin, ¿cómo saberlo? En todo caso, gloria a una nación —la francesa— que nos ha dado artistas como Delacroix. Quizás resulte extraño este entusiasmo mío, en esta época que me disgusta un poco, que no es capaz de expresar ni grandes penas ni grandes sorpresas.

Sería bueno que la gente joven se decidiera libremente a estudiar estos modelos de grandeza humana, que supiera, como Delacroix, encontrar sentido a la vida; que pudiera, como él, comprender su atractivo, su ausencia de mundanidad —aquello que constituye al hombre de mundo—, su modestia a pesar del éxito.

Este paisaje que veo por la ventana es para mí reflejo de la existencia misma de este gran pintor francés. Y ¿qué puede tener más importancia que la semejanza de un artista con el paisaje que le ha visto nacer?

Marc Chagall, en Les Nouvelles Littéraires, París, n.º 1862. 9 mayo 1963.
Traducido del francés por María Andrés