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Testamento literario y humanista de uno de los grandes intelectuales del siglo XX, este Breviario de saberes inútiles recoge treinta y nueve ensayos que Simon Leys (Bruselas, 1935 – Canberra, 2014) fue publicando a lo largo de su vida en revistas de prestigio como The New York Review of Books, The Times Literary Supplement o Le Magazine Littéraire, entre otras. Los textos versan sobre temas muy variados, con el único denominador común de la supuesta inutilidad a la que alude el título. Como reza la cita de Zhuang Zi que encabeza el volumen: «Todo el mundo conoce la utilidad de lo que es útil, pero pocos conocen la utilidad de lo inútil».

Cuenta Leys en el prólogo que de joven estuvo viviendo dos años en una chabola de una mísera barriada de refugiados en Hong-Kong y compartía habitación con un calígrafo y grabador de sellos, gran erudito, que había colgado en la pared un cartel que decía: «Escuela de la Inutilidad». Aquellas palabras aludían a un pasaje del Libro de los cambios, el más antiguo de los libros sagrados chinos, y simbolizaban todo ese tipo de saber asociado a la vida cotidiana, en un entorno propicio y con la compañía adecuada, donde aprender y vivir se convierten en la misma cosa, tal y como propugnaba John Henry Newman en su obra clásica La idea de la Universidad. Ese tipo de inutilidad, sentencia Leys, es el fundamento de todos los valores de nuestra común humanidad.

«Todo el mundo conoce la utilidad de lo que es útil, pero pocos conocen la utilidad de lo inútil»

Los ensayos aparecen reunidos en cinco grandes apartados: «Quijotismo», «Literatura», «China», «El mar» y «La universidad», que pretenden organizar de algún modo la incontenible heterogeneidad de los asuntos tratados. De personajes de ficción como don Quijote y el inspector Maigret, a figuras históricas como Confucio, Mao Zedong o Magallanes, pasando por infinidad de escritores como Balzac, Victor Hugo, Chesterton, André Gide, Malraux, Orwell, Nabokov, Joseph Conrad o Simone Weil, este libro hará las delicias de cualquier lector curioso que, por encima de todo, quiera disfrutar leyendo, retomando el clásico precepto horaciano de aprender deleitándose.

El género de los libros misceláneos, que seguramente ha producido algunos de los frutos más logrados de la historia cultural universal, tiene una incomprensible mala prensa en los despachos de los editores, pues parece condenado de antemano a ser solo pasto de lectura de los happy few. Craso error, pues además del placer que proporcionan a los espíritus atentos y curiosos, estos libros re-sultan especialmente indicados para las peculiaridades de un mundo como el nuestro, tendente —según se dice— a la fragmentación, la multiplicidad, el zapping. Ya decía Gracián que «la uniformidad limita, la variedad dilata» y que «la variedad con perfección es entretenimiento de la vida». Desde luego, la capacidad de Leys para abordar con profundidad y desenfado tan amplio espectro de temas es un lujo para la inteligencia.

Estos libros resultan especialmente indicados para las peculiaridades de un mundo como el nuestro

Ironía, naturalidad, curiosidad, impetuosidad, erudición, brevedad, amenidad e incorrección política son algunas de las señas de identidad del escritor belga. La veracidad de un espíritu libre, por así decirlo, que expone su visión sobre las cosas contra viento y marea. No olvidemos que fue Leys uno de los primeros en denunciar y describir al detalle la sangrienta barbarie de la revolución cultural china, enfrentándose a todos aquellos intelectuales occidentales que todavía a comienzos de los años setenta se dejaban seducir por la propaganda soviética y maoísta.

Frente a la afectación espartana de la crítica literaria académica, que presupone que lo que es divertido no puede ser importante ni serio, Leys reivindica el puro placer de la lectura y recuerda que las grandes obras maestras de la literatura se concibieron en origen como entretenimiento popular. Los grandes creadores literarios no se proponían agradar a los entendidos o expertos ni estaban obsesionados por transmitir un «mensaje» en sus novelas, sino que por encima de todo querían llegar al hombre de la calle, para simplemente hacerle reír o llorar. Existe, pues, una gran brecha entre la intención consciente del autor y el sentido más profundo de su obra, y es en ese terreno donde el crítico literario puede ejercer su oficio.

En «La imitación de nuestro señor don Quijote» explica Leys que un síntoma evidente de que nuestra cultura se ha alejado de sus raíces espirituales es que el término «quijotesco» se haya incorporado al lenguaje común con un sentido exclusivamente peyorativo, como sinónimo de «irremediablemente ingenuo e idealista», «ridículamente carente de sentido práctico» o «condenado al fracaso». Recuperando la interpretación de Unamuno en Vida de don Quijote y Sancho, Leys vincula el Quijote con el cristianismo, más concretamente con el catolicismo español y su tendencia al misticismo: «Juan de la Cruz, Teresa de Ávila e Ignacio de Loyola no rechazaron la racionalidad ni desconfiaron del conocimiento científico; lo que les condujo al misticismo fue simplemente “una disparidad insoportable entre la inmensidad de su deseo y la pequeñez de la realidad”» (p. 31). No es que don Quijote estuviera loco y tuviera la falsa ilusión de ser un caballero andante, sino que se propuso llegar a serlo; su profesión es, pues, el resultado de una elección ponderada, como explicó Mark Van Doren en Don Quixote’s Profession. Pero ante la sociedad de su época esa obstinada búsqueda de honor y de gloria representaba un anacronismo grotesco. Don Quijote estaba condenado al fracaso perpetuo porque se negó a adaptar la inmensidad de su deseo a la pequeñez de la realidad. Solo una cultura basada en una «religión de perdedores» podía producir un héroe como él, concluye Leys.

En su defensa de la madre Teresa de Calcuta frente a las críticas de Christopher Hitchens, Leys ofrece una clara muestra de cómo disecciona las ideas con precisión quirúrgica: «El problema es que él da por sentado que la madre Teresa debería ser una especie de filántropa, cuyo objetivo en la vida fuese proporcionar a los necesitados ayuda financiera, servicios sociales eficaces y cuidados médicos modernos» (p.38). Pero la madre Teresa no es filántropa, sino cristiana; es decir, no es meramente una persona que sienta afecto por los antropoides sino alguien que ama a Cristo y hace de esta creencia el fundamento de todos sus actos y pensamientos. El problema, arguye Leys, es que los filisteos no soportan la existencia de la belleza moral y se esfuerzan por denigrar, desfigurar, ridiculizar y desacreditar «cualquier esplendor que se eleve por encima de nosotros» (p. 44).

De Balzac dice que era un gran escritor pero que carecía de gusto literario. A pesar de ser uno de los mejores novelistas de todos los tiempos, su prosa está plagada de «ocurrencias absurdas, metáforas heterogéneas, lugares comunes y diversas muestras de ingenuidad y mal gusto»(p.47). Escribía muy mal, pero su falta de talento era suplida por su enorme fuerza de voluntad y disciplina. Se trata, en cualquier caso, de uno de los ejemplos más puros del genio creador que está libre de virtudes superfluas, porque, según Leys, la verdadera fuente de toda creación no es la inteligencia, ni la sensibilidad, ni la educación o el gusto, sino la imaginación, de la que la obra de Balzac rebosa por todos lados.

Escribía muy mal, pero su falta de talento era suplida por su enorme fuerza de voluntad y disciplina.

De manera sorprendente, compara la mirada de Chesterton, a quien define como «el poeta que baila con cien piernas», con la de los maestros del budismo zen: «La lección es: atente a la realidad; si eres capaz de captar plenamente solo un fragmento de realidad, por muy humilde que sea, en su concreción y singularidad irreductibles, consigues llegar a la parte más profunda de la verdad, y desde allí puedes alcanzar la salvación» (p. 85). Chesterton tenía el don del poeta, que consiste en la capacidad de conectar con el mundo real para mirar las cosas embelesado. Tanto el poeta como el niño están bendecidos con lo que Chesterton llamó «el mínimo místico»: la conciencia de que las cosas son… y punto. Por eso lo que le impulsó a escribir desde siempre fue «el ansia de dar las gracias a su creador».

Chesterton atesoraba todas las cualidades del gran periodista: inteligencia, claridad, viveza, rapidez, brevedad e ingenio. Pero son precisamente estas cualidades las que causan el desprecio «de los críticos engreídos y de las mediocridades pomposas». Chesterton escribió con la generosidad despreocupada del genio, siempre con humildad y discreción y sin tomarse demasiado en serio. Se consideraba a sí mismo un simple aficionado y luchó sin cesar contra ese prejuicio que se interroga: «¿cómo vas a poder decir algo importante si no te das importancia?». Por sus chistes y paradojas, así como por la excentricidad barroca de sus imágenes, Chesterton ha sido considerado por muchos críticos un personaje frívolo o superficial, lo que les ha llevado a ignorar su obra, cuando no directamente a despreciarla y motejarla. Frente a esa imagen distorsionada, defiende Leys la profundidad y seriedad del pensamiento de Chesterton, la precisión de sus análisis y el carácter profético de sus advertencias, concluyendo con un certero diagnóstico: «En cierto modo, el catolicismo ha hecho a la reputación de Chesterton lo que el Imperio británico hizo a la de Kipling: a ojos de un público superficial e ignorante, se convirtió en un lastre, en un motivo para que tanto partidarios como detractores se entregasen a esquematizaciones y distorsiones, buscando un pretexto sectario para el apoyo o rechazo» (p. 95). Desde esa perspectiva reduccionista, erigido en «profeta de la ortodoxia», el catolicismo de Chesterton vino a oscurecer su catolicidad.

Al final del libro se reproduce el discurso que Leys ofreció en la cena inaugural de la Campion Foundation, en Sídney, el 23 de marzo de 2006. Desde el título mismo, «Una idea de universidad», el discurso se presenta como un homenaje al libro del cardenal Newman The Idea of a University. Parte Leys de una definición estándar de la universidad como aquel lugar «donde los estudiosos tratan de buscar la verdad, de perseguir y transmitir el conocimiento por el conocimiento en sí, independientemente de las consecuencias, implicaciones y utilidad de la empresa» y enumera a continuación los cuatro elementos básicos que necesita una universidad: una comunidad de estudiosos; una buena biblioteca para las humanidades y unos laboratorios bien equipados para los científicos; los estudiantes; y dinero. Las dos primeras, dice Leys, son absolutamente esenciales y necesarias; las otras dos son importantes pero no siempre indispensables.

Formula así Leys su visión de una universidad ideal: «Sueño con una universidad ideal que no entregase títulos ni diese acceso a ninguna ocupación específica, ni certificase capacitación profesional de ningún género. Los estudiantes estarían motivados por una sola cosa: un fuerte deseo personal de conocimiento; la adquisición de conocimientos sería la única recompensa» (p. 557). En la sociedad actual se condena el carácter elitista de esta «torre de marfil» en nombre de la igualdad y la democracia. Sin embargo, para Leys, aunque la exigencia de igualdad «es noble y debe apoyarse plenamente», solo tiene cabida dentro de su propia esfera, que es la de la justicia social. Fuera de ahí no tiene nada que decir. Ni la verdad ni la inteligencia ni el talento son democráticos, como tampoco lo son la belleza, el amor o la gracia de Dios, de modo que la educación debe ser «implacablemente aristocrática e intelectual, debe estar enfocada sin el menor pudor hacia la excelencia».

Ni la verdad ni la inteligencia ni el talento son democráticos, como tampoco lo son la belleza, el amor o la gracia de Dios

También se ataca a esa «torre de marfil» por su carácter no utilitario, pero en realidad «la utilidad superior de la universidad (lo que le permite ejercer su función) se basa enteramente en lo que el mundo considera inutilidad». El error, dice Leys, ha sido convertir a las universidades en malas imitaciones de los colegios técnicos, de modo que la distinción fundamental entre educación liberal y formación vocacional ha quedado difuminada y pone en entredicho la propia supervivencia de la universidad. Pone Leys el ejemplo de una respetada universidad europea que, ante los recortes de financiación, se vio obligada a cerrar un departamento, el menos viable económicamente: «El departamento que se cerró fue el departamento de Filosofía, torre de marfil dentro de la torre de marfil, núcleo y origen histórico de la propia universidad». Frente a esta deriva utilitarista, recuerda Leys el lema humanista de Erasmo (Homo fit, non nascitur) y define a la universidad como el lugar «donde se da a los hombres la oportunidad de convertirse en lo que verdaderamente son».

Estos son solo algunos ejemplos de la sabiduría vital, literaria y humanística que Simon Leys fue destilando a lo largo de su vida y que se reúnen en esta excelente recopilación de «saberes inútiles». Son muchos más, y el lector curioso podrá dar cuenta de ellos.

Ya argumentaba Aristóteles respecto de la filosofía que lo inútil es lo más valioso y libre, porque no es siervo de nadie, no sirve para otra cosa, sino que tiene valor en sí mismo. En el manifiesto La utilidad de lo inútil, publicado en 2013 por la misma editorial Acantilado, el profesor italiano Nuccio Ordine reivindicaba la importancia de saberes como la literatura, la filosofía, el arte o la música «que no dan ningún beneficio, no producen ganancias, pero sirven para alimentar la mente, el espíritu y evitar la deshumanización de la humanidad», de modo que no dudaba en redefinir lo útil como «todo aquello que nos ayuda a hacernos mejores». En este libro Simon Leys lo ha demostrado con creces.

(*) Recomendado como libro del trimestre por Alberto Ruiz-Gallardón (Consejo Editorial)

Doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid y profesor en la Universidad Rey Juan Carlos.