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Marilynne Robinson es una de las voces literarias más exquisitas de Estados Unidos. La profunda sencillez de sus cuatro novelas, la entrañable intimidad e integridad de sus personajes y la posibilidad de desentrañar el sentido de la existencia constituyen las principales características de unas obras llamadas a convertirse en clásicos de la cultura americana. La publicación en castellano de Gilead, En casa, Lila y Vida hogareña, esta última recientemente, bajo el sello de Galaxia Gutenberg, constituye una ocasión para que el lector se sumerja en un universo literario distinto al habitual, pero tal vez mucho más enriquecedor.

Mientras que una gran parte de la literatura contemporánea americana —tal vez la más mediática e influyente a este lado del Atlántico— está obsesionada con escarbar en el desarraigo y nimbada por un aura posmoderna artificial que cincela unos personajes traumatizados en su soledad, la limpidez de la prosa de Marilynne Robinson constituye un aldabonazo y sugiere que todavía el ser humano puede encontrar cobijo y curarse de esa esquizofrenia existencial que explota tan lucrativamente la narrativa de hoy.

No puede resultar casual, entonces, que en el imaginario de esta escritora el hogar revista tanta importancia: no solo porque el título de su primera novela —Vida hogareña— ya revele un deseo de familiarizarse con un entorno fraterno, sino porque incluso al comienzo de su novela más aclamada —Gilead, con la que reaparece en el panorama novelístico tras 24 años de silencio—, el reverendo John Ames, el protagonista, afirma que la muerte es, en última instancia, como un regreso a casa.

Tampoco es de extrañar que Robinson haya decidido ubicar sus narraciones en pueblos del Medio Oeste, alejándose de ese ambiente urbano tan propicio para el histerismo narrativo y la soledad multitudinaria en la que, pese a su cercanía física e incluso sexual, los personajes de Roth o Franzen, por mencionar algunos, expanden su identidad enferma. Así, Gilead, la localidad en la que transcurre la trilogía con la que Robinson ha ganado fama, rememora ya ese lugar de consuelo y salvación, de sencillez rural pero también de recia belleza, que, como un venero, ha sabido aprovechar la literatura protestante, pero que, recuperado hoy de la pluma de Robinson, se antoja tan moderno como piadosamente sobrecogedor.

Robinson obliga al lector a preguntarse por esa constelación de significados que le ha hurtado una existencia vicaria, urbana, frenética y consumista.

LA BELLEZA DE LO COTIDIANO

Robinson (Sandpoint, Idaho, 1943) ha recibido premios importantes en Estados Unidos por su trabajo (el Pulitzer en 1982 por Vida hogareña y en 2014 por Gilead; este año ha recibido el Premio de la Biblioteca del Congreso por su trayectoria). Ha sido profesora de escritura creativa en Iowa y ha colaborado desde sus inicios en las principales publicaciones culturales de su país.

No solo es la autora de estas novelas que reivindican la riqueza espiritual de la América profunda, el bálsamo de lo cotidiano y que salvan al hombre de su perplejidad. Ha firmado a la vez algunos ensayos que profundizan en la génesis de esas disyunciones —religión y ciencia, modernidad y tradición, el yo y los otros— que muchos de sus personajes han logrado pacificar con una serena incardinación en el mundo y la aceptación gozosa de los prodigios naturales y cotidianos.

Robinson obliga al lector a preguntarse por esa constelación de significados que le ha hurtado una existencia vicaria, urbana, frenética y consumista. Es a ese individuo, sumido en la orfandad urbana, al que parece dirigirse y al que lleva a tomar conciencia de su pérdida existencial. La referencia religiosa y sobrenatural —evidente en todas sus obras— es el hilo que permite que el lector descubra la belleza de la existencia, el misterio que supone la bondad, el amor o la paternidad y que le permite recobrar de nuevo su inocencia perdida.

Una extensa carta de John Ames, el provecto pastor de Gilead, a su hijo de siete años abre el universo narrativo de Gilead, que de un modo inteligente Robinson aprovecha después en otras novelas para enriquecer con una pluralidad de perspectivas la sencillez del primer relato. Propiamente no ocurre nada. La carta de Ames es una confesión sobre el significado de la vida, una misiva alejada del voluntarismo, un honrado testimonio de que, pese a las tragedias, la soledad y la muerte, toda la existencia apunta a un más allá de plenitud. En casa cuenta esa misma cotidianidad, pero la amplía desde la óptica de Glory, la hija de Boughton, un anciano pastor amigo de Ames. Y Lila revela ese mismo trasfondo con el tardío y entrañable romance del viejo predicador. La trilogía no avanza en el tiempo; en ella se reiteran los personajes, las situaciones y las conversaciones, pero por eso mismo todos estos elementos adquieren una condensada fuerza literaria.

Ames, Boughton, Lila o Jack —personajes principales de estas obras— son excusas que Robinson utiliza para transmitir una forma de ver el mundo que despierta la nostalgia hacia esas comunidades rurales en las que el ser humano vive rodeado de una naturaleza de la que aún no se ha enajenado y en las que, por eso mismo, permanece aún la huella de lo sagrado. En Gilead, el estilo epistolar, directo, familiar con el que Ames se dirige a su hijo, revela el ritmo sereno de las cosas, su significado cotidiano y familiar, íntimo. No suena moralizante: posee más bien resabios escriturísticos e iniciáticos, casi diríamos que bautismales, resabios con los que el padre busca depositar el hontanar de sabiduría e inocencia recobrada en la ancianidad para salvar a su hijo de siete años del descreimiento o el desamparo.

ENTRE LA MISERIA Y LA GRANDEZA

Si no fuera por las casi inevitables connotaciones que acompañan al término sermón, uno estaría tentado a describir así las peculiaridades estilísticas de Gilead. No en vano Robinson ha leído mucho y ha reivindicado la profundidad de la literatura religiosa —especialmente, en su caso, Calvino y mucho Barth— tanto como otras tradiciones —Emerson, Thoreau y el trascendentalismo—. Esas son las armas que enarbola para redescubrir y regenerar —y salvar si es preciso— todo lo que ese individualismo contumaz y escéptico ha socavado.

Eso no signfica que Robinson sea una autora religiosa ni que defienda una perspectiva conservadora. Por el contrario, parecer ser partidaria de un liberalismo progresista y ha defendido, desde sus comienzos, causas sociales. Pero no ha convertido sus convicciones políticas en una proclama activista, pese a que The New York Review of Books insista en delinear más claramente su perfil liberal e incluso haya conseguido que el mismísimo Obama la entrevistara. Todo ello no debe restar importancia a los esfuerzos que Robinson ha dedicado por recuperar cierto sentido de lo espiritual como connatural al hombre, frente a otras tendencias literarias que lo desprecian o que manifiestan tan claramente su animadversión a lo religioso.

su esfuerzo constituye un desafío literario y una denuncia de las empobrecedoras consecuencias —morales, sí, pero sobre todo humanas— de un secularismo excesivamente intelectualizado.

No debería suponerse, sin embargo, que los personajes de las novelas de Robinson o sus historias son todas una encarnación de la inocencia pura. En todo caso, lo serían de la inocencia recobrada o de la posibilidad de recobrarla. Pero es que, además, gran parte de la grandeza y de la verosimilitud que alcanzan sus personajes nace de esa patente debilidad de la que adolecen también, por ejemplo, los personajes bíblicos. Resulta crucial en el poliédrico relato de la trilogía que inaugura Gilead el enfrentamiento entre Boughton, Ames y Jack, el hijo rebelde y renuente —pero a decir verdad también sincero— del primero. O los prejuicios de los bienintencionados pastores. O las dudas religiosas de Lila, la joven mujer con la que se casa Ames, y su perplejidad frente a la fe, el sacramento o la salvación. O, por último, las tragedias de Vida hogareña, la estrafalaria forma de ser de Sylvie o la hipocresía de los habitantes de Fingerbone en esa misma novela, la primera de la autora.

Y sin embargo esa mezcolanza entre la altura moral y la miseria humana, entre la sacralidad redescubierta del mundo y la natural resistencia del hombre, entre la profundidad de unas sinceras convicciones y la obstinación humana ante el misterio, otorgan un fuerte realismo a la narración y sirven también para subrayar la integridad moral de los personajes. La diferencia entre Ames, Boughton o Lila y aquellos seres humanos que describe el realismo sucio o histérico americano no estriba tanto en el carácter heroico y modélico que revisten los primeros —y al que el lector se siente llamado a emular— frente a la mezquindad espiritual de los segundos, como sobre todo en la condición compacta de su personalidad, en la reciedumbre y firmeza de sus compromisos, en la honradez con la que se saben llamados a lo más alto, pero también miserables y necesitados de redención.

LO SAGRADO EN EL MUNDO

Pero si existe alguna enseñanza que sobresalga en las cuatro novelas de Robinson —aunque sin duda con más fuerza y claridad en las tres últimas— es la de la necesidad de reconocer lo sagrado en el mundo. Robinson mezcla para ello motivos teológicos —la gracia y el sacramento— y culturales, pero su esfuerzo constituye un desafío literario y una denuncia de las empobrecedoras consecuencias —morales, sí, pero sobre todo humanas— de un secularismo excesivamente intelectualizado. Aunque no de forma expresa, también se reconoce que esa hostilidad hacia lo religioso sojuzga el ámbito de las expresiones artísticas y lo encapsula en una red de significados artificiales y construidos, en los que el hombre no capta el sentido de su existencia.

La cercanía entre naturaleza, hombre y misterio es lo que revelan las hermosas y serenas narraciones de Robinson.

En Gilead, es John Ames el que descubre el sentido sobrenatural o al menos ese misterio que la inocencia recobrada o la gracia posibilita captar también en lo sencillo y cotidano. Lo espiritual que se manifiesta en el orden de una casa. El significado que revela el canto de lo pájaros o la transparencia del agua. En Lila se celebra la sencillez milagrosa del amor —el amor es un acto de Dios, dice un personaje—, el resguardo que proporciona al alma de la protagonista tras años y años de vagabundeo por la geografía americana. Y, por último, en En casa se homenajea la fidelidad fraternal, pero también se apunta la rebeldía y la tragedia.

Con su cuidadosa forma de escribir, que suena sincera y convierte la literatura en un ámbito propicio para la revelación del mundo en su compleja y rica realidad, Robinson se ha ganado por sus propios méritos un lugar destacado en el panorama literario actual

Robinson, sin embargo, está lejos de incurrir en excesos místicos. Tal vez lo más importante de todas las enseñanzas de Ames a su hijo en Gilead sea aquella que explica la fe como forma de conocimiento. De ese modo, no solo no existiría ninguna contradicción entre lo religiosa y lo humano, sino que la creencia aparecería como una dimensión connatural al hombre que enriquecería su comprensión del mundo. O, para ser más claro, que la haría posible. La cercanía entre naturaleza, hombre y misterio es lo que revelan las hermosas y serenas narraciones de Robinson.

«La bendición —y eso creo que es el bautismo, principalmente— posee una realidad. No intensifica el carácter sagrado, pero lo reconoce y en ello hay poder. Lo he sentido recorrer mi cuerpo por así decirlo. La sensación que produce es la de conocer realmente a una criatura; me refiero a sentir realmente su vida misteriosa y tu propia vida misteriosa a un tiempo», explica Ames a su hijo en un momento de la novela.

Sin embargo, el reconocimiento de lo sagrado en el mundo, el hecho de vislumbrar el espíritu entremezclado en lo cotidiano, que desvela la profunda belleza y luminosidad de la existencia al mismo tiempo que remite a un misterio más profundo y pleno, eso solo no serviría para aliviar la ansiedad y el desasosiego. Porque cuando se profundiza en esos vestigios sagrados y en la reticencia humana a encontrar su cobijo en ellos, puede reconocerse en el alma un poderoso anhelo de trascendencia. Es decir, la fe remite o exige la esperanza.

LA ESPERANZA DE VOLVER A CASA

En Lila tanto como En casa —y en menor medida en Vida hogareña, escrita tantos años antes— se manifiesta, por decirlo de algún modo, esa resistencia humana ante el misterio. Las encrucijadas que se plantean en estas obras pueden ser interpretadas como apostillas a la lectura de Gilead. En un momento de esta última, el protagonista, Ames, escribe a su hijo: «Debajo de la vida hay muchas cosas. Mucha malicia y temor y culpa y mucha soledad». Si la fe es para este anciano predicador una forma más clara y verdadera de percibir el mundo, de sentirse de algún modo «en casa» pese a la provisionalidad de esta vida mortal y la espera de una existencia plena, Jack Boughton y Lila encarnan las dudas y la incapacidad de detectar en ocasiones esa «irrupción de lo eterno en lo temporal».

La historia de Lila, que ha vivido desde su infancia una existencia nómada con jornaleros, y que por sorpresa entra en la iglesia de Gilead para protegerse de una tormenta, representa la posibilidad del milagro también tras la tragedia y la pérdida de esperanza. Lila termina casándose con Ames, pero su historia de amor —entrañable en su sencillez— es también su manera de ubicarse en un mundo que, como el de Gilead, resulta extraño a su naturaleza itinerante. Si de alguna manera encuentra su hogar, no termina de convencerse de él ni tan siquiera tras el nacimiento de su hijo.

El drama de Jack es también el drama del hombre de hoy y el que de alguna manera late en la historia central de Vida hogareña

Jack Boughton, por su parte, intenta regresar a su casa tras una vida de rebeldía. Su padre es ya anciano; no queda nadie en la casa salvo su hija Glory, que le atiende con ternura en su vejez. En casa, que transcurre en el mismo momento temporal que Gilead, narra el intento de Jack por redimirse, pero es un intento fracasado. Las conversaciones entre Jack y su hermana, entre Jack y su padre y entre Jack y el reverendo Ames son suficientemente sugestivas para expresar la tragedia de quien no puede entender el significado de lo sobrenatural y es inmune a lo simbólico, a su referencia sagrada, y que por tanto se encuentra condenado a perpetuar una existencia errante en busca de un asidero. Un hijo pródigo que, de algún modo, todavía no ha alcanzado el umbral del perdón.

El drama de Jack es también el drama del hombre de hoy y el que de alguna manera late en la historia central de Vida hogareña, la primera de las novelas publicadas por Robinson pero la última en traducirse al castellano. La obra transcurre en Fingerbone, donde viven dos niñas, Ruth y Lucille, con su extraña tía Sylvie, tras la trágica muerte de su madre. La novela refleja los avatares de un destino radicalmente hostil y el difícil proceso de maduración de las dos protagonistas. Mientras que Lucille reniega de Sylvie y de la atrabiliaria vida que lleva con ella, Ruth se mantiene fiel a esa existencia errática que expresa la dificultad de ubicarse en el mundo y encontrar un hogar —un sentido— en él.

La literatura de Robinson no es fácil: posee un estilo terso, detallista, descriptivo. Sus novelas son un contrapunto a ese tipo de narración nerviosa y episódica, en la que la rapidez de la trama impide captar la riqueza de los personajes o elude los pormenores. Pero si es necesario vincular el fondo y la forma en la tradición literaria, las hondas inquietudes que intenta transmitir la autora norteamericana casan a la perfección con ese sosiego narrativo que constituye sin lugar a dudar un revulsivo interesante y transformador para el lector.

Hasta ahora en castellano se han publicado las cuatro novelas de la autora, todas en cuidadas traducciones editadas por Galaxia Gutenberg. Es de esperar que en los próximos tiempos se traduzcan algunos de sus ensayos, especialmente el de Absence of Mind: The Dispelling of Inwardness from the Modern Myth of the Self, donde, entre otras cosas, rebate las corrientes naturalistas. Con su cuidadosa forma de escribir, que suena sincera y convierte la literatura en un ámbito propicio para la revelación del mundo en su compleja y rica realidad, Robinson se ha ganado por sus propios méritos un lugar destacado en el panorama literario actual y abierto de nuevo la senda para la recuperación de su profundo simbolismo. •

Profesor de Filosofía del Derecho (Universidad Complutense de Madrid).