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El 20 de enero de 1716 nació en el Alcázar de Madrid un infante, el hijo primogénito de Felipe V y de Isabel de Farnesio. Le pusieron por nombre Carlos, el nombre del primero de los Austrias, el rey emperador Carlos V, lo que fue un anuncio de su futura grandeza. Aunque era un infante de la poderosa dinastía borbónica, cuando nació se hallaba muy lejos del trono. La sucesión de la monarquía española recaía en los hijos del primer matrimonio de Felipe V con María Luisa Gabriela de Saboya. Pero la ambición maternal de Isabel Farnesio, aliada con la política dinástica y con los intereses españoles por regresar a Italia, logró para él un destino soberano.

Primero, los derechos sucesorios de su madre a la herencia de Farnesios y Médicis le convirtieron en duque de Parma y Piacenza y heredero de Toscana. Después la guerra le dio la oportunidad de conquistar, el año 1735, el doble reino de Nápoles y Sicilia. Las muertes sin sucesión directa de Luis I y Fernando VI acabarían por convertirle en 1759 en rey de España. Fue así como Carlos III alcanzó la realeza. Fue rey casi medio siglo, desde los diecinueve años hasta su muerte a los setenta y dos años, pues a su reinado en Nápoles y Sicilia su sumó después su reinado en España, durante unos años en que la Monarquía del absolutismo ilustrado alcanzó el cenit del poder, convirtiéndose en uno de los reyes más famosos de la historia española.

Salió don Carlos de Sevilla, donde se hallaba entonces la corte, con destino a Italia, el día 20 de octubre de 1731. Los pueblos del camino festejaron su paso. Los vecinos de las poblaciones andaluzas y manchegas que atravesó la comitiva del infante rivalizaron en obsequios y agasajos. Muy significativo fue el recorrido del infante por los territorios de la antigua Corona de Aragón. Don Carlos era el primer miembro de la familia real española que visitaba aquellos reinos desde el final de la guerra de Sucesión y pasó la difícil prueba con singular éxito, tanto en las tierras valencianas como en las catalanas. El buen recibimiento que le dispensaron Valencia y Barcelona podía ser un indicio de mejor entendimiento con la dinastía borbónica.

En la Ciudad Condal se detuvo el infante dos días, pero hubo tiempo para dispensarle una gran bienvenida en un itinerario decorado con tres arcos de triunfo y agasajarle ofreciéndole diversiones como la caza y fiestas con máscara real de los colegios y gremios, músicas, bailes, luminarias y fuegos artificiales. Desde Barcelona, el día 23 de noviembre, la comitiva prosiguió su viaje hacia la frontera francesa, camino de Italia. El joven Carlos conservaría esos recuerdos a lo largo de los años.

Fernando VI murió el 10 de agosto de 1759. La noticia llegó al palacio real de Nápoles el 22 de agosto. Don Carlos recibió la novedad con la reserva que le caracterizaba. La carta que ese mismo día don Carlos dirigió a su madre Isabel Farnesio revelaba su estado de ánimo ante el advenimiento al trono de la monarquía española: «Espero de la infinita misericordia de Dios (…) que me dará fuerzas para sostener un peso tan grande y las luces para hacer lo que sea de su servicio, y para el bien y el cuidado de todos los pueblos».

Era toda una declaración de principios. La de un rey del absolutismo ilustrado, un rey en la plenitud de su edad —tenía cuarenta y tres años—, con gran experiencia de reinar, partidario convencido del reformismo y de la modernización económica, social y cultural, para asegurar el progreso y la felicidad de sus súbditos. Había salido de España cuando solo tenía quince años, pero nunca había olvidado su país, ni sus derechos como infante de España. Al convertirse en rey de la monarquía española, tampoco olvidaría su deber.

Don Carlos fijó para el día 6 de octubre, en Nápoles, el solemne traspaso de poderes a su hijo y sucesor en el trono napolitano, don Fernando. Terminado el acto, la familia real se embarcó en la escuadra española que había ido a recogerles. Con el rey viajaba su esposa, la reina María Amalia de Sajonia, el príncipe Carlos, heredero al trono español, los infantes Gabriel, Antonio Pascual, Francisco Javier, y las infantas María Josefa y María Luisa. La escuadra que conducía a don Carlos a España se hizo a la mar la mañana del día 7 de octubre de 1759, en dirección a Barcelona.

Carlos III había decidido hacer su entrada en España por Cataluña. Después de tantos años de distanciamiento entre la monarquía borbónica y el Principado, la iniciativa real representaba una buena oportunidad de abrir una nueva vía de entendimiento y concordia. La sociedad catalana así lo comprendió y no desaprovechó la ocasión que se le brindaba para obsequiar al nuevo monarca y solicitar una política acorde con sus intereses y aspiraciones. El recuerdo de la guerra de sucesión quedaba ya atrás y eran tantas las cosas que habían cambiado desde entonces que, aun manteniéndose el mismo marco institucional de la Nueva Planta, podía intentarse una política más adecuada a los nuevos tiempos.

La familia real llegaba a la capital catalana por mar y ello condicionaba el escenario del recibimiento. Con este fin se construyó en el puerto un desembarcadero, obra del ingeniero militar Pedro Cermeño. El puente y la escalera estaban decorados con símbolos marineros. Sobresalían colocadas sobre pedestales las figuras escultóricas de Eolo, dios del viento, y Neptuno, dios del mar, rodeados de sirenas. Pintados se representaban los cuatro elementos, aire, tierra, agua y fuego. Y para completar el programa simbólico, dos estatuas, la Obediencia y la Fidelidad. El conjunto culminaba en un arco triunfal, adornado con profusión de escudos de armas y trofeos militares, y rematado por la figura de una matrona, representación de España, descansando sobre el globo terráqueo, con palmas, cetro y espada en las manos y con un león a sus pies, símbolos todos de la majestad real.

El recorrido desde el puerto hasta palacio estaba jalonado por otros dos arcos triunfales, uno en la Puerta del Mar y otro en la puerta del palacio. Colgaduras, gallardetes y luminarias a lo largo de todo el itinerario completaban el marco en que debía desarrollarse el ritual de la entrada regia.

La ornamentación se concentraba especialmente en la plaza del palacio, donde se hallaba la residencia real y algunos importantes edificios como la Lonja y la Aduana, que habían decorado sus fachadas con interesantes perspectivas. Sus autores y sus mensajes resaltaban la voluntad de diálogo por parte de la sociedad catalana. No eran simples adornos, eran un claro lenguaje político, que expresaba peticiones y deseos.

La más espléndida era la decoración de la Lonja, encargada por la Junta de Comercio a Juan Pablo Canals, artista aficionado y uno de los más significativos personajes de la burguesía catalana, propietario de una moderna fábrica de indianas, la primera que se estableció en España. La perspectiva pintada e iluminada significaba el comercio catalán con las Indias, representado por barcos navegando a través del océano, flanqueado por dos globos terráqueos, uno mostraba Europa y otro América, y por las columnas de Hércules —el paso del Mediterráneo al Atlántico— con la tradicional inscripción del Plus Ultra. A ambos extremos aparecían las dos instituciones clave en la empresa del comercio catalán, la Lonja de Mar y la Real Compañía de Comercio de Barcelona a Indias. Enmarcando la vista marítima, un arco iris, símbolo de la paz, garantía del desarrollo económico. Coronaba el conjunto el mundo celeste en el cual Apolo, el dios del sol, ocupaba el centro y simbolizaba al rey Carlos III, foco de irradiación del poder, del cual se esperaba toda ayuda y protección, y ante el que se rendía Mercurio, como dios del comercio, en representación de la burguesía mercantil barcelonesa y sus intereses económicos, mientras los demás planetas, otros grupos sociales e instituciones, giraban a su alrededor.

La decoración de la Aduana era obra de José Sala, artista decorador, por encargo del intendente. Nuevamente el mar, los navíos y dos puertos, el de Barcelona y el de Nápoles, ocupaban el fondo de la composición. En el centro se hallaba Neptuno, que había amparado la feliz navegación del monarca y se esperaba protegiera las largas rutas marítimas por las que Cataluña alcanzaba su prosperidad. A los lados cuatro diosas, Fortuna, Juno, Ceres y Venus, y cuatro dioses, Mercurio, Júpiter, Hércules y Pan, simbolizaban el agradecimiento por los dones que Barcelona recibía del mar y el más preciado, la llegada de su nuevo rey. Y rematándolo todo, como siempre, la exaltación de la Monarquía en las personas de Carlos III y María Amalia, con la también repetida presencia de las columnas de Hércules, el Plus Ultra, permanente recuerdo de las rutas atlánticas hacia América y proclamación de la voluntad catalana de ir más allá en el camino emprendido.

El día 15 de octubre por la tarde se avistó la escuadra real desde el castillo de Montjuic en Barcelona, pero la familia real no desembarcó hasta el día 17 por la mañana. La ceremonia comenzó con la llegada al muelle de los reyes en una decorada falúa. Allí les esperaban las autoridades del Principado, el capitán general, marqués de la Mina, los regidores del Ayuntamiento borbónico, el gobernador y un gran número de cortesanos de la Real Casa, venidos de Madrid para recibirles, nobles y personalidades catalanas. Varias compañías de guardias españolas y walonas y otros regimientos formaban para rendir honores.

Una vez desembarcada la familia real, los soberanos se colocaron bajo palio, como era habitual en las antiguas entradas reales. El marqués de Castellbell, en su calidad de regidor decano del Ayuntamiento, les dirigió un discurso de bienvenida en nombre de la ciudad. Después se organizó un improvisado besamanos, pues todos los presentes deseaban saludar a SS.MM., momento que Castellbell aprovechó para dedicar unas palabras a la reina. El acto en el puerto terminó con la entrega de las llaves de la ciudad por el marqués de Cevallos, gobernador de Barcelona.

Después los reyes subieron a la carroza que debía conducirles hasta palacio. Detrás, en varios coches, seguían los infantes y el resto del séquito. Las músicas militares, las salvas de artillería, el repique de campanas y las aclamaciones de la multitud acompañaron todo el trayecto.

En palacio les esperaba la Real Audiencia presidida por el capitán general —que se había adelantado a los reyes— constituyendo el Real Acuerdo, autoridad suprema del Principado según el sistema de la Nueva Planta, y un gran número de gentes que pugnaban por acercarse a los monarcas. La ceremonia culminó con la salida de la familia real al balcón para saludar a toda la multitud congregada en la plaza de palacio, en un cuadro muy expresivo de la relación entre poder y sociedad, en que el rey, en alto, expuesto a la contemplación, recibía las aclamaciones de su pueblo.

Lo religioso no podía faltar. Una ceremonia tradicional en las visitas reales era la toma de posesión del canonicato regio. Carlos III cumplió con el ritual al día siguiente de su llegada. Los reyes, con sus hijos, acudieron a la catedral, ricamente engalanada. Primero se cantó un Te Deum de acción de gracias por la feliz estancia de los monarcas y después tuvo lugar el acto de toma de posesión del canonicato reservado al monarca. Para finalizar, como era también tradicional, se hizo la veneración de las reliquias de santa Eulalia, patrona de la ciudad.

En el capítulo de fiestas, que fueron muy espléndidas, sobresalía la gran máscara real, organizada por los colegios y gremios para las noches del 18 y 19 de octubre. Las máscaras eran uno de los festejos más brillantes y espectaculares de la época. Se trataba de una cabalgata alegórica con carrozas ricamente adornadas y largas comitivas a caballo y a pie, ataviadas con gran lujo. El desfile incluía en su desarrollo música, bailes, cantos, luminarias y fuegos artificiales. Se elegía un tema simbólico y se representaba de la forma más original, imaginativa y fantástica.

En esta ocasión se basó la máscara en motivos mitológicos muy espectaculares. Se componía de tres partes, que significaban el mundo celeste, presidido por Júpiter, el terrestre por Saturno y el marino por Neptuno, según la Antigüedad clásica expresaba simbólicamente la composición del Universo, pero utilizados en esta ocasión para insistir en el mensaje de prosperidad propio del reformismo ilustrado.

En la primera parte, la celeste, abría la marcha Mercurio, a caballo, mensajero de los dioses y dios del comercio —alusión significativa en una ciudad como Barcelona—, seguían diez genios también a caballo. A continuación parejas de comparsas con bandas de música. Después diferentes brigadas con sus respectivos carros triunfales y séquitos, la de Eolo, dios del viento, la de Marte y Venus, la guerra y el amor, la de Cintia, la Luna, la de Apolo, el Sol, y la de Júpiter y Juno, padres de los dioses. En la parte segunda, la terrestre, primero iba la brigada de Vertumne, la madre tierra con sus flores y frutos, simbolizados en Flora y Pomona; después la de Diana, diosa cazadora, protectora de la naturaleza, la de Ceres, la agricultura, la de Vulcano, el fuego, y la de Saturno, dios del tiempo, y su esposa Opis, diosa de la abundancia. La tercera parte, la Marina, comenzaba con la brigada de Alfeo y Aretusa, dioses de los ríos y las fuentes. Seguían la de Nereo, dios de las olas del mar, la de Ulises y Parténope, el gran héroe de la Odisea y la sirena fundadora de la ciudad de Nápoles, la de Jasón y los Argonautas protagonistas de otra gran epopeya marinera en busca del vellocino de oro, y finalmente, cerrando el magno desfile, la brigada de Neptuno y Anfitrite, los grandes dioses del mar.

Resultó un espectáculo magnífico, culminación de todos los organizados hasta entonces, pues los colegios y gremios no repararon en gastos ni en desvelos para la ocasión. La esplendidez de la fiesta quedó bien de manifiesto en la serie de grabados que se realizó como recuerdo, obra de los grabadores A. J. Defehrt y Pasqual Pere Moles a partir de los dibujos de Francesc Tramulles Roig, buen testimonio para el arte permanente de una de las más interesantes expresiones del arte efímero barcelonés del siglo xviii.

Pero la estancia real en Barcelona no se redujo a fiestas y diversiones. Tuvo también el carácter de toma de contacto del monarca con la realidad de su nuevo reino, pues, como escribía don Carlos en una de las cartas a su madre, consideraba que «era necesario verlo todo con sus propios ojos». El tema militar atrajo especialmente la atención del rey. Dedicó gran parte de su tiempo en Barcelona a pasar revista a las tropas y a visitar las fortificaciones y las atarazanas, pues se hallaba muy preocupado por el estado del ejército y de la marina, ante la amenaza de la guerra internacional en curso.

El rey manifestó su voluntad de acercamiento a la sociedad catalana. En consideración a la nobleza, concedería el repetidamente solicitado permiso de portar armas, prohibido al estamento nobiliario desde el fin de la guerra de Sucesión. También prestó el rey atención a la burguesía, que reclamaba una política de fomento y protección para el comercio catalán con América. Las peticiones se concretaron en la audiencia real concedida a la Junta de Comercio, siendo acogidas por el monarca, que ratificaría y ampliaría las concesiones económicas e institucionales. El Reglamento de libre comercio con América llegaría en 1778. Se selló así el acuerdo de Carlos III con los sectores más vitales y renovadores de la sociedad catalana. La visita real sirvió para inaugurar una nueva etapa de mayor sintonía entre Cataluña y la monarquía borbónica.

La familia real emprendió el viaje desde la Ciudad Con-dal a Madrid el 22 de octubre. Si grande había sido la expectación despertada en Barcelona por el monarca, no fue menor la suscitada en los diferentes pueblos y ciudades del camino hacia Zaragoza. En cada parada de la comitiva regia se organizaban bailes, festejos y luminarias, y todos se apresuraban a rendir pleitesía y presentar las más diversas peticiones. Carlos III comenzaba a conocer su nuevo reino, y a darse a conocer ante sus nuevos súbditos. España y los españoles comenzaban a manifestarse ante su nuevo rey.

Los reyes llegaron a Zaragoza el día 28 de octubre. La idea era realizar una simple visita de paso, pero un imprevisto alargó la estancia más de un mes. El príncipe de Asturias cayó enfermo de sarampión. Tras el príncipe se contagiaron los infantes Gabriel, María Josefa y María Luisa. También el estado de salud de la reina María Amalia se resintió con las fatigas del viaje. A pesar del retraso, el rey no abandonó sus actividades, impaciente por hacerse cargo del gobierno efectivo del reino. Dedicaba las mañanas al despacho con el ministro Esquilache y reservaba las tardes a la caza, su afición favorita, utilizada como medio de asegurar el equilibrio mental. Desde Madrid los secretarios de estado enviaban regularmente expedientes a Zaragoza, donde el rey los estudiaba y resolvía.

Recuperados los enfermos, el viaje se reanudó el primero de diciembre, con muchas prisas, pues el rey quería llegar a Madrid cuanto antes. La celeridad de la marcha, el intenso frío y las fuertes nevadas hicieron muy penosas las jornadas de camino. Por fin, la gran comitiva real, compuesta por más de mil ochocientas personas entre acompañantes, servidores, caballerizos y guardias de corps, arribó a Madrid el 9 de diciembre de 1759. Carlos III, después de largos años de ausencia, había regresado a su ciudad natal. El conde de Fernán Núñez relató el momento en que bajo una lluvia torrencial vio al monarca descender del carruaje ante el palacio del Buen Retiro. Inmediatamente se dirigió al salón donde le esperaba su madre, Isabel Farnesio, de la que se había despedido en Sevilla casi treinta años antes. El encuentro fue sin duda emocionante para ambos. Tal como había soñado, doña Isabel veía a su hijo predilecto convertido en rey de España.

Símbolo festivo del ambiente de esperanza que presidía el inicio del reinado fue la entrada solemne que realizó Carlos III en Madrid el domingo 13 de julio de 1760. Partió la comitiva regia del palacio del Buen Retiro y recorrió la calle de Alcalá, donde el monarca recibió las llaves de la ciudad, la Puerta del Sol, la calle Mayor, hasta la parroquia de Santa María de la Almudena, en la que se celebró un Te Deum. El regreso se realizó por Platerías, Plaza Mayor y carrera de San Jerónimo, finalizando en el palacio del Buen Retiro. El itinerario se hallaba decorado con arcos de triunfo y otros adornos, según diseño del arquitecto Buenaventura Rodríguez. La ornamentación conmemoraba los acontecimientos más sobresalientes de la vida de don Carlos, para concluir en una alegoría de la monarquía española, cuya corona acababa de ceñir. La entrada real en Madrid significaba no solo el encuentro solemne del rey con la capital de su reino, sino también el ingreso en una nueva eta-pa culminante de su vida, ya convertido en rey de España.

El sábado siguiente, 19 de julio, se celebró en la iglesia de los Jerónimos la tradicional ceremonia de reunión de Cortes. Aunque hubiera perdido fuerza política, el ritual continuaba manteniendo su prestigio simbólico. La reunión del rey y del reino ratificaba de forma solemne el inicio del nuevo reinado. Y el reconocimiento oficial del infante don Carlos como príncipe de Asturias, heredero de la corona, apuntaba a la esencia misma de la monarquía, su continuidad. Para Carlos III había concluido su largo camino hasta el trono español. Comenzaba entonces su camino como rey de España. •