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En una trayectoria reconocible al menos desde el final de la Segunda Guerra Mundial, y aun teniendo en cuenta desviaciones ocasionales e incluso graves paréntesis, la política exterior de los Estados Unidos ha estado definida por una manifiesta y previsible voluntad de dotar a su liderazgo de imperio consensual con unas características determinadas y en lo fundamental mantenidas en el tiempo. Tales han venido siendo la prédica de un orden internacional inspirado en los principios democráticos y liberales, alimentado por un sistema de alianzas voluntariamente mantenidas en diversas partes del globo, dotado de la fluidez normalmente asociada a la libertad de comercio e inspirado en los sistemas económicos basados en el mercado y en sus estructuras. Esa visión ha estado regularmente acompañada por la presencia de una contundente capacidad militar asociada más bien a los beneficios derivados de la amenaza del uso de la fuerza que a su misma utilización. En la medida en que ese sistema ha prevalecido en las siete décadas transcurridas desde la Segunda Guerra Mundial e inauguradas con la puesta en funcionamiento de la Carta de las Naciones Unidas en 1945, e incluso teniendo en cuenta las diversas fases de su evolución, desde la guerra fría hasta el «final de la Historia», podemos constatar sus beneficios: el sistema internacional ha gozado de una notable estabilidad, en líneas generales la proyección del poder se ha visto sometida al respeto consensuado de normas jurídicas básicas y el conflicto bélico generalizado, lo que hubiera sido la tercera guerra mundial, no ha tenido lugar. El «flagelo de la guerra», que el preámbulo de la Carta de San Francisco enunciaba como la mayor catástrofe a evitar, no se ha producido. Un cierto paradigma de las conductas en la vida internacional, aun con sus inevitables errores y deficiencias, había llegado a ser admitido por la comunidad global, en la que venía jugando un papel preponderante la dimensión política, económica y defensiva de los Estados Unidos de América.

Es todavía temprano para dictaminar si la política exterior que habrá de seguir el presidente Trump se colocará en esas coordenadas o si, por el contrario, pretenderá situarse fuera de lo que hasta ahora, con republicanos o con demócratas en la Casa Blanca, había sido analizado e identificado como vectores reconocibles en la proyección global del país. A ello contribuye la parquedad de las proclamaciones realizadas en ese terreno por el candidato Trump y su mismo carácter de aspirante voluntariamente situado fuera de los cauces habituales por los que transcurre el tradicional bipartidismo americano. Muchas de sus manifestaciones y promesas, tan identificables con lo que en el mundo de la propuesta política hoy se cataloga como «populismo», tenían un potente tufo antisistema, que el mismo Trump alimentaba con sus vociferantes denuncias en contra de los poderes establecidos y de sus adláteres. Y es ya sabiduría convencional el descontar de las campañas electorales los aspectos más extremos de lemas y exabruptos pensados para animar a los fieles en el fragor de la batalla y no necesariamente concebidos para inspirar decisiones o delinear políticas. Sabido es, y hoy más que nunca repetido ante las incógnitas que el presidente Trump despierta, que la división de poderes impone sus límites al mandatario que ocupa su sillón en el Despacho Oval y que la misma realidad del poder, doméstico o foráneo, impone una cura inevitable de realismo. Es en ese complicado contexto, y sin posibilidad fiable de adelantar acontecimientos o profetizar conductas, donde deben situarse los análisis de la política exterior americana que Donald J. Trump podría inspirar y practicar según lo dicho y oído durante la campaña electoral.

El mundo que Trump parece preferir es, en primer lugar, un mundo regido por el bilateralismo de las relaciones internacionales, en vez del cada vez más extendido multilateralismo de las últimas décadas. Ello se traduce en una clara desafección hacia el sistema de alianzas patrocinado por los Estados Unidos desde el final de la Segunda Guerra Mundial tanto en el Occidente —la OTAN, según Trump, sería una organización «obsoleta» que resulta enormemente cara para los Estados Unidos— como en el Oriente próximo o lejano —Arabia Saudí, Japón o Corea del Sur deberían ser capaces de hacer frente a sus propias urgencias defensivas, dotándose del arma atómica si ello fuera preciso—. Esa preferencia bilateral también se pone de relieve en el terreno de las relaciones económicas internacionales. El ya presidente electo ha anunciado su voluntad de oponerse al todavía no ratificado tratado de libre comercio entre los USA y varios países del Pacífico —el conocido como TPP, Trans Pacific Partnership— y es de presumir que la misma lógica le llevará a frustrar el camino del tratado de libre comercio entre los USA y la Unión Europea —el conocido como Transatlantic Trade and Investment Partnership—. Y publicadas están sus negativas opiniones sobre la Unión Europea, a la que considera concebida solo para hacer sombra a los Estados Unidos y cuya misma integridad puso en duda al asociarse visible y sonoramente con el Brexit británico y con su principal propulsor, Nigel Farage. En la misma longitud de onda anunció su voluntad de derogar el tratado entre México, Canadá y Estados Unidos conocido como el NAFTA —North America Trade Agreement— e, ignorando las normas de la Organización Mundial del Comercio, su deseo de castigar las importaciones chinas a los USA con un arancel del 45% en el caso de que China mantuviera la «manipulación de divisas» que el billonario americano denuncia.

El bilateralismo implícito o explícito del mundo exterior que Trump patrocina tiene una traducción directa en el America First que configura una de sus principales líneas de campaña y que directamente se traduce en desconfianza o incluso rechazo hacia el ajeno, el extranjero o simplemente el vecino. La propuesta de construir un muro de dos mil millas de longitud a los largo de la frontera entre México y los USA para impedir la emigración ilegal —con un coste estimado de más de un billón de dólares, que en cualquier caso tendría que aprobar el Congreso americano— se complementa con la propuesta de que sean los mismos mexicanos los que sufraguen su realización, bien con cargo al Tesoro mexicano —posibilidad que las autoridades mexicanas han rechazado vehementemente— o bien incautando las remesas dinerarias que los trabajadores mexicanos residentes en los USA envían a sus familias de origen. Ello se complementaría con la expulsión de los estimados once millones de trabajadores ilegales residentes en los Estados Unidos, mexicanos en su mayoría. Y con las restricciones, que llegarían a la prohibición total, impuestas a los emigrantes de confesión musulmana que intentaran establecerse en los Estados Unidos, hasta que, en palabras del propio Trump y en relación a la amenaza terrorista de origen islámico, «sepamos lo que está pasando».

No ha faltado claridad, sin embargo, en la decidida intención de acabar radicalmente con el Estado Islámico, si bien el presidente electo, alegando no querer facilitar pistas al enemigo de cómo planea conseguirlo, no haya ofrecido detalles operativos al respecto. En ello muestra una cierta contradicción con su mostrada inclinación a dejar que los demás arreglen los problemas por sí mismos, evitando así que los Estados Unidos sigan jugando el papel de gendarme mundial. Ello, a su vez, contrasta con el anuncio de un incremento sustancial en los presupuestos militares, que solo estaría justificado con un aumento significativo de la presencia en el mundo de las fuerzas armadas americanas. En ese laberinto de propósitos insuficientemente explicitados es difícil averiguar si Trump sería partidario de poner «botas sobre el terreno» en Siria para acabar con el EI y con el conflicto, si quiere unas fuerzas armadas replegadas sobre el territorio nacional o más bien reforzadas en su capacidad de intervención en el exterior y, en definitiva, si desea una política exterior y defensiva marcadas por el aislacionismo y el retraimiento —como muchos están inclinados a pensar— o, por el contrario, robusta y participativa. Para averiguarlo será imprescindible conocer lo que definitivamente decide sobre la continuidad del acuerdo nuclear con Irán, sobre el que en varias ocasiones se ha manifestado de forma crítica, sobre la normalización de relaciones diplomáticas y económicas con Cuba, en torno a la cual se ha expresado en términos condenatorios, o sobre la presencia y la influencia americanas en el Oriente Medio y en sus conflictos, sobre los que parecía haber proyectado un deseo de retirada.

Una serie pareja de cuestiones aparecen al comprobar la confesada proximidad que el nuevo presidente americano dice desear en sus interacciones con Vladimir Putin, el presidente de la Federación Rusa, como prueba de unas nuevas relaciones marcadas por el entendimiento e incluso por la alianza, a diferencia de las mantenidas en los últimos años, donde brillaron los desencuentros y las desconfianzas. No se sabe a ciencia cierta si en esa buscada y novedosa amistad existe una latente admiración por las formas autoritarias a las que tan inclinado se muestra el autócrata ruso, y de las que algún signo se ha podido percibir en los comportamientos del presidente electo americano, y/o un diseño de política exterior que buscara una consagración del duopolio entre Moscú y Washington a expensas de los aliados tradicionales de los americanos en el mundo, y a costa de sacrificar elementos fundamentales de la arquitectura del Estado de Derecho internacional basada en el respeto a las normas y costumbres en vigor: la Federación Rusa sigue sometida a estrictas sanciones impuestas por los USA y por la UE como consecuencia de la ilegal anexión de Crimea —territorio del que Trump durante la campaña electoral dio muestras de no conocer su situación legal o geográfica— y cuyo levantamiento Putin ardientemente desea. Tema importante y conexo, en relación con el futuro de la OTAN y la participación en ella de los USA, es el porvenir de los miembros de la alianza que, como Polonia y los Países Bálticos, se sitúan en lo que Moscú considera su zona de influencia y que se ven regularmente sometidos a maniobras diversas de intimidación y chantaje por parte rusa. ¿Estarán los Estados Unidos de Donald J. Trump dispuestos a hacer valer en todo caso el artículo 5 del Tratado de Washington constitutivo de la Alianza que califica el ataque contra uno de los aliados como ataque contra todos, mereciendo la consiguiente respuesta colectiva a la eventual agresión?

Y en este recuento de incertidumbres, o más bien ya de certidumbres, se encuentra la evidente disposición del elegido presidente americano a desconocer/denunciar/ignorar los acuerdos de París sobre el medio ambiente, dirigidos a reducir el calentamiento global y a buscar una mejor relación entre las fuentes de energía convencionales y las renovables. Es este un terreno en donde se confrontan sensibilidades y opciones muy diversas pero sobre el que parecía haberse alcanzado un significativo y trabajoso consenso de mínimos bajo el paraguas universal de las Naciones Unidas. ¿Estará el nuevo presidente americano dispuesto a desandar el camino recorrido e inaugurar una nueva época marcada por la predominancia del carbón y los hidrocarburos?

Resulta evidente que la literalidad de las aproximaciones de Trump a la política exterior americana no tiene cabida, salvo grave error de cálculo o análisis y con impredecibles consecuencias, en la institucionalidad conocida y actual de los Estados Unidos. Como también resulta evidente que es precisamente en el terreno de la seguridad nacional, en el que se suman exterior y defensa, donde el presidente de los Estados Unidos tiene más latitud constitucional para actuar por sí mismo, sin atenerse en demasía a los controles del Congreso. Ello siempre exige por parte del titular del ejecutivo una templanza de carácter y un conocimiento de los temas que hasta la fecha Donald J. Trump ha demostrado no poseer. Entre la exultación de sus partidarios y los lamentos de sus detractores, cabe esperar y desear que, en efecto, sus entornos políticos y sociales, la dinámica de la sociedad americana, los contrapesos institucionales y la misma dinámica del poder colaboren a situar en Donald J. Trump los elementos esenciales de una política exterior que, con independencia de sus datos distintivos, siga ofreciendo al mundo lo que hasta ahora cabía esperar de su país: previsibilidad, seguridad, estabilidad y paz. En realidad, son esos caracteres los que han hecho grande a América, ese propósito que formaba la columna vertebral de la campana electoral de Donald J. Trump. ¿Lo llegará alguna vez a comprender? El mundo, tal como hemos llegado a conocerlo, dependerá en gran medida de ello.

Academico correspondiente de la Academia de Ciencias Morales y Políticas