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Fue Madeleine Albright en 1990, cuando todavía no había empezado su carrera diplomática y ministerial pero ya era conocida como una de las principales influencias sobre política exterior en el Partido Demócrata, la que utilizó por primera vez la conocida expresión que calificaba a los Estados Unidos como la «nación indispensable». La que luego fuera secretaria de Estado en la administración Clinton —la primera mujer que ostentaba el cargo en la historia americana— nunca había ocultado el vigor de sus convicciones ni escondido su formulación bajo palabras melifluas. En 1996, ya embajadora en las Naciones Unidas, había acusado a los castristas cubanos, que habían alardeado de poseer un par de «cojones» al derribar dos avionetas civiles desarmadas que lanzaban propaganda antirrégimen sobre Cuba, de carecer de tales viriles atributos —y repitió la palabra con todas sus letras, probablemente la única que conoce del español— para acusarles de todo lo contrario, de ser unos cobardes. En 1993, ante las dudas de los militares americanos para utilizar la fuerza en los conflictos de los Balcanes, se dirigió públicamente a Colin Powell, por entonces jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas americanas para preguntarle cuál era la necesidad de poseer una excelente capacidad militar, «de la que siempre estás hablando, ¿si no podemos utilizarla»? Y no tuvo empacho en mostrar sus profundos desacuerdos en temas diversos —Somalia entre ellos— con Butros Gali, en su época como secretario general de las Naciones Unidas, y ante su falta de capacidad decisoria en el momento de la crisis de Ruanda en 1994. La que desembocaría en la matanza genocida perpetrada por los tutsis contra los hutus. Episodio del que más tarde la misma Albright reconocería en sus memorias las razones por las que los Estados Unidos tampoco deberían sentirse muy orgullosos. Basta con leer el estremecedor libro Shake hands with the devil del general canadiense Roméo Dallaire, jefe de las fuerzas de la onudesplegadas en Ruanda en el momento de la hecatombe, para comprender las razones. En realidad, nadie estaba libre de pecado a la hora de explicar por qué no se había actuado decisivamente para impedir el horror.

Esa contundente voluntad de hacerse presente en la vida internacional, como si de una obligación nacional se tratara, representaba en Albright, convencida militante del Partido Demócrata, la continuación del internacionalismo activo surgido en las filas del partido —tradicionalmente tenido por pacifista y contrario a las intervenciones exteriores— en los tiempos de Ronald Reagan y tras la fracasada presidencia, en lo interior y en lo exterior, de Jimmy Carter. Un grupo de notables demócratas preocupados y ocupados por la situación internacional y la falta de respuesta americana a sus retos decidieron trasladarse con armas y bagajes a las filas políticas e ideológicas del contundente presidente republicano, convencido sin fisuras de las bondades de su país y decidido a terminar con el «imperio del mal» encarnado en la Unión Soviética. Entre ellos cabe recordar a Max Kampelman, que había sido el jefe de la delegación usaen la sesión de la conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa, celebrada en Madrid entre 1980 y 1983 y luego negociador americano en las conversaciones de Ginebra con los soviéticos para la reducción de armas nucleares, y Jeanne Kirkpatrick, que había precedido a la Albright como embajadora en las Naciones Unidas y que pertenecía a la misma convicción. Resumible en dos palabras: los Estados Unidos eran el país más poderoso de la tierra, el dotado de los mejores valores cívicos, de las mayores capacidades económicas y militares, y en consecuencia llamado por la providencia a desempeñar un papel «excepcional» en la vida universal y autorizado a imponer cuando fuera necesario su benefactora visión de la estabilidad mundial. Ese país por fuerza debería ser considerado como «indispensable», en la terminología más tarde acuñada por Madeleine Albright.

Una determinada visión de esa «indispensabilidad» había comenzado a tomar forma en el curso de la Primera Guerra Mundial, cuando la tardía participación de las tropas americanas en el conflicto contribuyó a garantizar el triunfo de las potencias democráticas sobre los imperios centrales autocráticos. Algo parecido ocurrió durante la Segunda Guerra Mundial, cuya evolución y resultado consagra el papel de los Estados Unidos como una de las dos grandes potencias en la segunda mitad del siglo xx—precisamente la que encarna los valores humanistas y democráticos que habrían de encontrar su acomodo en 1948 en la Carta de las Naciones Unidas—. Es así como la pujante nación americana se creyó llamada a proteger las democracias europeas occidentales contribuyendo a la creación y al mantenimiento de la defensa colectiva a través de la otan. Animada por el mismo espíritu aunque con suertes dispares, combatió al comunismo en América latina y en la península de Corea, en el sudeste asiático y en el Oriente Medio. Creyó siempre su obligación defender con todos los medios a su alcance la existencia del Estado de Israel. Ya en los finales del siglo, cuando la desaparición de la urssconsagraba al país como la única gran potencia sin rivales ni retos, haciendo pensar que el momento era llegado para percibir los «dividendos de la paz», e inspirando las bien intencionadas reflexiones de los que con Francis Fukuyama creían haber llegado al «final de la Historia» —la versión laica de la parusía—, los Estados Unidos dirigen sus esfuerzos a neutralizar la expansión de las formas terroristas del fundamentalismo islámico aun antes de que fueran victimas de su golpe más certero y mortífero el 11 de septiembre de 2001 con los atentados en Nueva York y en Washington. El ciclo de la intervención comienza una nueva etapa condicionada por la respuesta a los ataques y concretada primero en la intervención contra el Afganistán de los talibanes y poco después contra el Irak de Saddam Hussein. La herida «nación indispensable» entendía ineludible la respuesta bélica contra los que perseguían su destrucción.

Aunque en el contexto en que Albright lanzó su consigna pudiera hacer pensar que solo se refería al carácter indispensable de las intervenciones militares americanas en varios lugares del mundo, es evidente que su proyección llegaba más lejos. Y basta con observar la evolución del planeta en al menos los últimos cincuenta años para comprobar que no ha habido tema político, o económico,

o humanitario, o cultural o social o científico —y la lista de los sectores podría resultar interminable— en que los Estados Unidos no hayan mostrado su interés, bien por iniciativa propia, bien reclamados para ello por aquellos, y han sido multitud, que estimaban necesario suscitar la participación americana para llevar a buen puerto acciones variopintas a atender necesidades tan urgentes como múltiples. Sin excluir la influencia que los modos y maneras en que los americanos viven sus vidas ha permeado y sigue permeando la estructura anímica, física e incluso decorativa del ancho espacio terrestre. Incluyendo naturalmente las sociedades que dicen abjurar de los principios y valores de la vida de los eeuu. El carácter «indispensable» de la nación americana es, desde ese punto de vista, ancho y profundo. Y sirve no únicamente para intervenir sino también para comprender por qué se interviene.

Con diversas alternativas pero siempre convencidas del carácter «indispensable» de su papel en el mundo, las administraciones americanas desde Ronald Reagan hasta George W. Bush, pasando por las de George H. W. Bush y Bill Clinton, fueron practicando proyecciones políticas y de fuerza que respondían al modelo conocido: allá donde los intereses que los Estados Unidos perciben como vitales para sí o para los aliados son puestos en grave peligro, la presencia americana en sus diversas formas puede estar justificada. Como queda dicho, Ronald Reagan condujo una activa política para desmontar el poderío y la misma existencia de la urss, amén de intervenir de manera harto enrevesada en contra del sandinismo en Nicaragua. Bush padre invadió la isla caribeña de Granada y el centroamericano Panamá. Bill Clinton envió tropas americanas a Somalia —con el negativo resultado que quedaría plasmado en la película Black Hawk Down— y lideró con alguna reticencia la acción bélica de la otan contra Milosevic en Yugoeslavia, primero en Belgrado y luego en Kosovo. Y Bush hijo, que se prometía una presidencia sin demasiadas asechanzas exteriores y dedicada al suave reformismo doméstico que proclamaba su «conservadurismo compasivo», se vio obligado a intervenir en Afganistán en respuesta a los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 y creyó además obligado incluir en el castigo a la satrapía de Saddam Hussein en Irak. La guerra en Irak, que había comenzado con la invasión del país el 19 de marzo de 2003, finalizó el 31 de diciembre de 2011 con la retirada de las últimas tropas de combate americanas. Detrás habían quedado 4.488 soldados americanos muertos y 33.184 heridos. Los cálculos sobre el coste económico de la contienda del lado americano sitúan la cifra entre los 700.000 millones y el billón de dólares. En Afganistán las operaciones militares habían comenzado en el mes de octubre de 2001 y llegarán a su fin —es el conflicto bélico de más larga duración nunca conocido por los Estados Unidos— el 31 de diciembre de 2014. En el territorio han perdido la vida 2.234 soldados americanos, siendo 19.889 los heridos, en una contienda que ha supuesto para los contribuyentes americanos una suma cercana al billón 300.000 millones de dólares.

Cuando Barack Obama es elegido presidente de los Estados Unidos de América, en noviembre de 2004, el país le acoge con altas dosis de entusiasmo y esperanza. Entre otras razones porque ha prometido acabar con los dos conflictos bélicos que ya durante una década estaban suponiendo un alto coste humano y material para la ciudadanía. El país estaba harto de guerra y el mensaje de retirada que traía el primer presidente afroamericano del país resonaba positivamente en los oídos de los electores. El país de Obama ya no era el «indispensable» que había querido corregir entuertos internacionales desde los comienzos del siglo xx, y menos el que había heredado de su antecesor, George

W. Bush, caracterizado por la facilidad con que invadía países ajenos para descubrir armas de destrucción masiva inexistentes o para castigar conspiraciones terroristas en las que no había participado. Era otro distinto, necesitado, como el mismo Obama había anunciado, de dedicarse a la «construcción nacional» en casa y no fuera de ella.

La crisis de 2008 había golpeado también a la poderosa economía americana, con efectos devastadores sobre sus clases medias, y el clima era propicio para retornar al aislamiento, nunca ausente de los movimientos de opinión en el gran país. ¿Se trataba quizás, y además, como muchos venían pronosticando desde hacía décadas, del final de la hegemonía estadounidense, víctima de sus propias contradicciones y superada, según decían, por el reto de las economías emergentes, fundamentalmente la de China?

Obama hubiera querido asentar la imagen de unos Estados Unidos amables, multilaterales, colaboradores, dispuestos a entablar diálogo con amigos y adversarios, pacifistas y constructivos, de los que nada había que temer. Era la imagen opuesta a la América «antipática» del segundo Bush, que incluía un previsible catálogo de buenas intenciones: una voluntad explícita de acercamiento y mejora de relaciones con el mundo musulmán; un replanteamiento de las relaciones con Rusia; una reevaluación de las relaciones con China; un mayor énfasis civil en la lucha contra el terrorismo, que incluso pierde el nombre de «war on terror» con que había sido bautizada tras los atentados del 11 de septiembre; el cierre de Guantánamo; y el abandono de los propósitos democratizadores internacionales que habían estado en la base de la política exterior de su antecesor. Un diseño al que no era ajeno la izquierda intelectual americana, en la que indudablemente se sitúa el presidente americano, y que, con su retraimiento manifiesto y su implícita aceptación de estar instalado en el mundo ya «post americano», pretendía enfocar una conducta de consecuencias diferentes: menos aventuras exteriores, menos participación en conflictos ajenos, una reducida capacidad para seguir jugando el papel de garante universal de la paz y de la estabilidad. En definitiva, el fin de la «indispensabilidad».

Tanto éxito tuvo Obama en la explicación de sus propósitos que apenas un año después de haber sido elegido era agraciado con el premio Nobel de le Paz. No había tenido tiempo para poner en práctica sus capacidades pero, adelantándose a ellas, el Comité noruego que concede el premio explicaba que el mandatario americano lo merecía «por sus extraordinarios esfuerzos para reforzar la diplomacia internacional y la cooperación entre los pueblos… por haber creado un nuevo clima en las relaciones internacionales… por dar un nuevo protagonismo a la diplomacia multilateral… por haber sabido atraer la atención universal y ofrecer la esperanza de un mundo mejor para su pueblo como raramente ninguna otra persona antes lo había conseguido». Halagado, sorprendido y humilde, el presidente americano, en su discurso de aceptación del premio, el 10 de diciembre de 2009 en Oslo, se ve forzado por primera vez a reconocer los límites que la realidad impone y recordar que él es también el comandante en jefe de las fuerzas armadas de un país con dos guerras en curso, en las que sus soldados «matan y mueren» y que, como tal, su obligación, a la que está obligado bajo juramento, es la de «proteger y defender mi nación», para lo que no puede guiarse exclusivamente por los ejemplos de la no violencia predicados por Gandhi y por Martin Luther King. Y añade: «No nos equivoquemos. El mal existe en el mundo. Un movimiento no violento no podía haber detenido a los ejércitos de Hitler. Las negociaciones no pueden convencer a Al Qaida de que abandone las armas. Decir que la fuerza puede ser a veces necesaria no es una llamada al cinismo. Es un reconocimiento de la historia, de las imperfecciones del hombre y de los límites de la razón». Unos meses antes, el 4 de junio de 2009, en la Universidad de El Cairo, Obama, en un discurso no exento de matices, hace patente su voluntad de congraciarse con el mundo islámico al que se dirige con abundantes citas del Corán y en unos tonos que años después, durante la campaña electoral de 2011 que habría de preceder a su reelección, el candidato republicano Mitt Romney calificaría de «penitenciales», esto es, solicitudes de perdón al mundo musulmán por los errores cometidos. El perfil exterior de Obama podría quedar completado, en esos sus primeros meses de mandato, con las palabras que pronunció en Praga el 5 de abril del mismo año de 2009, cuando la Alianza celebra su reunión en la cumbre. Como era de esperar, y en fórmula que se había convertido en canónica para todos los responsables americanos, el presidente se refiere al carácter indispensable de la Alianza, tanto en los tiempos de la guerra fría como en los actuales, pero en realidad su atención se centra en otro terreno, al que concede la mayor parte de sus palabras: la reducción de armamentos nucleares en el mundo, tema sobre el que se extiende en detalle, ofreciendo variados foros para la consulta y la negociación. Pocos de ellos han llegado a materializarse. Y hoy es patente el incumplimiento de algunos de los acuerdos alcanzados en el terreno de la desnuclearización por parte de la Federación Rusa. Pero nada sustancial había ocurrido en el mundo hasta finales del año 2009 que hubiera podido poner en grave duda los propósitos neoaislacionistas del Presidente afroamericano. Bien es verdad que el cierre de Guantánamo no resultaba tan fácil como las promesas electorales habían dejado entrever. Y bien es verdad también, aunque para entonces no se conocieran los detalles, que el pacifista Obama no había dejado de proseguir activa y calladamente la lucha contra el terrorismo, exterminando en tierras remotas cuanto militante se ponía a tiro de los «drones» norteamericanos. En pocos meses la ciay el Pentágono habían utilizado el procedimiento más veces que las acumuladas por las anteriores administraciones. Y también exterminado por ese procedimiento a un múltiplo significativo de los terroristas que así habían caído en momentos previos.

La realidad, sin embargo, habría de mostrarse pronto con el carácter mostrenco que le es propio, poniendo a prueba las convicciones más profundas del equipo que con Obama había llegado a la Casa Blanca. En 2011 se expanden por el mundo del Medio Oriente y del norte de África las revueltas que en conjunto fueron calificadas como las «primaveras árabes». Ante la presión doméstica local y la internacional, Obama, a regañadientes, interviene para pedir y obtener del presidente egipcio Mubarak su dimisión. Pocos meses después, en Libia, la revuelta cobra carácter sangriento ante la negativa de Gadafi a seguir el ejemplo de su vecino egipcio y escuchando la demanda francobritánica de ayuda para regularizar la situación, Obama autoriza la participación de elementos aéreos y de inteligencia que resultan decisivos para acabar con la trayectoria y la vida del estrambótico y sangriento coronel libio. Pero lo hace, acuñando una frase y describiendo bien una conducta, «driving from behind», desde el asiento trasero, sin querer ocupar el protagonismo, que bien se acomoda a los principios y el carácter del personaje. Vacila Obama ante la situación en Siria, donde el presidente Al Assad se enfrenta brutalmente contra los opositores que con las armas exigen su partida, y ante la constancia de que el sirio ha utilizado la guerra química para acabar con beligerantes y población civil anuncia el establecimiento de una «línea roja» que de traspasarse desencadenaría una acción bélica americana. Pero una furtiva actuación rusa hace que el americano se olvide de sus amenazas al ofrecer Putin un acuerdo con Damasco para deshacerse de las armas químicas. Entre tanto, las milicias radicales islamistas que empiezan a ser conocidas por el «Estado Islámico» se aprovechan de la guerra civil siria y de la fragilidad iraquí —en donde Obama ha mostrado poco interés en conseguir del Gobierno de Bagdad un acuerdo sobre el estacionamiento de tropas en el país tras la retirada de los contingentes de combate, que hubiera garantizado una mayor capacidad de estabilidad y respuesta— para ocupar amplias franjas de terreno en ambos países, amenazando a otros vecinos. Obama se ve forzado a propiciar una coalición militar integrada entre otros por los principales países árabes de la zona para conjurar el peligro, aun reiterando su promesa de que no habrá soldados americanos sobre el terreno. En las relaciones con Rusia las mejores intenciones, gráficamente puestas de manifiesto por aquel «reset the button», poner la aguja a cero, que había lanzado Hillary Clinton desde la Secretaría de Estado, no llegaban a ningún buen puerto: Putin no ha perdido ocasión de exponer su antagonismo hacia Washington y hacia el mundo occidental, culminando con la invasión y anexión de Crimea y su hostigamiento en la zona oriental de Ucrania; una política aventurera que seguramente había descontado la falta de respuesta por parte del dubitativo Obama. La realidad ha vuelto a imponerse, si bien que con alguna vacilación. Washington ha encabezado una activa política de sanciones contra los rusos agresores, situados mentalmente en los peores tiempos de la guerra fría. Nada mejor se puede decir con respecto a China, empeñada en reforzar sus influencias en las zonas marítimas circundantes y en perjuicio de aliados tradicionales de los Estados Unidos —Filipinas, Japón, Corea del Sur—. De nuevo los Estados Unidos de Obama no han tenido más remedio que acudir en ayuda de sus amigos, aun a riesgo de perder los sanos propósitos iniciales de encontrar un nuevo ámbito de cooperación con el gigante asiático.

El choque con la realidad no ha impedido que Obama se aferre a sus convicciones. En fecha tan reciente como el 5 de mayo de 2014 el presidente, dirigiéndose a la nueva promoción de los graduados en la Academia Militar de West Point, afirmaba enfáticamente que «el hecho de que poseamos el mejor martillo no quiere decir que debamos tratar todos los problemas como si de clavos se tratara». Pero ya la ola ha cambiado de dirección, la opinión pública y la clase política ya no muestran los síntomas aislacionistas que hace tan solo cuatro años definían la atmosfera predominante en el país, los peligros evidentes del islamismo radical y del aventurismo ruso no dejan ya impasibles a nadie y el nervio del hayquehaceralgo y sololos Estados Unidospuedehacerlo está muy presente en medios políticos, diplomáticos y militares. Entre tanto un reconocido analista político de filiación demócrata, Vali Nasr, que había trabajado en el Departamento de Estado de Hillary Clinton a las órdenes directas del recordado Richard Holbrooke, publicaba a principios de 2014 un amargo libro cuyo título lo explica todo: The Dispensable Nation. American Foreign Policy in Retreat. Es transparente el juego de palabras y la explícita referencia a la definición de Madeleine Albright. En 2013 Robert Gates, que fuera el último secretario de Defensa bajo Bush y el primero bajo Obama, publicó unas memorias críticas sobre el indeciso presidente. Lo propio acaba de hacer con las suyas el sucesor de Gates y anteriormente director de la cia, Leon Panetta, quejoso de la falta de iniciativa que el actual inquilino de la Casa Blanca muestra en terrenos de la seguridad nacional e internacional. ¿Son los Estados Unidos una potencia residual? ¿Han dejado de poseer el carácter indispensable que en su momento tuvieron?

No basta con quererlo para ser indispensable. Es la magnitud que el país desplaza en la esfera internacional la que concede o niega esa cualidad. Que por supuesto está hecha de capacidades económicas, y militares, y políticas pero también de una determinada manera de concebir al mundo y a sus circunstancias, de una forma en que se imagina la estabilidad en las relaciones globales. Y normalmente, como ha venido ocurriendo con todas las potencias imperiales que en el mundo han sido, Roma y España entre ellas, son los demás los que corroboran la calidad del marchamo al solicitar ayuda, pedir inspiración o simplemente sentir temor del indispensable. Y, «a contrario», no basta con rechazar la etiqueta para dejar de serlo. La realidad de lo indispensable se suele imponer como si de una ley física se tratara, con las consecuencias correspondientes. En esa perspectiva, los Estados Unidos siguen siendo hoy una nación, en el sentido que le quiso dar Madeleine Albright, «indispensable». O al menos, evitando la rotundidad del adjetivo, «necesaria» para la estabilidad mundial. A pesar de los cambios sufridos en tamaños y capacidades durante los últimos decenios, el país sigue ocupando un puesto destacado en cualquiera de los parámetros que se quiera utilizar y, en consecuencia, solicitado por propios y ajenos a participar con mejor o peor fortuna en gran parte de las historias que a la humanidad afectan. No son impecables, es cierto, y las quejas por algunas o muchas de sus acciones pueden encontrar razones múltiples y validas para la crítica y el descontento. Pero en el resumen de la historia siguen siendo hoy el único país que tiene hechuras, y también secuencialmente disposición, para ocupar el sitio del «indispensable». No es este todavía el mundo «post americano» en el que Obama y sus partidarios querrían haberse instalado. Afortunadamente, cabría decir. Los posibles competidores —fundamentalmente y casi en exclusiva China— carecen de la capacidad y del fuelle para hacerlo. Mejor así. ¿Cabría imaginar sin escalofríos un mundo en el que la potencia indispensable fuera la que tiene su capital en Pekín y su poder en el Partido Comunista chino?

Madeleine Albright tenía razón en lo fundamental: los Estados Unidos de América juegan un papel central y positivo en la estabilidad de las relaciones internacionales. Y la severidad de los tiempos por los que el mundo atraviesa no ha hecho más que confirmarlo.

Academico correspondiente de la Academia de Ciencias Morales y Políticas