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La imposibilidad de constituir una teoría política de carácter liberal-conservador no es casual. Es sintomático a este respecto que la defensa del conservadurismo liberal por parte de uno de los pensadores más importantes del siglo XX, Michael Oakeshott, reivindicara más la actitud conservadora que su ideología. Pero si el liberalismo conservador quiere ser una alternativa en las sociedades del siglo XXI tiene que recuperar de nuevo sus valores y principios originarios.

Porque, en realidad, la supuesta incompetencia del pensamiento conservador por articular de un modo sistemático un conjunto de axiomas —y su falta de habilidad para concluir de ellos una visión completa del mundo—debe ser considerada una de sus principales y más irrenunciables señas de identidad.

No es, por tanto, tampoco accidental que el propio Richard Nisbet tuviera dificultades para presentar la coherencia de un pensamiento político que es tan heterogéneo como plural, tan antiguo como moderno. De hecho, uno puede preguntarse qué comparten esos pensadores que el propio Nisbet cataloga como conservadores, más allá de unos principios generales como la propiedad, la libertad o la tradición, por ejemplo. Ahora bien, una lectura atenta descubre que Oakeshott tenía razón: la preocupación desde Burke hasta él mismo no parece centrarse en la defensa de ciertas categorías intelectuales, sino en la mirada sobre los condicionantes que imposibilitan una verdadera convivencia social.

Y, desde esta perspectiva, no se puede negar que el conservadurismo defiende, antes que nada, un entramado moral o unos valores que se refieren tanto a la tradición como a la clara percepción de que, con ellos, la convivencia resulta más armónica y las instituciones más humanas. Pero si el conservadurismo ha tenido un enemigo, este, a decir verdad, trasciende las habituales distinciones políticas. Es más contra la teoría política que se escoraba preocupantemente hacia el racionalismo y que olvidaba la relevancia de la racionalidad práctica, de la prudencia, en la gestión de los asuntos comunes, la bestia negra de esos pensadores encuadrados tradicionalmente en la nómina conservadora.

Como supo ver Oakeshott, el conservadurismo propone una política de la moderación que hoy, en el contexto de la exacerbación de las identidades partidistas, no podemos considerar superflua. Por el contrario, uno estaría tentado de afirmar que es más necesaria que nunca. Para el pensador británico, «gobernar es una actividad limitada y específica que se refiere a la provisión y salvaguardia de reglas generales de conducta, entendidas estas, no como imposiciones de actividades sustantivas, sino como instrumentos que permiten a cada cual desarrollar, con la menor frustración, las actividades de su propia elección».

UN CONSERVADURISMO SIN ESPACIO

Así las cosas, no debería ser preocupante tampoco el desinterés mostrado por la teoría política actual hacia el conservadurismo, pues la misión de este no es, por seguir a los clásicos, ofrecer un sistema de ideas elaborado ex ante y adaptar a él la irreductible complejidad de nuestra vida colectiva. Más bien, a diferencia de las últimas teorías de la justicia, el pensamiento conservador busca ofrecer una mirada real, transitoria, más razonable que racional, que armonice los intereses muchas veces contrapuestos, pero sobre todo que renuncie a funcionalizar y absolutizar soluciones de laboratorio como modo de solventar las múltiples contigencias sociales.

Esa insistencia en el realismo, y la convicción de que en ocasiones la racionalización puede producir efectos paradójicos, es precisamente la que rebaja las expectativas teóricas del conservadurismo, pero, desde otra óptica, es también su logro más reputado. Al mismo tiempo permite tomar conciencia de sus virtualidades en la actualidad, ya que el desgaste de las instituciones, el desprestigio de la clase dirigente y de la política en general puede ser debido no solo a las negativas eventualidades de la crisis económica, sino también al hartazgo de un ciudadano que ha confiado demasiado en las promesas de una teoría política proclive a la utopía.

Aunque sería prolijo discutir la genealogía conservadora, la reivindicación del sentido común y de la prudencia, incluso en línea con el pensamiento anglosajón, heredero de la incierta calculabilidad con que la filosofía clásica se enfrentaba al estudio de los asuntos humanos, debe ser hoy considerada como el principal caudal del pensamiento conservador, junto con su intención moralizadora.

Puede que en el corto plazo la tendencia antiutópica del conservadurismo refrene, en una medida considerable, el atractivo electoral de sus propuestas. Puede también que sea poco eficaz en la tarea de arañar votos en el nuevo escenario de la sociedad del espectáculo, pero lo cierto es que, en un horizonte más amplio, es la única garantía para mantener tanto la identidad como el encanto de la actitud conservadora.

UN CONTEXTO SOCIAL HOSTIL

Si la desconfianza en la capacidad de la razón humana por ofrecer soluciones universales y definitivas fuera la característica más importante del conservadurismo, como aquí se sostiene, también Hayek podría ser calificado de conservador. Sus propuestas filosóficas a veces se antojan demasiado modernas —y, estrictamente hablando, hay un discutible legado ilustrado en su modelo antropológico— pero pervive en él aquella sensibilidad prudencial de la que hablamos. Su teoría del orden espontáneo es también una aguda denuncia de la perversa irracionalidad de ese racionalismo que no solo propone determinar el origen de la sociedad, sino que tiene la audacia de identificar cuáles han de ser sus fines indiscutibles.

Desconfianza en la razón y en el hombre, limitación del poder político, separación de poderes, propiedad, mercado, libertad individual, importancia de los valores y la religión, la familia y las instituciones intermedias… Estos son algunos elementos que están presentes en la visión conservadora. Pero desde un punto de vista teórico, lo más interesante —y lo que los representantes de otras opciones políticas no le perdonarán nunca al conservadurismo— es su defensa del orden espontáneo que, estrictamente hablando, tiene menos que ver con su proclividad hacia el mercado —y de la famosa mano invisible de Adam Smith— que con el pluralismo ordenado al que conduce su férrea convicción del carácter irreductiblemente libre y moral del individuo.

Además, hay que indicar que tanto en esa variante radicalizada del liberalismo clásico que es el anarcocapitalismo de Rothbard, por ejemplo, como en el individuo de Nozik, hay menos individualismo del que se encuentra, en un examen atento, en otros movimientos políticos de derecha o izquierda. Y menos también del que han heredado, casi inopinadamente, las teorías liberales constructivistas, el republicanismo y la teoría política discursiva, por referirme a las grandes líneas de pensamiento canónicas. Pues el individualismo, que es un fenómeno que nace con la sociedad moderna y que perfila la primacía del individuo, vacía el yo, lo convierte en un ente abstracto que necesita ser configurado política y socialmente. Hay, así, una línea de continuidad entre el individualismo moderno y todo colectivismo.

LAS ÚLTIMAS TRANSFORMACIONES SOCIALES

Con independencia de estas disquisiciones teóricas, no hay duda de que está generalizada la impresión de que los cambios sociales y económicos están socavando el contexto institucional y social del conservadurismo. Es como si la sociedad hubiera perdido aquellos rasgos que, al menos para los siglos XIX y XX, todavía hacían seductoras sus propuestas para gran parte de la población. Los cambios han alejado a los partidos conservadores de su base social, a juzgar por las transformaciones de los modos de vida y las actitudes, y parecería que es ya un mensaje marginal, condenado a desaparecer.

Se dice que, como movimiento político, el conservadurismo está quedando obsoleto. Pero en realidad lo que está desapareciendo es, cabalmente, lo que Nisbet llama en su clásico estudio su sustrato prepolítico. Los estudios muestran que cada vez son menos los jóvenes que se identifican con esta línea política; pero incluso los que se declaran conservadores, lo hacen sin ser conscientes o sin compartir sus valores tradicionales. Así, por ejemplo, cada vez son menos los que otorgan importancia a instituciones como la familia y optan por otros modelos de convivencia alternativos; se valora menos la propiedad privada; hay actitudes más tolerantes con respecto a las drogas o la pornografía y, como ha ocurrido entre los jóvenes republicanos de Estados Unidos, están igualándose los partidarios pro-life y los pro-choice.

¿Exige esto una modernización del mensaje conservador, un cambio de sus valores para adaptarse a las nuevas inquietudes sociales? ¿Tiene que renunciar a su tradición clásica y a sus valores para atraer y convertirse en alternativa de gobierno? A mi juicio, lo que muestran estos estudios es que las condiciones sociales han cambiado y, con independencia de que también la errónea estrategia conservadora, centrada en lo económico, ha contribuido a la generalización de estas nuevas actitudes, la verdad es que la renuncia a sus fundamentos originarios, que parece estar produciéndose paulatinamente, depararía el fin o conclusión del movimiento conservador. ¿Qué conservadurismo es aquel que ha renunciado a su propia conservación? ¿Se puede llamar conservador a un movimiento que pierde aquel espíritu con el que nació?

UN CONSERVADURISMO POSMODERNO

Pero ¿cuál es la causa de que se perciba esa vertiginosa obsolescencia del conservadurismo? Las formas de vida alentadas por una cultura social posmoderna son hostiles no solo al conservadurismo, sino también a todo aquel mensaje político que resista a la fragmentación, a la volubilidad e inconsistencia que se promueve desde el ámbito sociocultural. El cortocircuito entre las ideologías políticas y su base social no es solo un elemento que lastra el discurso conservador, sino que también ha debilitado otras opciones políticas, incluso las de la izquierda.

Es dudoso, pues, que pueda existir o crearse un movimiento conservador posmoderno, a no ser que se conserve el nombre para lo que ya no es propiamente conservador.

No es exagerado prever que las posibles concesiones ideológicas que el conservador haga como guiño electoral vaciarán la coherencia de su narrativa política y, a largo plazo, solo provocarán su marginalización de la esfera pública y un mayor desapego social. Por eso, la batalla política del movimiento conservador ahora ya no se juega en el parlamento o en las contiendas electorales, sino en otras esferas más alejadas del poder, como el ámbito social y el privado, en las que verdaderamente se decide su existencia futura.

La distinción, ya consolidada, entre espacio privado y espacio público es posiblemente lo que ha tenido efectos más disolventes y perjudiciales en la identidad conservadora. Y gran culpa de ello parte de la espuria comprensión del individuo que ha apoyado un conservadurismo liberal poco homogéneo intelectualmente, que no ha sabido articular influencias clásicas, humanistas e ilustradas y que, a la postre, a veces ha resultado contradictorio. El conservadurismo se contagió, pace Burke, de algunos dogmas ilustrados y esta mezcla no fue inocua.

EL RESCATE MORAL DEL INDIVIDUO

Ideológicamente, pues, el conservadurismo se ha cosificado, petrificado; ha perdido su aguijón personal, su atractivo moral, y lanza un mensaje hostil en unos entornos líquidos, fluctuantes, donde las ideologías más prolíficas se han transformado en mensajes sugerentes, vacíos, más atentos a la impostura y a la fugacidad de la moda que a la coherencia intelectual. Para hacer frente a un entorno electoral tan encrespado y desfavorable, muchos partidos conservadores han decidido abdicar de las luchas ideológicas clásicas —que insistían en la moralidad y en los principios— y proponer soluciones técnicas y económicas con el fin de reocupar un puesto de importancia en el espectro político.

Pero los argumentos y las promesas sobre la mejora de las condiciones de vida, las respuestas para granjearse apoyos electorales y el olvido de sus motivos fundacionales para ampliar su base social le pueden deparar una victoria tan pírrica que no tenga más destino que desaparecer en una mezcolanza ideológica y emocional que deje de lo conservador solo la etiqueta, mientras justo lo importante, o sea, las actitudes se hacen más anticonservadoras.

¿Puede regenerarse hoy una opción política conservadora? Solo podrá hacerlo detectando dónde se encuentran sus condiciones posibilitadoras. Así, el rearme de la actitud conservadora, de la que hablaba Oakeshott, tiene que batallar primeramente frente a la paulatina privatización del discurso político-moral que parecer imponer la pos-modernidad. Pues la distinción entre una esfera pública, vaciada de la heterogeneidad individual y comunitaria y conformada por la uniformidad social de lo políticamente correcto, y un ámbito privado, en el que solo rigen concepciones de bien supuestamente arbitrarias, es, como indicábamos, lo que ha provocado la reclusión del mensaje conservador.

Si quiere mantenerse vivo, entonces el conservadurismo no tiene que renunciar a defender los valores que le han caracterizado, pero tampoco volver su rostro frente a unos problemas sociales que tienen la capacidad y la responsabilidad de responder. En definitiva, debe asumir de nuevo sus formulaciones morales y políticas y no modificarlas por presión de lo social, sino conquistarlo enriqueciendo el debate público, menos polarizado de lo que parece.

El objetivo del conservadurismo no puede ser imponerse a fuerza de eficiencia económica; debe recuperar la dimensión pública de su mensaje, de sus valores y conducirlos desde la privacidad hasta la arena mediática. Para ello es indispensable que apueste por ampliar los márgenes de actuación de los individuos, y que se muestre convicente en la defensa de los valores propiamente humanos y comunitarios, decidiéndose a contrastar y denunciar esa sutil ideología, pero poderosamente dogmática, que representa la posmodernidad.

Profesor de Filosofía del Derecho (Universidad Complutense de Madrid).