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La sacralización de la política exterior como política de Estado ha acompañado a la diplomacia moderna desde su origen en el Renacimiento. El supuesto de que el consenso interno en cada país refuerza la posición internacional de los Estados entre el resto de las naciones, se ha convertido desde entonces en un dogma de fe que perdura hasta nuestros días. Y gobernantes de todos los colores siguen todavía hoy apelando persuasivamente a este mito para acallar la crítica a su gestión de las relaciones con otros Estados.

Sin embargo, esta convicción universal choca contra la realidad reciente de muchos países. En España, sin ir más lejos, cada vez resulta más arduo ponerse de acuerdo sobre la acción exterior más conveniente. Asuntos como Irak, Estados Unidos, Europa, Cuba o Venezuela han abierto una brecha profunda entre nuestras principales fuerzas políticas. Incluso los ex presidentes de gobierno más recientes se atreven a llevar adelante diplomacias paralelas, contradictorias con la del Ejecutivo de turno. Y más allá de nuestras fronteras, por poner otro ejemplo, Francia y Holanda nos acaban de sorprender desgarrándose en torno a la Constitución europea.

Aquí y allá el consenso se ha marchado y no es probable que regrese, porque las premisas en las que se basaba han dejado de tener validez. La buena noticia es que la llegada del disenso a las relaciones exteriores no es tan mala noticia.

UN MITO SOBRE ARENAS MOVEDIZAS

Varios factores han confluido para acabar con los tiempos en los que los países tenían una sola política exterior. Primeramente, mientras el Estado-nación era un bloque monolítico, un puñado de mandatarios en los que se concentraba todo el poder promulgaba la ortodoxia de la acción exterior del Estado. Ahora, fenómenos como la democratización o los nacionalismos han difuminado el poder político dentro de los países. Aunque una buena parte del mismo sigue estando en manos de los gobiernos, los parlamentos y las regiones se han ido apropiando de facultades de imperio cada vez mayores. Por si esto fuera poco, la soberanía de facto ha dejado de ser un poder exclusivamente estatal para dispersarse hacia organizaciones no gubernamentales y la sociedad civil en general. Consiguientemente, el Estado entero, y no solamente el Ejecutivo, ha perdido el monopolio de la acción exterior.

Mientras el Estado-nación era un bloque monolítico, un puñado de mandatarios en los que se concentraba todo el poder promulgaba la ortodoxia de la acción exterior del Estado. Ahora, fenómenos como la democratización o los nacionalismos han difuminado el poder político dentro de los países.

La diplomacia forma parte ya de la actividad cotidiana de numerosos agentes estatales y no estatales, en la que cada cual obra como mejor le parece. De este conglomerado variopinto difícilmente puede salir una posición nacional unívoca hacia el extranjero.

Asimismo, durante la era de la soberanía westfaliana los países eran compartimentos estancos sobre la Tierra, hasta que la globalización de las últimas décadas ha desdibujado los límites entre las políticas interna e internacional. Confundidas las dos, los antedichos múltiples agentes políticos han dejado de pensar en clave estatal para hacerlo en términos de intereses y objetivos parroquianos, que ya no se definen por su pertenencia a un ámbito geográfico delimitado por las fronteras. De este modo la acción exterior se ha convertido en un lugar más para las peleas fratricidas, en vez de aquel remanso en el que las naciones alcanzaban la concordia interior. Con frecuencia la diplomacia es ahora la política interior por otros medios, parafraseando a Clausewitz. Por eso hoy los países pueden llegar a tener tantas políticas exteriores como internas.

Con frecuencia la diplomacia es ahora la política interior por otros medios, parafraseando a Clausewitz. Por eso hoy los países pueden llegar a tener tantas políticas exteriores como internas.

En último término, y como consecuencia de estas transformaciones, el espejismo del interés nacional, antaño fundamento teórico de la política exterior como política de Estado, ha terminado entrando en crisis. Lo que era la piedra angular de las explicaciones realistas de las relaciones internacionales y aún sigue siendo moneda de uso corriente entre los diplomáticos, en un afán simplificador, se ha convertido en un ideal cada vez más indefinible e inalcanzable. Lo que podría existir en el mundo de las ideas de Platón no pasa de ser la sombra de una entelequia en la caverna de la realidad en la que vivimos. La fragmentación del poder estatal ha poblado los países de una multitud de intereses particulares frecuentemente irreconciliables entre sí, mientras lo transnacional no deja distinguir lo autóctono de lo foráneo. En este magma no resulta sencillo deducir un interés general, sin el cual a duras penas se puede levantar una política de Estado. Al cabo, la definición del interés nacional se convierte en una construcción mental o un ejercicio de relativismo para el que todos se sienten legitimados. Y así, sin los absolutos que constituían sus pilares filosóficos, las políticas de Estado están condenadas a morir.

La fragmentación del poder estatal ha poblado los países de una multitud de intereses particulares frecuentemente irreconciliables entre sí, mientras lo transnacional no deja distinguir lo autóctono de lo foráneo. En este magma no resulta sencillo deducir un interés general, sin el cual a duras penas se puede levantar una política de Estado.

Al mismo tiempo, en Europa el consenso ha dejado de ser vital. Cuando la supervivencia de la nación estaba amenazada, como sucedía por doquier hasta mediados del siglo pasado, los países tenían que mostrar hacia fuera un frente sin fisuras. Sin embargo, a partir de la Segunda Guerra Mundial ese estado de naturaleza hobbesiano en el que cada pueblo era un lobo para el otro se ha ido paulatinamente esfumando de nuestro continente, hoy pacificado alrededor de la democracia y el movimiento integrador. Sin enemigos mortales, la unidad nacional en torno al estandarte de la política exterior se ha vuelto innecesaria.

Finalmente, en el caso de España, han desaparecido las razones que nos llevaban a ser distintos de los demás. Durante el régimen anterior, era Franco quien dictaba la política exterior de su puño y letra. Tras su muerte, la conflictividad en el ámbito de la acción externa siguió largo tiempo proscrita porque podía reavivar, dentro y fuera de nuestro país, fantasmas de dictaduras y guerras civiles. Ni siquiera nuestro ingreso en la OTAN pasó de ser un mero episodio de aparente discordia. Pero desde que la alternancia de la izquierda y la derecha, primero con la victoria, del PSOE y luego con la del PP, confirmó el arraigo irreversible de la estabilidad democrática en nuestro suelo, también nosotros podemos discrepar sobre los asuntos extranjeros sin que cunda la alarma.

LA POLÍTICA EXTERIOR POR OTROS MEDIOS

Además de haberse convertido en misión prácticamente imposible, el consenso en política exterior no es deseable, en la medida en que reduce la fuerza y el margen de maniobra de los gobiernos en las negociaciones internacionales, contrariamente a lo que postula el tópico. En ellas es habitual que el negociador recurra exitosamente a las presiones de algún sector de su país radicalmente opuesto a hacer concesiones, con el objeto de evitar firmar las cláusulas menos favorables. Esto no sucede cuando reina el consenso, porque éste es generalmente un acuerdo de mínimos, y quien parte con una posición blanda empieza a jugar con desventaja. En la mesa internacional, salen ganando las palomas cuando tienen halcones en el nido. Los nuevos tiempos también permiten poner la política interior al servicio de la diplomacia.

A partir de la Segunda Guerra Mundial ese estado de naturaleza hobbesiano en el que cada pueblo era un lobo para el otro se ha ido paulatinamente esfumando de nuestro continente, hoy pacificado alrededor de la democracia y el movimiento integrador.

Los ejemplos abundan. Así, Estados Unidos, un país en el que el gobierno de la Federación está dividido entre el Ejecutivo y el Legislativo, dos instituciones a menudo en manos de partidos políticos distintos, traer a colación las pegas que pondrá el Senado para ratificar el tratado internacional que sus diplomáticos están negociando se ha vuelto una cantinela que ablanda con frecuencia a todos los que están en tratos con Washington.

En las rondas del GATT y luego de la OMC sobre agricultura, son numerosos los países que aducen con efectividad la imposibilidad de eliminar las subvenciones a los productos agrícolas debido a las movilizaciones de sus agricultores.

Suiza es otro caso de país que ha conseguido unos acuerdos más favorables con la Unión Europea arguyendo el riesgo real de que estos tratados pudieran o puedan ser rechazados en referéndum por una población escindida en torno a la cuestión europea.

Nuestro país, en fin, también resultó beneficiario del disenso cuando, en 1985, la posibilidad de un voto negativo en el referéndum sobre nuestra permanencia en la OTAN convenció a la Comunidad Europea de la necesidad de acelerar la tramitación de nuestra petición de ingreso en esta organización supranacional.

Además de haberse convertido en misión prácticamente imposible, el consenso en política exterior no es deseable, en la medida en que reduce la fuerza y el margen de maniobra de los gobiernos en las negociaciones internacionales, contrariamente a lo que postula el tópico.

No es casual que, tras el reciente rechazo francés a la Constitución europea, el primer ministro danés, Anders Fogh Rasmussen, se haya apresurado a pedir garantías de que ese texto no será modificado próximamente para contentar a quienes ahora voten negativamente. Sin duda este dignatario nórdico recuerda que, cuando su país se opuso al Tratado de Maastricht en un primer referendo, el Consejo Europeo adoptó una decisión interpretando tal acuerdo de forma más ventajosa para Dinamarca. Otro tanto sucedió cuando Irlanda rechazó el Tratado de Niza, lo que provocó una serie de declaraciones interpretativas del Consejo Europeo al gusto de Dublín.

Ahora y en el futuro, España puede seguir sacándole partido a la división, cosa que seguramente estará y continuará haciendo, en terrenos como los derechos humanos o las relaciones comunitarias, entre muchos otros. Por ejemplo, la existencia de acusaciones de contemporización con las dictaduras que se achaca a quienes mantienen políticas de diálogo constructivo con regímenes autoritarios, como China o Cuba, se puede transformar en un argumento convincente ante las autoridades de esos países, con vistas a conseguir liberaciones de presos políticos u otros avances en su situación de derechos humanos. De igual modo, las críticas habidas en nuestro país por haberse renunciado a ciertas ventajas adquiridas en Niza pueden ser esgrimidas por Madrid ante Bruselas, París y Berlín con el fin de obtener un proceso de desmantelamiento de los fondos de cohesión lo menos doloroso posible para España.

En la mesa internacional, salen ganando las palomas cuando tienen halcones en el nido. Los nuevos tiempos también permiten poner la política interior al servicio de la diplomacia.

Por añadidura, el disenso amplía la autonomía de los gobiernos, ya que les permite sacar de la baraja de todas las posturas con apoyos dentro de sus respectivos países aquella que más les conviene en un momento dado, aunque no comulguen plenamente con ella y lo hagan por razones tácticas. Así, el negociador internacional se puede escudar en los grupos de presión de la industria pesquera nacional para pedir cuotas de pesca por encima de las cantidades que sus autoridades de Medio Ambiente estarían dispuestas a tolerar, con vistas a terminar aproximándose a su objetivo ideal. El consenso, en cambio, introduce una rigidez perniciosa para la negociación internacional, puesto que una vez conseguido no resulta fácil para el Ejecutivo apartarse de él, ni para mal ni tampoco para bien.

BENEFICIOS COLATERALES

Aquí no se acaban las razones que militan a favor del disentimiento. Este, además, puede contribuir a que la política exterior sea más democrática, eficaz y estable. Más democrática, porque alienta y enriquece el debate nacional sobre los asuntos extranjeros en mayor medida incluso que la búsqueda del consenso. De esta manera, la acción exterior del Estado gana en legitimidad, para lo que basta y sobra esa reflexión conjunta entre el poder público y la sociedad con anterioridad a la adopción de la correspondiente decisión de política exterior. Por regla general, un plebiscito favorable para cada resolución gubernativa no es ni necesario ni conveniente, ya que los Ejecutivos deben conservar cierto margen de libertad en su actuación exterior para no quedar presos en la demagogia y del populismo. La reválida democrática les llegará oportunamente en el momento de las elecciones.

Sería más eficaz, porque el aporte de ideas y la puesta en tensión de los gobernantes inherentes a toda controversia mejora la calidad técnica del proceso de análisis y toma de decisiones en política exterior. Verbigracia, probablemente salga ganando nuestra política hacia La Habana si su rumbo está sometido a un mareaje permanente, lo que dificultará los pasos en falso. Nada obsta para que este diálogo nacional se beneficie con la participación en el mismo de antiguos presidentes de gobierno. Aun desprovistos de potestas, su experiencia como estadistas les provee de una auctoritas que sería una pena desperdiciar.

Y más estable también, porque una diplomacia paralela a cargo de guen plenamente con ella y lo líderes de la oposición, incluso en hagan por razones tácticas. contradicción con la política exterior oficial, puede ayudar a confinar eventuales tensiones con otro país a un plano estrictamente gubernamental. Facilita las relaciones entre las naciones al margen de los vaivenes en las relaciones entre los Ejecutivos. Por eso los contactos de antiguos dirigentes del PP con la Casa Blanca otorgan más credibilidad a las afirmaciones de los presidentes Bush y Zapatero acerca de la solidez de la alianza hispano-norteamericana.

Los vínculos de la oposición con terceros gobiernos también pueden contribuir a mantener los canales de comunicación con otros países en los momentos de dificultades en las relaciones bilaterales, como sucedió cuando el ex presidente demócrata estadounidense Jimmy Cárter fue recibido en Cuba por Fidel Castro, con todos los honores, en mayo del 2002, en plena era republicana. De todos modos, en la hipótesis de que ganen unas elecciones, los opositores llegarán al gobierno con un bagaje de contactos internacionales que les facilitará su andadura como estadistas.

LA LLAVE DE LAS RELACIONESI NTERNACIONALES

Por regla general, un plebiscito favorable para cada resolución gubernativa no es ni necesario ni conveniente, ya que los Ejecutivos deben conservar cierto margen de libertad en su actuación exterior para no quedar presos en la demagogia y del populismo.

La creencia generalizada de que las divisiones internas disminuyen el peso relativo del Gobierno, y por ende del país, en sus relaciones bilaterales es otro temor sin fundamento. ¿Acaso la fractura de la sociedad estadounidense durante el mandato de George W. Bush ha restado peso internacional a la superpotencia o a su líder supremo? No lo ha hecho, porque es el Gobierno de turno quien posee el control de las relaciones internacionales del país en el plano oficial. Él es quien puede votar a favor o en contra de una resolución en Naciones Unidas, quien puede llamar a consultas a su embajador, quien puede conceder un préstamo a otro país, quien puede firmar un tratado con otro Estado o quien puede decidir la aplicación de sanciones contra otro país. Que un Felipe González en la oposición pudiera desplazarse o no a Marruecos en algún momento delicado de nuestras relaciones bilaterales con el régimen alauita, difícilmente hubiera podido afectar al vínculo entre Madrid y Rabat. Que ahora José María Aznar censure al Gobierno actual por haber retirado las tropas españolas de Irak tampoco tiene nada que ver con la supuesta frialdad de Washington hacia Madrid.

Es más, la falta de popularidad de un jefe de gobierno por sus lares apenas afecta a su capacidad de liderazgo internacional, siempre y cuando su permanencia en el poder esté asegurada. Véase sino cómo un presidente Clinton debilitado en su feudo por un escándalo con una becaria y el boicoteo sistemático de los sectores más radicales de la derecha, consiguió sin demasiadas dificultades el respaldo de la OTAN para poner orden en Kosovo. Esto ocurre porque los dirigentes mundiales no se miden entre sí con patrones internos, sino internacionales. Lo que cuenta son las capacidades del país que tienen detrás, así como su red de contactos por el mundo y su reputación entre sus pares, que no tiene por qué coincidir con su popularidad doméstica.

Lo que cuenta son las capacidades del país que tienen detrás, así como su red de contactos por el mundo y su reputación entre sus pares, que no tiene por qué coincidir con su popularidad doméstica.

La unidad interna confiere a una nación más influencia en el mundo únicamente cuando peligran su integridad territorial, sus valores más esenciales, o sus intereses más vitales. Cuando un país está en guerra es imprescindible cerrar filas en torno a los líderes, como bien recordaban Astérix y Obélix a unos compatriotas no siempre bien avenidos. Por este motivo pocos dudan que Estados Unidos perdió la guerra de Vietnam más en Norteamérica que en el Lejano Oriente. De ahí igualmente que los contendientes traten de dividir internamente al enemigo, como intentaban hacer recíprocamente Saddam y Bush en la fase previa a la invasión de Irak, porque saben muy bien que la cohesión interior refuerza la determinación y, por consiguiente, la capacidad de lucha del adversario. No obstante, no hay que olvidar que este tipo de situaciones es excepcional en la actividad diplomática cotidiana de la mayoría de los países, incluido el nuestro.

LA SOMBRA DE LA POLÍTICA INTERIOR

¿Por qué, a pesar de todas estas razones, nos empeñamos en mantener la ficción que hace de la diplomacia una cuestión de Estado? No es casualidad que quien ocupa el poder, independientemente de su ideología, abandere automáticamente el consenso, puesto que éste proyecta una imagen de funcionamiento bien engrasado de la maquinaria del servicio exterior que se traducirá previsiblemente en réditos electorales. Por ello donde el disentimiento duele a los países es en las cosas de casa, no en las de fuera. Este intento de subordinación de la política exterior a la interior no es sorprendente, habida cuenta de que mantenerse en el poder es posiblemente el objetivo primordial de los regidores.

Cuando un país está en guerra es imprescindible cerrar filas en torno a los líderes, como bien recordaban Astérix y Obélix a unos compatriotas no siempre bien avenidos.

Más llamativa empero es la facilidad con la que incluso la oposición se deja seducir en el plano dialéctico por la coartada del consenso esgrimida habitualmente por los gobiernos, aunque luego la ignore en la práctica. Probablemente, los esquemas mentales con los que operamos todavía no han asimilado la erosión de los pilares que la justificaban en el pasado. A este desfase se añade la tendencia natural a extrapolar mistificadoramente a la conducta de los pueblos determinados instintos arraigados en la psicología individual. Así, el tentador argumento de que los trapos sucios sólo se lavan en casa es válido para el ámbito privado, pero no para el público en el que se mueven todas las políticas, incluida la exterior. Igualmente, el gregarismo como reacción ante el miedo casa mal con las relaciones internacionales contemporáneas, más basadas en la cooperación que en el conflicto. Por pudor colectivo o porque suena escasamente patriótico, airear desavenencias internas no es de buen tono.

La relación con el extranjero termina siendo víctima del disenso solamente cuando éste se convierte en un fin en sí mismo. La contestación por principio distrae energías públicas e incluso puede llevar a la parálisis gubernamental. En cualquier caso, distorsiona la acción estatal en su totalidad, tanto en su dimensión interna como externa, porque puede provocar una espiral de negativismo en la que la oposición arremete sistemáticamente contra todas las decisiones del Ejecutivo y éste basa su actuar en el desmantelamiento porque sí de toda la labor de su predecesor: si con Venezuela sí, con Venezuela no; si con Francia no, con Francia sí. Tampoco debería extrañar que en muchas de estas ocasiones sea la oposición quien pretenda el sometimiento de la acción exterior a consideraciones domésticas, puesto que alcanzar al poder suele ser su prioridad.

Salvando estas circunstancias extremas, la política exterior reclama disenso, por lo que no conviene relegarla al cajón de las políticas de Estado. Forzar una identidad entre estos dos términos constituye un falso silogismo que conduce a la peligrosa conclusión de hacer de las relaciones con el extranjero un tabú. Las eventuales consecuencias nocivas de la disensión tienen remedio si se toman algunas precauciones. Ante todo, para evitar toda posibilidad de que la diplomacia sucumba a la política interna, la crítica tiene que ser responsable y estar bien fundada, tanto en términos de ética como de lógica. Debe hacerse en y a conciencia. No debe convertirse en un instrumento para conseguir fines espurios o partidistas ni tampoco ser banal, porque así no se mejora la calidad de las decisiones de política exterior.

A la cosa pública tampoco le vendría mal acostumbrarse a vivir en un estado de concordia discors horaciano, en una armonía en la discordia que no perturbe el funcionamiento de la maquinaria estatal, e incluso lo mejore. Al fin y al cabo, como venía a decir William Fulbright, en una democracia el disentimiento también es un acto de fe, porque, como una medicina, la prueba de su valor no reside en su sabor, sino en sus efectos. Quizá haya llegado el momento de sustituir un dogma obsoleto por otro inevitable.