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Un dudoso pero indiscutible mérito de Julian Assange consiste en haber vuelto a hacer realidad lo impensable. Recordando en algunos aspectos al 11-S, la reciente difusión por parte de Wikileaks de aproximadamente 250.000 telegramas reservados de las embajadas de los Estados Unidos es otro acontecimiento sin precedentes. Ciertamente, desde que se inventó Internet, se sabía que la confidencialidad en las comunicaciones privadas de las personas y de las organizaciones estaba más en peligro que nunca. Sin embargo, nunca hasta ahora se había tenido conciencia de que las filtraciones de documentos secretos podían ser masivas, de que para ello bastaba un puñado de ciudadanos corrientes y de que el gobierno más poderoso del planeta era igualmente vulnerable a esta amenaza.

Inevitablemente, este suceso ha suscitado reacciones tan diversas como encontradas, incluyendo los que opinan que simplemente se trata de un episodio pasajero con una relevancia a lo sumo mediática o los que defienden firmemente estas filtraciones abogando además por la abolición del secreto en las comunicaciones diplomáticas. En medio de esta polémica, es oportuno preguntarse cuál es la trascendencia política presente y futura de estas revelaciones y, en general, de la existencia de Wikileaks. Esta es asimismo una ocasión propicia para reflexionar sobre las consecuencias que tendría para el mundo el surgimiento de una diplomacia totalmente abierta, algo que Woodrow Wilson propuso hace tiempo en el primero de sus famosos Catorce Puntos.

Este asunto es un caso típico de interacción entre la política interior y la política exterior. En una primera aproximación, los hechos objeto de este estudio reflejan la tensión existente entre el derecho a la información propio de las sociedades democráticas en el siglo XXI y la necesidad del secreto inherente desde tiempos inmemoriales a las relaciones entre los gobiernos. Como ha dicho Timothy Garton Ash, captando muy bien sus dos dimensiones esenciales, lo acaecido es el sueño del periodista y la pesadilla del diplomático. Por lo tanto, desde esta doble perspectiva es como hay que abordar la cuestión de los efectos políticos de las actividades de Wikileaks. En primer lugar, en el plano nacional, porque repercuten sobre los derechos humanos y, en última instancia, sobre la democracia. Y en segundo lugar, en el plano internacional, porque afectan a la diplomacia y, en definitiva, a las relaciones entre los Estados.

En consonancia con este esquema, las conclusiones a las que llega este análisis contradicen la visión generalizada entre los medios de comunicación de que Wikileaks es un fenómeno positivo. Primero, las antedichas filtraciones en masa de telegramas diplomáticos reservados han sido perjudiciales, tanto desde el punto de vista de las libertades individuales como desde la óptica de las relaciones internacionales.

Segundo, la sombra del pasado, es decir, la mera posibilidad de que estos hechos se repitan, mermará de alguna manera la calidad tanto de la democracia como, sobre todo, de la diplomacia. Y tercero, un mundo Wikileaks, es decir, un hipotético escenario en el que la transparencia en la política exterior fuese absoluta, significaría el fin de esas dos instituciones, con consecuencias nefastas en la esfera nacional para los países democráticos y en la esfera internacional para la comunidad de naciones.

LA FALACIA MAQUIAVELICA DE JULIAN ASSANGE

Los defensores de Wikileaks tienen un punto de razón. Es verdad que en un régimen democrático los ciudadanos deberían estar bien informados de lo que hace su gobierno en sus relaciones con el extranjero. Y es innegable también que la mayoría de los ministerios de asuntos exteriores conservan todavía un afán secretista carente de justificación en los tiempos modernos. No obstante, una cosa es ser transparente y otra es tener la obligación de publicarlo todo en Internet, por las buenas o por las malas. Efectivamente, la trasparencia absoluta en la política exterior no es imprescindible para la existencia de la democracia. En cambio, lo que sí es necesario para la supervivencia del Estado de Derecho es el respeto a la privacidad de las personas, sean éstas físicas o jurídicas, privadas o públicas, puesto que en último término todas las organizaciones humanas están integradas por individuos.

Por consiguiente, para calibrar bien los efectos de las filtraciones de Wikileaks sobre la democracia, es preciso determinar cabalmente a qué libertades afectan y cómo lo hacen. Y cuando se examina este asunto desde el punto de vista moral y legal de los derechos humanos, resulta evidente que lo que aquí ha ocurrido es una vulneración sistemática de la confidencialidad de la correspondencia, un derecho fundamental en cualquier democracia y reconocido como tal en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Efectivamente, en principio, es legítimo el deseo de ocultar determinados contenidos a la luz pública propio de todos los individuos y de todas las organizaciones, gobiernos inclusive. ¿Acaso a Wikileaks le parecería bien que se dieran a conocer todas sus comunicaciones internas sin su previo consentimiento? Cuando menos, los embajadores que firmaron todos esos telegramas tenían derecho a saber antes de redactarlos que acabarían siendo publicados en la prensa.

Por el contrario, el secreto en las comunicaciones diplomáticas no es un obstáculo para la existencia de la democracia. Como atestiguan los contenidos de los telegramas del Departamento de Estado, el servicio exterior estadounidense cumple por regla general con la ética y con la ley, al igual que sucede en la inmensa mayoría de los países. En un Estado de Derecho se pueden arbitrar una serie de mecanismos de control para que los representantes de la soberanía popular fiscalicen adecuadamente el uso de la confidencialidad en el ámbito del servicio exterior, sin que los diplomáticos tengan que actuar en el extranjero permanentemente de cara a la galería interna, sin los inconvenientes que ello tiene en los ámbitos nacional e internacional, como luego se verá con más detalle.

Contrariamente a lo que Assange pretende falazmente, en este caso la libertad de expresión nunca ha estado en juego. Por definición, este derecho humano corresponde a las personas que desean expresarse en público sin poder hacerlo a causa de la actuación de un gobierno que se lo impide. Sin embargo, es obvio que el Departamento de Estado no estaba deseando propalar sus mensajes cifrados, ni estaba amordazando con ellos a nadie en su libertad de transmitir sus opiniones. De otra parte, el derecho a la in- formación, invocado ocasionalmente por algunos medios para justificar la difusión de estas revelaciones, tampoco es aplicable a esta situación, toda vez que las mismas han sido obtenidas por medios ilícitos y sin la anuencia de los interesados. Esta prerrogativa no es por lo tanto ilimitada, como pretenden algunos, sino que se acaba precisamente allí donde comienza el derecho a la privacidad.

Las filtraciones de documentos oficiales reservados únicamente podrían estar justificadas en supuestos muy puntuales y excepcionales. En concreto, para poner al descubierto las conductas de un gobierno claramente delictivas, inmorales o contrarias al interés nacional. Este fue el caso, por ejemplo, de la publicación de los papeles del Pentágono. Si ese fin encomiable hubiera sido el objetivo real de Wikileaks esta organización solamente habría dado a conocer las comunicaciones reveladoras de conductas irregulares del gobierno norteamericano. En contraste, la publicación de la totalidad de los telegramas en su haber demuestra que lo que buscaba esta organización era menoscabar el poderío de los Estados Unidos.

Así, paradójicamente, el supuesto idealismo de Julian Assange esconde un realismo hijo de Maquiavelo. En efecto, el auténtico objetivo de su cruzada no es la libertad de expresión, como asegura públicamente en su página web para vestir con un ropaje democrático lo que en el fondo es una agresión al Estado de Derecho, sino la lucha contra los poderes establecidos y sus abusos. Para comprender las verdaderas intenciones del director de Wikileaks, conviene retrotraerse al ambiente libertario en el que transcurrió su infancia, en el que incluso la asistencia a la escuela estaba mal vista. Desde esta perspectiva, el poder político y económico sería intrínsecamente malo, por lo que habría que erosionarlo para devolvérselo a los individuos. En definitiva, el sueño de Assange sería el regreso del hombre a ese estado de naturaleza previo al contrato social en el que se basa el actual Estado-nación.

Sin embargo, por Hobbes, Locke y Rousseau, es sabido que en esa construcción mental no solamente reinaba la violencia, sino que gran parte de las libertades básicas del individuo estaban sin protección. Es más, en una situación así, algunos ciudadanos o medios de comunicación también podrían alcanzar un poder desproporcionado, gracias al control que podrían ejercerían sobre la información y, en particular, sobre las filtraciones. Ahora bien, a diferencia de lo que ocurre con las instituciones públicas en una democracia liberal, estos individuos apenas estarían sujetos a mecanismos democráticos de elección, supervisión y contrapeso, por lo que sus abusos podrían ser aún mayores que los de los organismos públicos.

La anarquía que Assange propone, no tan ingenuamente como parece, es la antítesis del Estado de Derecho. En esa sociedad, todos seríamos el Gran Hermano, con la circunstancia agravante de que unos lo serían más que otros. Casualmente, el director de Wikileaks se convertiría en uno de los grandes ganadores en esa hipotética redistribución de papeles. En última instancia, ¿quién le controlaría a él o, en general, al cuarto poder? En conclusión, no conviene hacerse ilusiones sobre esa nueva revolución orwelliana en la granja de la diplomacia.

UNA FALSA PROMESA DEMOCRÁTICA

En efecto, además del daño actual que supone esta violación masiva del derecho al secreto en la correspondencia, las consecuencias para el futuro de la democracia de estas filtraciones y de la existencia de Wikileaks serán también negativas, especialmente si esta organización consiguiese imponer de facto la transparencia absoluta en la acción exterior de los Estados democráticos.

En primer lugar, la operatividad de esta organización es un peligro para la privacidad de todas las personas, tanto públicas como privadas. Si se viola impunemente la confidencialidad a la que tienen derecho los representantes de cualquier gobierno, se corre el riesgo de acabar vulnerando sistemáticamente el derecho al secreto de la correspondencia de todos los ciudadanos. Por eso, la apología de las actividades de Assange que están realizando algunos medios es especialmente preocupante, porque equivale a una invitación para la reiteración de este tipo de actos inmorales e ilegales indiscriminadamente.

En segundo lugar, el resultante deterioro de las libertades en el interior de los países democráticos perjudicaría a su vez el objetivo de promover la democracia en el mundo. Con sus Estados de Derecho devaluados, estos países tendrían menos legitimidad para reclamar el cumplimiento de los derechos humanos en otros lugares del planeta, y en alguna medida dejarían de ser un modelo a imitar por los países autoritarios.

En tercer lugar, en la competición internacional entre las democracias y las autocracias, los países democráticos serían los más perjudicados por la existencia de Wikileaks. Los gobiernos de los países totalitarios poseen un mayor control de la información, y por lo tanto de las filtraciones, que sus homólogos en los Estados de Derecho. En consecuencia, la actividad de esta organización otorgaría una ventaja adicional a los regímenes dictatoriales, en detrimento a su vez de la democracia en el mundo. Por ejemplo, está claro que ahora Corea del Norte o Irán pueden calibrar mejor que antes hasta dónde puede llegar Washington en el ejercicio de su diplomacia coercitiva, lo cual les fortalece frente a Estados Unidos. En verdad, no es una casualidad que los gobiernos de China, Venezuela y Cuba sean algunos de los que más se han alegrado por estas divulgaciones.

En cuarto lugar, una política exterior completamente transparente sería perjudicial para la defensa de los intereses generales de un país, al revés de lo que se supone que debería ser lo propio en un régimen representativo. En cualquier negociación, que es básicamente en lo que consisten las transacciones entre los gobiernos, la transparencia en los detalles se presta a su utilización demagógica con fines electoralistas, partidistas o sensacionalistas. Sin embargo, para el conjunto de la nación, una acción exterior impulsada por los representantes legítimos del pueblo, expuesta a la reválida principalmente en el momento de las elecciones, es mejor que otra dictada por imperativos de política interior, por la prensa o por los vaivenes emocionales de la opinión pública.

Por ejemplo, el denominado factor CNN, en lugar de los intereses nacionales, fue lo que llevó a Washington a comienzos de los años 1990 a intervenir precipitadamente en Somalia y a salir de este país poco después sin haber cumplido su misión humanitaria. Bastaron para lo primero las imágenes de una población desangrándose en un conflicto civil y para lo segundo las secuencias del derribo de un helicóptero cargado de marines estadounidenses, inmortalizadas en la película Black Hawk Down.

En quinto lugar, para colmo de las ironías, la diplomacia del futuro será seguramente más opaca por culpa de Wikileaks, que así obtendrá el efecto exactamente opuesto al supuestamente perseguido. A partir de ahora, es de suponer que todos los gobiernos serán más cautelosos en sus comunicaciones. Con la finalidad de evitar indiscreciones, restringirán la circulación de sus informes reservados. En consecuencia, estos documentos contendrán menos información o bien utilizarán un lenguaje más críptico, de modo que solamente quienes estén en los detalles podrán comprender su pleno significado leyéndolos entre líneas.

Por último, la idea de que las revelaciones de Wikileaks sobre las prácticas corruptas y represoras de las autocracias promoverán el cambio político en esos países es una exageración. Frente a lo que algunos afirman, esta organización no ha jugado un papel decisivo en los acontecimientos que han llevado recientemente al derrocamiento de la dictadura de Ben Ali en Túnez. La población tunecina ya sabía con anterioridad cómo eran sus gobernantes, aparte de que han sido sobre todo Internet y las redes sociales los instrumentos auxiliares que han facilitado la movilización callejera en ese país. Las causas que conducen a las transiciones políticas son más profundas y los detonantes otros. Si no fuera así, hace tiempo que se habría extendido un tsunami democrático por todo el planeta.
La virtualidad de la organización de Assange a este respecto es como mínimo ambivalente. En algunos países autoritarios, sus filtraciones podrían incluso desatar una persecución a los opositores delatados en los telegramas del Departamento de Estado. Según algunas informaciones, esto es lo que estaría ocurriendo en Zimbabue, donde la represión de Robert Mugabe podría recaer sobre algunos de los miembros más aperturistas de su partido, por haberse atrevido a hacer confidencias a la embajada norteamericana en Harare.

EL SECRETO DE LA POLÍTICA EXTERIOR

Desde el punto de vista más práctico de las relaciones internacionales, el efecto neto de estas filtraciones ha sido también negativo. Al salir a relucir comentarios críticos de las embajadas norteamericanas acerca de las autoridades de ciertos países, se han creado obviamente fricciones in- necesarias en las relaciones entre Washington y el resto del mundo, con repercusiones en ambas direcciones. A resultas de ello, por ejemplo, el Departamento de Estado ha tenido que relevar a su embajador en Trípoli, y muchos de sus representantes en otros lugares serán mirados ahora con recelo e incluso con animadversión. Y el daño podría haber sido aún mayor si los telegramas afectados hubiesen sido los clasificados con el máximo nivel de confidencialidad, con el que se protege la información más sensible.

Por lo tanto, como ha señalado acertadamente la secretaria de estado Hillary Clinton, estos hechos han constituido un ataque a toda la comunidad internacional. Contrariamente a lo que parece, la principal víctima de esta situación no ha sido Estados Unidos. Al fin y al cabo, los dirigentes que aparecen mal retratados en esas comunicaciones no son los de esta superpotencia, sino los corruptos y mentirosos de los países autoritarios, así como los oportunistas de los países democráticos que sacrifican los intereses generales en aras del partido o de su permanencia en el cargo. Comoquiera que sea, los diplomáticos de todo el planeta tendrán que trabajar un tiempo para reparar este daño.

Estas consecuencias nocivas no deberían sorprender. Primeramente, porque todas las relaciones sociales requieren para su armonía de una pequeña dosis de hipocresía, que en el buen sentido es el homenaje que el vicio rinde a la virtud, en palabras de La Rochefoucauld. Piénsese por un instante en lo que sucedería si nuestros superiores, subordinados, vecinos o cónyuges fuesen capaces de leer todo lo que se nos pasa por la cabeza. Pues lo mismo sucede en la esfera de las relaciones entre los Estados, donde afortunadamente los agravios privados se habían podido ocultar hasta ahora detrás de las sonrisas públicas.

Por añadidura, ninguna organización humana puede funcionar adecuadamente si no tiene asegurada una cierta confidencialidad en sus comunicaciones internas. Ni siquiera esos medios de prensa que actualmente propugnan su abolición en el ámbito de las embajadas.

Seguramente ellos tampoco estarían dispuestos a exponer a la luz pública sus fuentes, sus intereses o las presiones que ejercen y a las que se someten. Es evidente que si las conversaciones entre los miembros de Wikileaks hubieran sido completamente abiertas, el gobierno estadounidense habría podido abortar a tiempo la publicación de los telegramas del Departamento de Estado.

Debido a la naturaleza del sistema internacional, el secreto es todavía más necesario para el buen funcionamiento de los servicios exteriores que para el resto de las organizaciones, públicas y privadas, quizá con la excepción de la policía y las fuerzas armadas. Como ha señalado Robert Putnam, la diplomacia es una partida que se juega simultáneamente en dos tableros, el nacional y el internacional. Debido a la ausencia de un gobierno mundial, este último es un espacio esencialmente anárquico, en el que a menudo no se aplican las reglas que rigen en la esfera interna de los países democráticos. En la mesa exterior, los gobiernos no pueden llevar la transparencia hasta el extremo de descubrir permanentemente sus cartas a los demás jugadores, ni siquiera para que las puedan ver bien los de casa.

En esas condiciones, nadie querría jugar a la diplomacia. Y a este respecto, conviene no olvidar que las representaciones diplomáticas y los ministerios de asuntos extranjeros, aunque ya no sean los únicos actores relevantes en las relaciones internacionales, siguen teniendo una importante misión que cumplir en el siglo XXI. Si algo han revelado los 250.000 telegramas filtrados por Wikileaks es el buen hacer de los funcionarios del servicio exterior norteamericano, no solamente en defensa de sus intereses nacionales, sino también en aras del diálogo entre los pueblos y para la solución de problemas internacionales, como se ha visto en los casos de los programas nucleares de Irán y Corea del Norte.

La diplomacia sobre el terreno facilita la cooperación y la paz internacionales gracias precisamente a ese flujo de contactos personales cotidianos con las autoridades y con los colegas de otros países, ahora en peligro a causa de Assange.

Por ejemplo, el famoso telegrama de la embajada norteamericana en Moscú que narraba con todo lujo de detalles una boda de alto copete en el Cáucaso tiene tanto valor informativo como el de cualquier informe más abstracto. Al mismo tiempo, indica la existencia de una red de contactos y de puentes tendidos, algo que puede ser un activo muy útil en el momento menos esperado. Como ha puesto de relieve la teoría de los juegos, la sombra del futuro que proyecta esa malla de interacciones entre arrieros que se ven a diario por el camino es una llamada a la amistad y un conjuro para evitar el enfrentamiento.

Lógicamente, la calidad de la diplomacia es esencial para la concordia entre los pueblos. Un buen servicio exterior permite transformar una situación internacional de suma cero en otra de suma positiva. En cambio, la diplomacia mutilada o irrelevante del mundo Wikileaks podría tener en casos extremos consecuencias catastróficas para la estabilidad del planeta. En tales circunstancias, los conflictos internacionales, generalmente provocados por errores de cálculo o percepción, serían más difíciles de evitar. Como muestra la Historia con el ejemplo de las dos guerras mundiales o de la más reciente de Iraq, la mediocridad de los dirigentes del momento ha sido el factor desencadenante de muchas conflagraciones.
Como se verá a continuación de una forma más gráfica, el secreto de la diplomacia para gestionar con eficacia las relaciones entre los Estados es, valga la redundancia, el secreto. El problema no es solamente que sin él esta institución no pueda sobrevivir, sino que el mero temor a las filtraciones en masa contribuirá en alguna medida al deterioro de los servicios exteriores y, en general, al menoscabo de la calidad del proceso interno de toma de decisiones en la política exterior. A su vez, esto repercutirá negativamente sobre la cooperación y la paz en el mundo.

LA DIPLOMACIA EN UN MUNDO WIKILEAKS

Para hacerse una idea de los posibles efectos perniciosos sobre las relaciones internacionales que podrían tener en el futuro la operatividad de la organización de Assange y la transparencia absoluta en la política exterior, lo mejor es imaginarse lo que le pasaría a la diplomacia en un mundo Wikileaks, ese escenario extremo en el que no habría confidencialidad o en el que ésta podría ser violada con suma facilidad.

En primer lugar, por falta de confianza, las embajadas se quedarán sin interlocutores, y por lo tanto sin información con un valor añadido sobre la publicada en la prensa. Las autoridades locales se resistirán a hacerles confidencias y los colegas acreditados en el mismo país tampoco se las harán entre sí. Por este mismo motivo, tampoco sobrará la franqueza en los tête-à-tête entre los líderes internacionales. Así, el gobierno de Arabia Saudí ya no se atreverá a decir a los representantes de Washington lo que realmente piensa de Irán, por si acaso se entera su propia opinión pública. De este modo, los ministerios de exteriores se quedarán sin esos cotilleos que permitían calibrar mejor si en un país puede haber una crisis de gobierno, en qué están pensando los que toman las decisiones o hasta qué punto se puede llegar a un acuerdo con ellos. A la postre, todos estos canales de comunicación privilegiada entre los Estados acabarán desapareciendo por falta de uso.

En segundo lugar, con el fin de no dejar constancia, la acción exterior dejará de apoyarse en procedimientos escritos para volverse eminentemente verbal. Pocos embajadores se atreverán a poner datos o análisis sensibles en letras de imprenta, so pena de que lleguen a la redacción de un periódico antes incluso de que lo lea su destinatario en la capital. A resultas de ello, los informes oficiales terminarán transformándose en meros resúmenes de prensa o extinguiéndose. A su vez, la política exterior carecerá de memoria escrita y se hará prácticamente sin reflexión, ya que pensar y escribir son dos procesos íntimamente relacionados, que se refuerzan mutuamente. Los líderes de la diplomacia basarán así sus decisiones en vagos comentarios superficiales o en el último telediario.

En tercer lugar, se limitará aún más el círculo de los que toman las decisiones a un petit comité de la plena confianza del ministro de asuntos exteriores o del presidente correspondiente. Ello se traducirá en una mayor politización de la diplomacia, ya que los que ocuparán esos puestos de responsabilidad no serán necesariamente los más capaces, sino los familiares, los amigos, o los del partido de turno. A la postre, ello supondrá un uso ineficiente de los recursos del servicio exterior, en particular de los diplomáticos profesionales.

En cuarto lugar, se restringirá el ámbito de los destinatarios de la información reservada. Consiguientemente, aumentarán los problemas de transparencia interna y de coordinación entre los distintos órganos implicados en la elaboración y ejecución de la política exterior. Esto es justamente lo que Washington había tratado de evitar, a partir del 11-S, estableciendo la nueva intranet diplomática cifrada ahora vulnerada, para permitir el acceso a la información confidencial a un gran número de usuarios autorizados dentro de la administración.

En quinto lugar, la información y el análisis político, una de las misiones principales de la diplomacia, se terminará privatizando. En el lugar de los diplomáticos, los ministerios de asuntos exteriores recurrirán a la prensa para las noticias y a los think tank para las reflexiones y los documentos de acción política. Sin embargo, aunque ambas fuentes son muy valiosas, el servicio exterior debería seguir siendo el punto de encuentro de las tareas de información, análisis y toma de decisiones en materia de política exterior. De una parte, por motivos de eficiencia, ya que en último término se decide en función del análisis y se analiza en función de la decisión. Y de otra parte, en aras del interés general, pues de lo contrario habrá aún más politización en la política exterior, ya que el gobierno correspondiente recurrirá únicamente a los insumos informativos y analíticos de los medios ideológicamente afines.

En sexto lugar, la diplomacia dejará de ser un instrumento apto para la gestión de crisis, la solución de conflictos y la lucha contra algunas de las grandes amenazas a la seguridad del siglo XXI. Con luz y taquígrafos es muy difícil vender de antemano a las opiniones públicas internas las inevitables concesiones inherentes a todo proceso negociador. La crisis de los misiles de Cuba de 1962 se arregló gracias a la renuncia sigilosa por parte de Washington de unos inservibles misiles estadounidenses estacionados en Turquía. Las negociaciones de Camp David o de Dayton tampoco hubieran arrojado un acuerdo si se hubieran desarrollado ante las cámaras de televisión y, por lo tanto, expuestas a los extremistas saboteadores de la paz. Asimismo, por motivos obvios, la cooperación internacional contra el terrorismo y el crimen organizado será prácticamente imposible. De este modo, otra de las funciones primordiales de la diplomacia, la negociación entre los gobiernos como vía para llegar al entendimiento, entrará en vías de extinción.

El siguiente y último capítulo de esta serie será el ocaso de las embajadas y, por ende, de los ministerios de asuntos exteriores. Desprovistos de sus funciones clásicas de información, análisis y negociación, se quedarán en simples oficinas de protocolo o agencias de viajes, tanto en la periferia como en la capital. Es decir, habrá llegado la hora del fin de la diplomacia, la institución que desde hace siglos ha gestionado las relaciones entre los Estados más bien que mal.

EL GENIO FUERA DE LA BOTELLA

Por suerte, un mundo Wikileaks es un escenario muy improbable, pero no por falta de partidarios. En adelante, es previsible que los gobiernos se esfuercen con relativo éxito por mejorar los sistemas de seguridad de sus comunicaciones internas y por disuadir a quienes los violen mediante una legislación nacional e internacional más severa. No obstante, una vez que el genio ha salido fuera de la botella será muy difícil que regrese a ella. Inevitablemente, aunque pasado su primer impacto mediático los efectos de estas divulgaciones no sean revolucionarios ni tampoco particularmente visibles, habrá un antes y un después.

Las consecuencias negativas anteriormente descritas se irán dejando sentir de una manera silenciosa sobre la calidad de la diplomacia del futuro. Los mensajes de las embajadas tendrán un contenido cada vez más indefinido, las decisiones de política exterior importantes se tomarán con el conocimiento exclusivo de una cúpula reducida, la confianza personal será el factor de mayor peso en los nombramientos diplomáticos, la acción exterior estará frecuentemente al albur de los periódicos afines al partido en el gobierno y las negociaciones internacionales se verán excesivamente sometidas a las razones de la política interior. En realidad, estas ramificaciones ya se venían manifestando desde hace tiempo, en parte porque el temor a las filtraciones de documentos individuales existe por lo menos desde que se inventó la fotocopiadora. La posibilidad de las revelaciones en masa simplemente agravará ligeramente estas tendencias.

De un modo análogo a como opera el terrorismo, y salvando por supuesto las distancias que separan a estos dos fenómenos, el miedo será el mecanismo a través del cual se producirán sutilmente los citados efectos, independientemente de que surjan o no nuevas filtraciones. De ahí que la resultante atmósfera de coacción encubierta, en el ámbito de la política exterior primero y eventualmente por contagio en la esfera privada después, tampoco sea lo más indicado para el desarrollo de las libertades personales propias de un Estado de Derecho.

El reto ahora consiste en mantener un equilibrio razonable entre la necesidad de informar a la ciudadanía sobre la política exterior del país y la exigencia del secreto en la acción externa, como precisan respectivamente la democracia y la diplomacia. Para ello, la mejor fórmula consiste en educar a la población en materia de relaciones internacionales y, especialmente, en explicar adecuadamente la política exterior a la opinión pública. En este último aspecto, el Departamento de Estado, uno de los más abiertos en su política informativa, es un buen modelo a seguir. Como ahora sabemos gracias a Assange, no había tanta diferencia entre lo que Washington decía en público y lo que contaba en privado, lo cual no sucede en muchos otros países.

Esta es, además, la mejor manera de hacer que Wikileaks carezca de coartada. Pero en cualquier caso, desde el punto de vista moral de los derechos humanos y desde el punto de vista práctico de las relaciones internacionales, lo que ha hecho esta organización carece de excusa. Como se ha visto, estas filtraciones suponen un ataque frontal a la democracia y a la diplomacia. En un Estado de Derecho, el fin no siempre justifica los medios. Afortunadamente, en esta ocasión la ética y la Realpolitik coinciden.