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Para empezar a abordar el tema del populismo hay que remontarse a la teoría absolutista del poder. La teoría absolutista del poder tiene como principal objetivo evitar la violencia entre las facciones. Europa pasa por un periodo de guerras civiles terrible y se extiende la idea de que la existencia de facciones dentro de un propio Estado o un pueblo es desastrosa. Así pues, la teoría absolutista del poder tiene como objeto acabar con las facciones.

La gran diferencia que se produce después con el pensamiento liberal, particularmente con Locke y Montesquieu, es que las facciones son consideradas positivas si se canalizan institucionalmente y se anulan entre sí. Entonces, se pasa de una teoría de las facciones, vistas como negativas, a una teoría de los partidos, vistos como algo positivo. Montesquieu habla de que la sociedad tiene dos partidos, y que esos partidos no se hacen violencia, no se hacen guerra civil, si realmente establecemos unos mecanismos institucionales de equilibrio de poderes —no de división, como tantos insisten en decir—.

Los regímenes pluralistas en los que hoy vivimos tienen como fundamento la idea de que los partidos son positivos. Los partidos representan a una parte de la sociedad que tiene una opinión y que está enfrentada a otra parte de la sociedad que tiene otra opinión. Al principio, el equilibrio de partidos se entendía más bien como una repartición de poderes, y no como una división de un mismo poder, tal y como ocurre en los regímenes pluralistas contemporáneos.

En cualquier caso, ¿cuál es la novedad del populismo respecto a esta teoría que está en la base de nuestras democracias pluralistas? Que los partidos son una ficción, que la verdadera fisura o el verdadero clivaje, como se dice en ciencia política, el verdadero clivaje no está entre un partido u otro, sino entre el pueblo y las élites.

Esto puede sonar en el fondo a comunismo o a algo parecido, pero en realidad es bastante más básico, pues el comunismo tiene una teoría de las clases bastante más sofisticada. El populismo practica un discurso social más tosco, habla del 99%, del pueblo frente a la casta, etc. Entonces, la verdadera fisura que debería dividir políticamente una comunidad política, en la lógica del populismo, es la que existe entre el pueblo, tomado en su totalidad, y una élite.

Las divisiones entre el pueblo son artificiales, y las divisiones entre élites de un partido y otro son artificiales. Su objeto es en realidad ocultar la naturaleza de la división política fundamental: pueblo y élite. Esa es una gran ruptura que el populismo produce con respecto a la teoría de los partidos, que es una teoría, insisto, que está en la base de los regímenes pluralistas en los que vivimos nosotros.

Dicho esto, habiendo sentado estas bases, puede parecer que el populismo, entonces, es una ideología más fácilmente apropiable por la izquierda, porque la izquierda se proclama del pueblo. Entonces, podría parecer casi un oxímoron hablar de populismo de derechas.

A continuación voy a intentar justificaros por qué no es un oxímoron hablar de un «populismo de derechas» y por qué más bien, o de hecho, el populismo se mueve más cómodamente entre valores de derecha que entre valores de izquierda.

En primer lugar, el hecho de que un populismo de derechas pueda parecer un oxímoron en el clima político de España de hoy, es porque en España está muy asentada la idea de que la élite es de derechas y el pueblo es de izquierdas. Esta es una imagen muy particular de España que no existe en otros países, y que, de hecho, es la contraria a la extendida en muchos otros países. En estos últimos se tiene la idea de que la élite es progresista y de que el pueblo es por naturaleza conservador, tiene unos valores morales muy fuertes, etc.

Entonces digamos que en ese tipo de ambientes políticos el populismo suele virar hacia la derecha y no hacia la izquierda como hace en España. En cualquier caso —hago un paréntesis histórico— esto no es tan raro: pensemos en la, supuestamente, progresista Ilustración, movimiento cultural encabezado por una élite cosmopolita, abierta, librepensadora, etc., separada abiertamente del pueblo-encarnación de las supersticiones más vulgares, «la canalla» para esos ilustrados, porque eran valores tradicionales.

Cerrado el paréntesis, llegamos a una de las principales inspiraciones del populismo, cual es la idea de que los auténticos problemas políticos no son abordados por la élite política. Esa élite se ocupa de problemas periféricos, se ocupa de pseudo-problemas. Los problemas realmente extendidos no son tratados por la élite política. Son las élites las que definen los problemas políticos, y esos sus problemas políticos han perdido el contacto con los problemas reales del pueblo. Ese es otro enunciado básico del populismo.

Vayamos al potente caso francés, si esta idea del populismo nos vale, llegamos entonces sin problema, fácilmente, a entender que el populismo haya virado a la derecha en Francia. ¿Cuál es el problema principal que las élites escamotean y el pueblo considera su inquietud fundamental? La inmigración en Francia. La inmigración fue un tema literalmente tabú, para la élite política de los años ochenta, en Francia, pero era y es el asunto que más preocupaba a los franceses.

La élite gobernante tenía un monstruo encima de la mesa que se negaba a reconocer como tal, que estaba ahí, esperando realmente una respuesta en un clima general de preocupación en la opinión pública, de una preocupación absoluta respecto al asunto silenciado. Francia se veía en un estado de shock porque había llegado a la certidumbre de que su modelo asimilacionista no iba a funcionar como se suponía hasta entonces, de que convivía con nuevos inmigrantes que rehusaban integrarse. Ante ese problema difícil pero vivido a diario, la élite política miró para otro lado, sencillamente.

Entonces, frente a esa élite política de centro izquierda y centro derecha, realmente indiferenciada en muchos aspectos, recordemos una figura a la derecha como Giscard d’Estaing, que parece casi de izquierdas en aspectos morales, o el presidente de la izquierda, Mitterrand, que fue el gran liberalizador en económico. Ante esa élite política indiferenciada y separada, surge el Frente Nacional, erigido en el papel de portavoz de los verdaderos problemas ciudadanos, problemas que no son atendidos por una élite que está «a otra cosa», como suele decirse.

En este sentido, es interesante atender a la obra de Christophe Guilluy, un geógrafo social que se ha puesto de moda muy recientemente en el país vecino. Él nos dice que hay una gran fractura entre dos Francias —siempre me hace gracia oír eso de las «dos Españas», como si fuese una particularidad nuestra: hay dos Españas, como hay dos Francias, dos Italias, dos de casi todo—. En fin, una Francia, habitante de los barrios de renta media-alta de las ciudades, encarnada por una clase urbana, cosmopolita, progresista de la moral y que, normalmente, vota al centro-izquierda. Y luego hay otra Francia, la que llama él la Francia periférica, la que vive por los suburbios de las grandes ciudades e, incluso, la que vive en las zonas rurales.

Según este autor, Guilluy, la clase política se ha concentrado exclusivamente en las cuestiones que dividen a esa Francia urbana mientras se despreocupaba de la Francia periférica. Dar voz a las preocupaciones de esa periferia en Francia ha sido el gran éxito del Frente Nacional. Anteriormente, la Francia periférica votaba por el Partido Comunista (pcf), pero ha sentido cómo la izquierda les había traicionado, que, en lugar de hablar de conflictos de clase y reivindicaciones económicas, se movilizaba por la agenda progresista, o sea, el matrimonio homosexual y el aborto, cosas que al francés periférico no le interesan en absoluto sino, más bien, al contrario, le incomodan porque ese francés periférico es más bien conservador en asuntos morales. Veamos que esa traición de la izquierda francesa, concentrada en su discurso reivindicativo de una moral progresista, ha producido que la Francia periférica vuelva sus preferencias hacia la abstención o al Frente Nacional.

Eric Zemmour, periodista francés de origen judío, acaba de publicar un best seller titulado El suicidio de Francia, nos apunta que el fnse sostiene en dos electorados: uno más obrero en el norte, un electorado claramente ajustado al perfil citado de la Francia periférica; pero otro está al sur, de jubilados por la Costa Azul, jubilados de clase media-alta, que ya no entra tan fácilmente en el perfil dibujado por el anterior comentarista Christophe Guilluy. En cualquier caso, en este discurso político que tan bien acierta a sintetizar Marine Le Pen, el gran clivaje, la gran división política no está ya entre la izquierda y la derecha, sino que la encuentras entre quienes defiendan el Estado-nación y los que vivan a gusto en el post-Estado nacional. Ella acusa a la derecha liberal, y a las instituciones de la Unión Europea, de construir un post Estado-nación, pero con igual desenvoltura acusa a la izquierda progresista de serlo también y sin matices.

Más todavía, en Marine Le Pen, como todo el populismo francés de derecha, resuena una denuncia de la simpatía natural entre la derecha moral, la antimatrimonio homosexual, la derecha de los valores fuertes, entre la derecha de la nación y la izquierda económica, lo que ellos denominan el patriotismo económico.

En ese sentido, esa Francia periférica que vota al Frente Nacional es un país que piensa en términos más allá de izquierda y derecha y, aunque puede sonar a tópico, es verdad. Una gran parte del electorado del Frente Nacional votaba al Partido Comunista, y no creo que se considere particularmente a la derecha. Hablan con un discurso completamente populista, en lo que se refiere a los bancos, a los ricos, al 1% que domina el mundo. Eso pinta un perfil de izquierda bastante pronunciado, pero, insisto, no quiere saber nada del matrimonio homosexual, de querencias progresistas, que para ellos son cuestiones propias de la gente de clase alta urbana, clases que votan al Partido Socialista, por demás.

Ha sido clara la apuesta de Marine Le Pen por llevar al Frente Nacional por esa vía de «izquierda en lo económico, derecha en lo moral». La tentación anterior, a la que en parte sucumbió su padre, era la de convertirse en un partido, aunque diferenciándose, claro está, en un tono más fuerte y acusatorio respecto a los asuntos de identidad e inmigración, escorado a la derecha. Es decir, cercano a los partidos del centro-derecha establecidos, o sea, todos pertenecientes al sistema y emitiendo un discurso más o menos domesticado en el fundamental económico, tal y como en Italia llevó a cabo la Alleanza Nazionale de Fini en los años noventa.

En cualquier caso, es un error pensar que estos son partidos fascistas en el fondo; en mi opinión, no lo son. De la misma forma, me parece despistado afirmar que Podemos o Syriza son, simplemente, partidos comunistas pero actuales. Creo que hay un cambio significativo, que ha sucedido un cambio ideológico más o menos apreciable. Recordemos a los partidos fascistas o post fascistas después de la segunda guerra mundial, que eran partidos obsesionados con el anticomunismo y con la democracia liberal, son partidos cuyo principal enemigo es acabar con la democracia liberal y vencer al comunismo, como ha señalado tan exhaustivamente Pierre-André Taguieff.

Los partidos populistas de derechas han perdido de vista a esos dos enemigos clásicos, no están obsesionados con acabar con la democracia liberal, ni menos con el comunismo. Esas dos fobias típicas de su mentalidad están desplazadas por la fobia a la élite financiera internacional y por la fobia a la inmigración. La fobia central es hacia la inmigración, gira en diferentes matices y puede tornarse en rechazo total al islamismo cultural y al islam.

En cualquier caso, cada vez cunde más la idea de que el consenso moral, que es de izquierdas, ha sido artificialmente creado en Francia por una élite «bo-bo». Alguien como Baudrillard escribió en el Libération un artículo anunciando que el conformismo moral había pasado de la derecha a la izquierda, y Baudrillard no es un sospechoso.

En muchos aspectos ha cundido, pues, la idea de que ser heterodoxo en cuestiones morales, ser un transgresor supone ser un conservador. En ese sentido, en Francia está muy extendida, como decimos, la idea de que el consenso moral, el poder moral, el aire que se respira, proviene de unas élites de izquierdas, y que ese ambiente moral no se corresponde con lo que de verdad siente el francés corriente. Este artificio no es muy nuevo, es una vía que en Estados Unidos teorizó ya hace mucho tiempo Christopher Lasch, crítico cultural hoy recuperado por Jean-Claude Michéa para Francia. Christopher Lasch habla de cómo existe una middle América, que es incorregiblemente racista, incorregiblemente sexista, incorregiblemente conservadora moral, y que esa middle América, el pueblo genuino, termina despreciada por las hiperrepresentadas élites afincadas en las costas, en contraste con el interior de la República, costas que presumen de progresistas sobre todo en temas morales.

Para terminar, creo que, en este sentido, el populismo en España no es particularmente populista. Quizá sea que el pueblo español tiene unos valores distintos a los pueblos de otros países, quizá el pueblo español sea menos de derechas que el pueblo de otros países, de igual forma que la clase media-alta urbana española es más de derechas que en otros países como el vecino.

Pero yo lo que veo básicamente es que Podemos, en tanto que populista, habla de ocupar el centro del tablero político, lo cual implica que su aspiración estratégica es netamente transversal, supongo. Sin embargo, el grupo emergente no se aleja lo suficiente de una izquierda perfectamente ortodoxa en muchos asuntos. Parece como si estuviesen tan ideologizados por la escuela radical, que les resultase muy difícil asumir nada en la práctica efectivamente transversal. Parecen estar, en definitiva, más cerca de su ideología que de la fidelidad a los desnudos valores del pueblo, sean estos cuales sean. ¢

NOTA

* Transcripción de la intervención en el Seminario de la UIMP «Después de 2015, ¿más o menos liberalismo?» revisada por el autor.

Profesor de teoría y Relaciones Intenacionales. Universidad Francisco de Vitoria