Tiempo de lectura: 9 min.

Indiana no está considerada precisamente como el terreno más fértil para la exuberancia irracional que periódicamente genera la vida pública de Estados Unidos. En el corazón más tradicional del Medio Oeste, el paisaje de inmensas llanuras favorece tanto el cultivo de cereales como la práctica de la sensatez. Y, sin embargo, ha sido precisamente en Indiana donde la delirante campaña de Donald Trump ha encontrado a principios de mayo de 2016 pista libre para hacerse con la nominación presidencial del Partido Republicano.

Al acumular siete victorias consecutivas después de tropezar en Wisconsin, el magnate se ha quedado sin rivales para liderar a los conservadores americanos en las próximas elecciones presidenciales del 8 de noviembre.

Los dos últimos competidores, Ted Cruz y John Kasich, se han retirado y el establishment republicano empieza a asumir que ni haciendo de trileros para amañar su veraniega convención de Cleveland van a detener esta opa hostil contra el partido de Ronald Reagan.

Aunque al principio su candidatura fue considerada como una broma grotesca, Trump ha conseguido al final superar el listón de 1.237 delegados requerido para asegurarse la nominación presidencial republicana. Con una estrategia basada fundamentalmente en transformar las primarias —un ordenado, ejemplar y democrático proceso de selección de candidatos con ayuda del voto popular— en lo más parecido a un reality show. En su lucha por la Casa Blanca, la Casa de la Pradera ha degenerado en la Casa del Gran Hermano.

TIBURÓN DE LA PALABRA

Trump, Bush, Walker, Huckabee, Carson, Cruz, Rubio, Paul, Christie, Kasich… Esta fue la lista de todos los aspirantes a la Casa Blanca que participaron en el primer debate celebrado el 6 de agosto de 2015 en Cleveland para abrir el ciclo de primarias republicanas. El grupo era tan excepcionalmente largo que la cadena Fox News tuvo que hacer otro debate adicional, fuera de prime time, para dar una mínima oportunidad a un segundo escalón de candidatos con menores perfiles en las encuestas de intención de voto. En la llamada mesa de los niños participaron Perry, Santorum, Jindal, Fiorina, Graham, Pataki, Gilmore.

Ante toda esta sobredosis de aspirantes con ambiciones presidenciales, el magnate de Nueva York se ha concentrado sistemáticamente en destacar entre todos sus rivales, monopolizando la atención de los debates en los que ha participado (y no siempre por las razones más adecuadas). Encerrado en lo más parecido a una congestionada Casa de Gran Hermano, Trump se ha asegurado la suficiente relevancia en los sondeos para ser invitado de nuevo en la interminable serie de foros televisivos que jalona el ciclo americano de primarias.

Como necesitado tiburón de la palabra, Trump no ha dudado en romper con el tono y los parámetros tradicionales de la retórica política en Estados Unidos. Con sus declaraciones extemporáneas e insultantes, constantes gesticulaciones y la creación de una subtrama muy particular, la serie de debates republicanos se ha convertido en lo más parecido a The Donald Trump Show. En su guión, Trump ha aprovechado la lógica competitiva de los reality, según la cual tiende a ganar el concursante que conecta con la audiencia a través de la pose más genuinamente freaky. Incluso cuando el magnate no tenía muchas ganas de actuar, su silencio terminaba siendo la gran noticia.

LOS PEORES INSTINTOS

Entre los contenidos que integran los reality destacan elementos como la confrontación permanente, la bronca tan denigrante como banal, los insultos y la exaltación de lo soez. En definitiva, estos programas se caracterizan fundamentalmente por su falta de respeto y civismo, apelando permanentemente a los peores instintos de la audiencia. A pesar de las presiones dentro de su equipo de campaña para aparentar cualidades «presidenciables», Trump ha apostado en la primera temporada de su campaña presidencial exactamente por los contenidos morbosos que caracterizan a este popular subgénero televisivo.

Y de hecho, al estimular los peores instintos de su frustrada audiencia con el statu quo político, Trump ha sido acusado de fomentar unos niveles de confrontación y violencia en las primarias que resultan chocantes dentro de la intensa pero civilizada lucha por el poder político en Estados Unidos. Las peleas, agresiones y altercados se han convertido en parte integral de sus mítines, ya de por sí recargados con declaraciones misóginas y/o xenófobas. Hasta él mismo se ha ofrecido a pagar los costes de abogado en que puedan incurrir sus seguidores implicados en alguna de estas trifulcas. Toda esta divisiva exaltación de la fuerza contrasta con la conocida obsesión de Trump por su seguridad personal, desde su germofobia a solicitar escoltas del Servicio Secreto de Estados Unidos.

FAMOSO POR SER FAMOSO

Al transformar las primarias republicanas en un reality show, el salto a la política de Donald Trump ha generado toda clase de reflexiones sobre cómo evoluciona el concepto de fama en el siglo XXI. Está claro que cuestiones como name recognition son imprescindibles para cualquier candidatura competitiva dentro de una política tan personalizada como la de Estados Unidos. El problema es que Trump representa esa nueva modalidad en términos de notoriedad, que tanto prolifera en los reality, del famoso que en ausencia de otros méritos es únicamente famoso por ser famoso.

Aunque en su apoteosis de autosatisfacción él presume de haber amasado una envidiable fortuna estimada en 4.500 millones de dólares y de contar con toda clase de méritos personales (la modestia es un lujo que el magnate no se puede permitir), Donald Trump ni es un gran empresario ni tan siquiera es un avezado especulador inmobiliario. Así lo demuestran el inmenso historial de querellas que arrastra, el carácter fraudulento de alguno de sus cuestionables negocios e incluso la creatividad contable utilizada para financiar su campaña.

Sin méritos específicos o sustanciales, Trump es fundamentalmente un virtuoso del autobombo y su único logro evidente es haber elevado su apellido a la categoría de marca comercial. Su nombre aparece adornando desde casinos a steaks, pasando por guantes de golf o estafadores cursos universitarios. Y aunque no se sepa muy bien lo que ha sido capaz de construir a partir de la fortuna que heredó de su padre, Trump insiste como gran promesa electoral en aplicar esa misteriosa fórmula a Estados Unidos.

IT’S THE RATINGS, STUPID

En la primera y exitosa campaña presidencial de Bill Clinton, la famosa consigna que presidía sobre su war room en Little Rock (Arkansas) recordaba que, en tiempos de incertidumbre económica, todo pasa por el bolsillo. Donald Trump ha dejado claro que en la carrera hacia la Casa Blanca, el candidato que termina por controlar la conversación es el que tiene mayores posibilidades de ganar.

En una ya famosa entrevista publicada por la revista time en la primera semana de marzo de 2016, Trump dejó claro que la clave de poder en una democracia televisada como Estados Unidos son los ratings: «Cuando voy a uno de esos programas, la audiencia se duplica. Se triplica. Y eso te da poder. No son las encuestas. Son los ratings».

A bordo del rutilante avión privado de Trump, el periodista David von Drehle explicaba cómo el candidato se entrega durante sus desplazamientos electorales al narcisismo mediático: «Trump entra y se encarama al final de su cabina, toma el mando a distancia y comienza a cambiar de un canal de noticias a otro. Lo que ocurre a continuación es simplemente extraordinario. Durante todo el vuelo de una hora desde Virginia al sur de Georgia, casi cada minuto de cada emisión se concentra exclusivamente en él. Seguro, es rico. Pero ¿cómo es posible que este tipo, un conseguidor ligeramente corpulento de un barrio no del centro de Nueva York con cabeza para los números y el don de la palabra, sea la única noticia en el mundo?».

Para empezar a contestar esa pregunta, hay que recordar que Donald Trump habla como no hablan los profesionales de la cosa pública, comunica mucho mejor y cultiva una formidable imagen de autenticidad a lo Belén Esteban a pesar de haber cambiado por lo menos cuatro veces de chaqueta política. Su cinismo es percibido como verdad, no se muerde la lengua, no hay cálculos ulteriores y toda esa veracidad inmediata es twiteada y retwiteada en menos de 140 de caracteres.

UN NEGOCIO REPARTIDO

En un contexto mediático donde las cabeceras —tanto tradicionales como nuevas— luchan por sobrevivir, Donald Trump se ha convertido en un dilema ético para la cobertura periodística de campañas electorales en Estados Unidos. Con el agravado problema de que son muchos los medios que se están beneficiando de unos índices de audiencia extraordinarios por la atención desmesurada que dedican al inefable candidato republicano.

Incluso la cadena Fox News, de Rupert Murdoch, que mantiene un pulso permanente con Trump, no puede prescindir de este espectáculo morbosamente irresistible. En este sentido, no hay que olvidar que las cadenas de televisión de Estados Unidos se sienten amenazadas por la competición digital y medios alternativos. Y ante esas difíciles circunstancias, las networks generalistas o especializadas en información encuentran siempre en los contenidos generados por Trump más audiencia y adicionales ingresos publicitarios.

El equipo de análisis de datos del New York Times, utilizando cifras reunidas por la agencia mediaQuat durante este ciclo de primarias, ha estimado que gracias a la naturaleza obsesiva de su candidatura Donald Trump ha obtenido el equivalente a 1.900 millones de dólares en cobertura gratuita. Ted Cruz, su más estrecho competidor hasta conocerse los resultados de Indiana, ha recibido apenas 300 millones de dólares. Mientras que en el bando demócrata, Hillary Clinton no habría llegado a los 750 millones de dólares.

Como explicaba Jim Rutenberg, nuevo crítico de medios del New York Times, los beneficios son tan cuestionables como extendidos, empezando por «los periódicos y medios online que han conseguido una línea de historias clickeables a la medida de una lectura rápida en el iPhone». Sin olvidar a «televidentes y lectores, que se están beneficiando del deseo de una industria de medios de comunicación en transición para darles lo que quieren, donde quieran y tan rápido como sea posible».

A juicio de Rutemberg: «Ha sido la perfecta reducción de la problemática simbiosis entre Trump y los medios. Hay siempre una relación mutuamente beneficiosa entre candidatos y medios durante los años de elecciones presidenciales. Pero en mi tiempo nunca ha estado tan concentrado en un solo candidato. Y los intereses financieros nunca han estado tan entrelazados con los intereses periodísticos y políticos. Por supuesto, la situación es única porque el señor Trump es único. Su pedigrí, su demagogia y su inescrutable plataforma […] le convierten en una historia gigante».

EQUAL TIME

En este sentido, el fenómeno Trump —y toda la saturada cobertura que está generando— supone un complicadísimo dilema para la industria de la televisión de Estados Unidos, sobre todo de cara al resto de la campaña presidencial hasta llegar a las elecciones de noviembre. Cuando los demócratas terminen de cerrar filas en torno a Hillary Clinton, las cadenas televisivas tendrán que ser especialmente cuidadosas a la hora de preservar su credibilidad y el imperativo de otorgar una atención equiparable a los candidatos presidenciales del Partido Republicano y del Partido Demócrata.

Ante lo que empieza a plantearse sobre todo a partir de septiembre como una campaña memorable, el problema es que Hillary Clinton no puede competir con Trump en la batalla por la pequeña pantalla. Aunque la exprimera dama aparece con relativa frecuencia en programas de la CNN  o MSNBC, no puede ocultar su incomodidad ante la naturaleza improvisada de la televisión en directo. Su falta de espontaneidad, su risa forzada y las diferencias abismales con la extraordinaria habilidad comunicativa de su marido, hacen que la exposición a los medios de Hillary sea una especie de calvario contenido.

Esta reluctancia ante los medios de comunicación se traduce en que muchas veces la candidatura de Hillary Clinton se quede al margen de la conversación diaria en Estados Unidos generada por el actual ciclo electoral. Sus entrevistas en profundidad son algo excepcional y sus ruedas de prensa son administradas férreamente, optando por apariciones limitadas, por ejemplo, a televisiones locales. En contraste, Trump no deja nunca de bajar a la arena de los medios nacionales, sin esconderse de sus enormes contradiciones y errores. El candidato republicano no tie-ne tampoco reparo en hacer constantes ruedas de prensa, de una hora si es necesario. Con la peculiaridad de que esos encuentros con los periodistas, en los que se termina preguntando sobre todo lo divino y lo humano, muchas veces son retransmitidos en directo.

En contraste con las distancias mediáticas de Hillary, a Trump no hay cámara que se le resista, siempre está disponible, siempre genera polémica y los ratings estratosféricos están garantizados en sus apariciones. Incluso a veces ha dejado boquiabiertos a los productores de programas informativos al llamarles personalmente a las salas de control para obtener la cobertura más favorable posible. Esto no tiene precedentes en las campañas presidenciales de Estados Unidos donde los candidatos utilizan un ejército de asesores y estrategas para administrar su comunicación política.

Ante la obligación de mantener un necesario balance, las cadenas americanas están empezando a experimentar outside the box para mejorar sus respectivas coberturas. Por ejemplo, ya se están recurriendo al formato town hall, donde el público plantea preguntas a los candidatos con un reparto de tiempo igualitario. Otra opción pasa por expandir el elenco de analistas, tertulianos y portavoces afines para buscar nuevos puntos de vista. Y, por supuesto, segmentos para verificar las declaraciones de los candidatos a través del fact-checking. Aunque como confesaban recientemente algunos responsables de informativos, con independencia de lo que cada uno pueda pensar sobre Trump, la verdad es que siempre es accesible y siempre resulta noticioso.

FUERA DE LA ISLA

Quizá el diagnóstico más perspicaz sobre esta perturbadora transformación del proceso político en Estados Unidos lo haya realizado Jeb Bush, el fracasado candidato republicano que aspiraba a continuar la dinastía política iniciada por su padre y hermano mayor. Al anunciar el final de su fracasada campaña tras las primarias de Carolina del Sur de febrero, Bush vino a reconocer que le habían votado fuera de la isla.

En este sentido, Donald Trump ha contado con la gran ventaja de haber protagonizado su propio reality show en la cadena nbc durante múltiples temporadas: The Aprentice.

Un concurso supuestamente basado en la búsqueda de talento para los negocios que sirvió a Trump para popularizar la imperativa consigna: You are fired! (¡Despedido!).

Es curioso cómo durante el actual ciclo electoral en Estados Unidos las estrellas de los reality también se están acercando más que nunca a la primera fila de la política. Desde la resurrección a favor de Trump de Sarah Palin, protagonista de su propia odisea televisiva, hasta Ted Cruz recibiendo el respaldo de Phil Robertson, de la polémica serie Duck Dyansty. Sin olvidar el selfie de Hillary Clinton con Kim Kardashian.

Algunos autores hablan ya de los Estados Unidos de Reality tv como la última fase de una sociedad centrada en el espectáculo. Una tendencia que habría empezado en 1989 con la agresiva serie Cops, sobre policías patrullando la ciudad, y se habría consolidado en 1992 con la estúpida producción juvenil The Real Word. Para hacerse una idea de este fenómeno, el portal ScreenRant tenía identificados tan solo cuatro reality shows en la oferta televisiva americana del 2000. En contraste, el año pasado se registraron más de quinientos estrenos de este género. Sin contar la superproducción de Donald Trump aprovechando las primarias del Partido Republicano.

Profesor de Relaciones Internacionales. Universidad Pontificia de Comillas y UCM