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Con la presentación en el Congreso de los Diputados de los Presupuestos Generales del Estado se inaugura el primer año político completo de gobierno del Partido Popular con mayoría absoluta en las dos Cámaras. Previsiblemente habrá un debate parlamentario sin graves dificultades para el ejecutivo. El Ministerio y su presidente gozan de amplia aceptación en la opinión pública y la oposición que podría convertirse algún día en alternativa está por estrenar.

La política económica del gabinete popular, aún sin mayoría absoluta, dio buenos resultados y la confianza pública es bastante general. Se puede esperar que con la discusión parlamentaria y su reflejo en los medios, las cuentas del Estado sean conocidas en la comunidad nacional y se integren en la conciencia colectiva de la ciudadanía con espíritu de solidaridad. Los Presupuestos y su aplicación son cosa de todos. Habrá que lograr que la formulación definitiva de las cifras y su rigurosa aplicación faciliten las correcciones que demandan -no sólo en España sino en otras naciones europeas- ciertas magnitudes económicas de no corto alcance social sobre los precios, los salarios y el empleo. Una buena gestión debe hacer que se cumplan las halagüeñas perspectivas para el año 2001.

Pero este año próximo, que debería ser políticamente tranquilo, un año sin elecciones -salvo que por fin se convoquen las del Parlamento Vasco-, es un tiempo adecuado para que el Gobierno y el país enfrenten las grandes cuestiones de futuro que han de estar resueltas y asentadas antes del final de la actual legislatura.

Una es la consolidación del lugar económico y político de España en la Unión Europea, en la de los quince de hoy y en la de los veintitantos de dentro de pocos años. Otra es el ajuste racional y solidario de la organización territorial del Estado, conforme a lo preceptuado en el artículo 137 de la Constitución, que no es ocioso recordar de vez en cuando y que literalmente dice así: «El Estado se organiza territorialmente en municipios, provincias y en las Comunidades Autónomas que se constituyan. Todas estas entidades gozan de autonomía para la gestión de sus respectivos intereses».

Una tercera, en fin, es la proyección internacional de España, que posee una de las más ricas culturas de Occidente y una razonable estatura económica, que le dan el derecho -y le imponen el deber- de alzar su voz y hacer efectiva su presencia en los foros internacionales. Y eso no sólo por las vías de la Unión Europea o de la comunidad iberoamericana de naciones, sino directamente como tal Reino de España, que con su lengua, su historia y el lugar que ocupa en los indicadores económicos y sociales del mundo tiene en todos esos sitios un puesto que cubrir y una palabra que decir.

A España le corresponderá presidir la Unión Europea en el primer semestre de 2002, a mitad de la actual legislatura, y en un momento crucial para la evolución de esa organización. Para entonces la unidad de cuenta que es el euro se habrá convertido en la moneda única de casi todos los Estados económicamente más importantes del continente. Las instituciones europeas han de estar en condiciones de recibir las avalancha de incorporaciones que se le irán viniendo poco después encima. Todo ello, sin que la Unión Europea se convierta en un «macroestado» y las actuales naciones en provincias, sino con respeto de las realidades históricas, culturales y humanas de todas ellas.

La experiencia del progresivo acercamiento español a la antigua «Comunidad» y su final adhesión fueron un laborioso proceso del que, con las debidas adaptaciones, se pueden extraer lecciones para otros casos. Nuestro país ha acertado a vivir sin inquietudes los efectos prácticos de la decisión política de entrar en la plataforma fundacional del euro, y tanto en el sector público como en el privado se ha aprendido cómo hay que hacer las cosas.

En el orden político más general de la Unión, en el de sus instituciones de gobierno, la futura presidencia española y sus preliminares podrán contar con la asistencia de más de media docena de distinguidos políticos nacionales, que tengan o no cargos ahora, han ocupado -u ocupan- posiciones tan capitales como las de presidentes del Parlamento Europeo o Comisarios en Bruselas.

Suelen decir algunos políticos y diplomáticos que en la Unión hay unas presidencias fuertes y otras débiles. Algunas de las primeras se exceden, como la del francés Delors, y otras de las segundas no llegan a ejercer una verdadera autoridad. La futura presidencia española no puede ser de estas últimas. Para ello se requiere capacidad de iniciativa y de imaginación, voluntad de entendimiento y una sólida preparación técnica y política capaz de trazar líneas de trabajo, que conjuguen los intereses nacionales de España con los deberes presidenciales de la Unión. Y eso requiere una buena preparación que tiene que comenzar ya.

Varios lustros de funcionamiento del Estado de las Autonomías -creo que la expresión fue del maestro Sánchez Agesta- han hecho cristalizar una organización política novedosa que necesita por lo menos dos clases de complementos legislativos y de administración, a fin de que esa nueva forma de Estado sea ágil en su mecánica, útil a los ciudadanos y no resulte gravosa a sus bolsillos ni torpe para su servicio. Por una parte, se han de proponer y negociar -y quizá consensuar- leyes de armonización y otras disposiciones de orden legal inferior encaminadas al mismo fin. La ciudadanía española es única y sus titulares tienen derecho a encontrarse en casa en cualquier lugar del territorio, sin compartimentaciones económicas, culturales o educativas. La adopción del «distrito universitario único», por ejemplo, es un paso en la buena dirección. Pero, además, los municipios y provincias son entidades cuyo gobierno está encomendado por la Constitución a corporaciones elegidas democráticamente, que si han de gozar «de autonomía para la gestión de sus respectivos intereses» tendrán que disponer de los recursos adecuados. Las Comunidades Autónomas no deben convertirse en microestados que mantengan sometidas y atadas de pies y manos, por carencia de medios económicos o de capacidad de gobierno y de servicio, a estos otros entes. Una redistribución de competencias y responsabilidades entre las Comunidades y esas entidades, que son administración local pero se rigen por preceptos del mismo Título VIII que creó las Comunidades Autónomas, es no sólo deseable sino necesario para asegurar la homogeneidad y diversidad de todo el cuerpo nacional. Una inteligente y generosa combinación de mayoría absoluta y consenso político puede acabar por integrar todos estos flecos que todavía cuelgan fuera del tapiz constitucional.

España, por último, tiene que alzar su voz en el mundo con mayor vigor y más presencia que en los últimos doscientos años. Se halla en condiciones de hacerlo. Los instrumentos son la economía y la cultura. Se ha hecho un gran esfuerzo de inversiones que conectan nuestra economía nacional con otros países, principalmente en América. Esto no es responsabilidad del gobierno, sino de la sociedad. Pero el gobierno puede fomentarlo -o seguir fomentándolo- y añadiendo estímulos. Hace setenta y cinco años el Estado creaba el Monopolio de Petróleos, como quien con ello salvaba la independencia de la patria. Veinte años después, con una finalidad análoga se nacionalizó la Telefónica. Hoy las cosas no van por ahí, sino que la vida económica es intercomunicable.

Pero junto a la economía, la cultura. España posee un rico tesoro de cultura, arte y letras. Nuestro «as de oros» es la lengua, que es un preciado bien compartido por cuarenta millones de españoles y más de doscientos cincuenta millones de «latinos», que son tan dueños de ella como los primeros. La política cultural de España en la promoción y fomento de la lengua, para ser efectiva y para ser justa, ha de ser una política compartida con las otras naciones del mundo que la hablan.

Esas tres líneas de trabajo político -Europa, las organización del Estado, la política cultural- se hallan entre las más necesarias y prometedoras que se pueden diseñar en el año parlamentario que comienza, el primer año político completo con mayoría absoluta en las dos Cámaras del gabinete Aznar.

Fundador de Nueva Revista