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La historia del pensamiento demuestra que nuestras ideas sobre la realidad cambian radicalmente de unas épocas a otras. Otorgamos la máxima importancia a todo aquello que la mentalidad del momento ubica en el centro de la escena, iluminándolo como «real». Al contrario, apenas percibimos y valoramos los elementos que quedan en la sombra, carentes de protagonismo.

Pero ¿a qué ámbito concedemos actualmente un estatuto de realidad superior, al de los hechos objetivos o al de los subjetivos? La sociedad moderna se caracterizó por dirigir su mirada hacia las cosas del mundo exterior y material, la producción económica, el control de la naturaleza, el poder, la tecnología o el conocimiento científico. En el marco de esta cultura, el «yo», la interioridad, la subjetividad y las vivencias de las personas quedaron en un segundo plano, ensombrecidas por los grandes retos de la modernidad. Sin embargo, desde hace ya algunas décadas se observa una tendencia social de retorno a la subjetividad. El mundo interior de los individuos adquiere cada vez mayor protagonismo, y va camino de convertirse, paradójicamente, en el criterio dominante de lo real. En muchos casos, la fuerza de los hechos subjetivos de la conciencia (creencias, deseos, recuerdos, emociones, valores, identidades, actitudes, vivencias, ideologías, etc.) supera a la de los hechos objetivos del mundo exterior.

Desde hace décadas, el mundo interior de los individuos gana protagonismo y va camino de convertirse en el criterio dominante de lo real

Pensadores como Michel Foucault ya intuyeron la importancia que la subjetividad estaba adquiriendo en la configuración del hombre moderno contemporáneo. De ahí que dedicara su esfuerzo intelectual al desarrollo de una historia de la subjetividad, desde la Grecia clásica hasta la sociedad moderna, tratando de comprender dos hechos clave: que la sexualidad estuviera tan íntimamente conectada a la subjetividad, y que los deseos y emociones de las personas revelaran su verdadera identidad. No ha de extrañarnos, por tanto, que titulara uno de sus cursos del Colegio de Francia Subjetividad y verdad, o que prestara una atención especial a las tecnologías de yo, que definió como las operaciones que los individuos pueden ejercer sobre sí mismos, en aras de lograr un cierto estado de perfección, felicidad, pureza o poder sobrenatural.

EL DESACOPLAMIENTO ENTRE SUBJECTIVIDAD Y OBJECTIVIDAD 

El actual retorno de la subjetividad comporta, como resultado final, la primacía de esta sobre la objetividad, pero requiere, como condición necesaria, un proceso previo de desacoplamiento entre ambas, un contexto de debilitación de los vínculos entre lo subjetivo y lo objetivo, en el que las operaciones del mundo interior, de la conciencia de sí, sean cada vez más independientes del mundo exterior, objetivo y material. Desde esta perspectiva, el retorno de la subjetividad podría entenderse como un triunfo de la libertad, un proyecto de liberación de las imposiciones propias del principio de realidad.

Muchas tendencias sociales contemporáneas muestran indicios de este desacoplamiento y del subsecuente predominio de la subjetividad. Por ejemplo, la distancia existente entre «comer», en tanto mera digestión de los alimentos imprescindibles al sostenimiento del organismo fisiológico, y la «gastronomía», como arte culinario al servicio del placer sensorial. La comida habría dejado de ser mera ingesta material para convertirse en una vivencia subjetiva.

También podemos observar tendencias de desacoplamiento en la orientación sexual de las personas, tradicionalmente determinada por los genitales del individuo. El sentido y la práctica de la sexualidad estaban indisolublemente vinculados a la reproducción de la especie, una función que trasciende al individuo. Hoy, sin embargo, al menos idealmente, cada individuo es libre de optar por una orientación sexual siguiendo el llamado de sus auténticos deseos. Una tendencia similar se observa en las identidades de género, actualmente inmersas en un clima cultural que pugna por la dilución de lo masculino y lo femenino en un indefinido neutro. La identidad de género se estaría desacoplando tanto de la configuración biológica del organismo como de las constricciones sociales.

En campos como la gastronomía, la orientación sexual o la identidad de género se muestra como la vivencia subjetiva gana terreno a la realidad objetivable

El orden económico moderno gravitaba en torno a medios de producción, fuerzas productivas, inputs y outputs básicamente materiales. El materialismo histórico de Marx no era la única teoría fundamentada en el análisis infraestructural, es decir, en hechos objetivos y exteriores. Esta impronta materialista todavía pervive en los medios económicos actuales, pese al rol que la subjetividad desempeña en todos los procesos productivos y consuntivos: es evidente, por ejemplo, que hoy un vestido, unas zapatillas de deporte, un móvil o un lugar de vacaciones han de estar primordialmente acoplados a la subjetividad del consumidor.

En el ámbito político también encontramos tendencias similares. Por ejemplo, el hecho de que tradicionales determinantes del voto, como las condiciones materiales de vida, los ingresos o la clase social cada vez explican menos la conducta electoral. Fenómenos políticos preocupantes como la polarización, la desafección, el pesimismo, la falta de confianza, el resentimiento o las identidades múltiples que trascienden los bloques ideológicos establecidos, solamente podrán ser adecuadamente comprendidos mediante el análisis de la subjetividad. Asimismo, las crisis financieras de 2008 y sanitaria 2020 han demostrado la importancia de la gestión política tanto de los sentimientos individuales como de las emociones colectivas.

En lo político, fenómenos como la desafección o la polarización solo pueden ser comprendidos mediante el análisis de la subjetividad

EN EL REINO DE KIERKEGAARD: LA SUBJECTIVIDAD COMO VERDAD

Si bien este retorno de la subjetividad contiene ecos del movimiento romántico, por cuanto comporta una innegable revalorización de la interioridad del individuo, no alimenta el desmedido culto al yo como entidad absoluta y autónoma. El retorno actual concuerda mucho más con el existencialismo de Søren Kierkegaard, cuya piedra clave sostiene que la subjetividad es la verdad. Esta concordancia se hace muy evidente cuando sustituimos la idea de Dios de su edificio filosófico por cualquier otra creencia, fe o dogma que forme parte del conjunto de dioses que habitan el Olimpo contemporáneo.

Kierkegaard opone el pensador subjetivo al pensador objetivo que persigue verdades externas, abstractas y universales. Al pensador subjetivo le importa sobre todo la existencia de los seres humanos concretos, pues los individuos están especialmente interesados y concernidos por las vivencias de su particular existir. Kierkegaard no niega que la realidad externa exista, pero sostiene que los hechos objetivos nunca nos determinan, no definen nuestras elecciones vitales (desacoplamiento subjetivo-objetivo).

Kierkegaard adelantó el desacoplamiento actual entre lo objetivo y lo subjetivo: no niega que la realidad externa exista, pero sí que esta nos determine

Subjetividad es verdad o, dicho de otra forma, lo que existencialmente más importa a cada uno es la verdad subjetiva. La fe en las creencias que elegimos define quiénes somos, marca nuestra identidad. De ahí que, para Kierkegaard, la importancia que una idea tenga para un sujeto sea criterio de verdad. Toda verdad subjetiva expresa una concordancia existencial íntima con la vida de un individuo en particular, no importando tanto sus contenidos específicos, como el compromiso y la apropiación personal de esos contenidos por parte del sujeto. Es por lo que, según Kierkegaard, la intensidad de la apropiación, la pasión con la que el individuo vive su creencia, constituye síntoma de verdad. Sin pasión, llega a decir, no hay verdad. Esta filosofía existencialista se ajusta como un guante al ethos contemporáneo, ofreciendo una perspectiva privilegiada desde la que comprender muchos fenómenos sociales, aparentemente paradójicos, ininteligibles desde una perspectiva objetivista de la realidad.

En el caso de la juventud, por ejemplo, su exacerbado consumo comunicativo no podría entenderse obviando la primacía existencial de la subjetividad. Desacoplados de las condiciones y límites objetivos que antes procuraban familias, empleos, municipios, la ciencia, los estados, los partidos políticos, la religión, las ideologías, las parejas y los grupos de pares, los jóvenes se hallan inmersos en una perpetua y angustiosa búsqueda de identidad. Internet, las redes sociales, las series de Netflix, los influencers, el consumo simbólico de productos de marca, o las relaciones parasociales, les resultan imprescindibles porque andan buscando una verdad subjetiva, concreta y personal.

Los jóvenes, desacoplados de límites y condiciones objetivas, se hallan inmersos en una angustiosa y frenética búsqueda de verdad subjetiva

 LA FELICIDIDAD COMO OUTPUT SOCIAL

El retorno de la subjetividad, iniciado en el último tercio del siglo pasado, coincide en el tiempo con el llamado «giro emocional» de las ciencias sociales, que legitimó el análisis científico de los sentimientos y las emociones. Las realidades subjetivas congeniaban mal con la orientación positivista y objetivista que estas ciencias habían adoptado, emulando a las ciencias naturales. En estos años, frente a los estudios centrados en la mejora de las condiciones de vida, el incremento de la riqueza, o el progreso del bienestar material, surgieron nuevos paradigmas preocupados por la calidad de vida, la felicidad y el bienestar emocional. Ed Diener, desde la psicología, y Ruut Veenhoven, desde la sociología, fueron pioneros en la aplicación de la perspectiva científica al clásico tema de la felicidad, rebautizado como «bienestar subjetivo», un término nuevo que otorgaba a su estudio la necesaria pátina de cientificidad.

Pese al progreso social experimentado, se hizo cada vez más evidente que la gran promesa de la modernidad, esto es, el logro de la mayor felicidad para el mayor número, según expresión del utilitarista Jeremy Bentham, era un objetivo inalcanzable. Dos siglos más tarde, los niveles de sufrimiento, insatisfacción con la vida e infelicidad siguen siendo intolerablemente altos. El mundo feliz parece demorarse incluso en los países más avanzados y ricos. Las sociedades desarrolladas generan sus propios jinetes del apocalipsis, como por ejemplo las pandemias emocionales de soledad, depresión, ansiedad, tedio, odio, estrés, falta de respeto, miedo, o carencia de sentido.

Cuando los incrementos del PIB no parecen garantizar aumentos paralelos en el bienestar emocional de la población (otro desacoplamiento más), el estudio científico del bienestar subjetivo se convierte en instrumento clave de la evaluación del desempeño de nuestras sociedades. Solo así podremos saber si tiene sentido seguir fomentando ciegamente el crecimiento económico, y el progreso objetivo y material, a costa de la destrucción de la naturaleza y del deterioro de nuestra felicidad. Desde esta perspectiva, es evidente que la felicidad constituye un output social. Más allá de la incidencia que los factores psicobiológicos tienen sobre el bienestar subjetivo de las personas, sabemos que todas las estructuras, procesos y dinámicas sociales acaban teniendo consecuencias sobre los estados emocionales de los individuos. En este sentido, la subjetividad opera como un sumidero individual al que van a parar los vertidos sociales. De ahí la necesidad de analizar las estructuras afectivas y dinámicas emocionales que colman el mundo interior, pues en ellas quedan registradas, como en un delicado sismógrafo, la impronta de todos los procesos y lógicas sociales.

Los procesos sociales influyen en el estado emocional del individuo: la subjetividad opera como un sumidero al que van a parar los vertidos sociales

LA FELICIDAD NO ES UNA «COSA»

El análisis del bienestar subjetivo es indispensable en sociedades que siguen siendo profundamente desiguales. Está demostrado que las desigualdades dejan una marca indeleble en el bienestar emocional de los individuos. La felicidad no constituye un output que afecta uniformemente a toda la población, sino un output específico que refleja la situación social de cada persona en particular. Durante las últimas cuatro décadas, la nueva ciencia de la felicidad ha avanzado mucho en el análisis de los efectos que las distintas características sociales tienen sobre el bienestar subjetivo. La cantidad y calidad de las relaciones sociales, el nivel de ingresos, el desempleo, el divorcio, la viudedad, el género, la edad, el estado de salud, la soledad, la educación, la salud mental, las discapacidades físicas, la pobreza, la vulnerabilidad, la marginación, trabajar de autónomo, ser ama de casa, ser inmigrante, la posición de clase, el estatus social, el respeto con el que te traten o, en fin, el sentido de la vida, son algunas entre otras muchas características investigadas que han demostrado estar correlacionadas con el bienestar emocional. En el libro Excluidos de la felicidad he tratado de contribuir al estudio de la estratificación social del bienestar subjetivo en España, mostrando las lógicas sociales del sufrimiento, del malestar emocional y la infelicidad.

Tras señalar que el estudio del bienestar emocional resulta hoy más necesario que nunca, y reconocer los indudables avances que la ciencia social ha logrado en este campo durante las últimas décadas, quisiéramos advertir ahora de que tanto la forma en que medimos el bienestar subjetivo, como los discursos sociales que circulan sobre el bienestar emocional, se sustentan y al mismo tiempo refuerzan una concepción cosificada de la felicidad.

El modelo de medición mayoritariamente utilizado por las ciencias sociales consiste en una escala monotónica, del cero al diez, basada en una única pregunta de cuestionario. Los tres formatos más comunes (escala de satisfacción con la vida; escala de la felicidad; escalera de Cantril) trasmiten la idea de que la felicidad es «algo», una cosa, que el individuo posee en un determinado grado o cantidad. Sin embargo, como bien han señalado Emilio Lledó, Émile Durkheim o Arthur Schopenhauer, entre otros muchos, la felicidad es un estado anímico que emerge de la relación entre la vida posible y la vida real, esto es, de la tensión experimentada por el sujeto en los juegos de posibilidad y realidad. En suma, las ciencias sociales miden la felicidad mediante una mera autoevaluación cognitiva del bienestar subjetivo del individuo. Modelos de medición alternativos, como los basados en el concepto aristotélico de eudemonía, o en estructuras multidimensionales de estados afectivos, siguen siendo poco utilizados. Paradójicamente, aun cuando proclamamos que la felicidad es mucho más importante que el dinero, lo cierto es que nuestras sociedades utilizan un descomunal aparato estadístico para medir la riqueza, pero una sola variable de cuestionario para medir la felicidad.

La felicidad es un estado anímico que emerge de la tensión experimentada por el sujeto en los juegos de posibilidad y realidad

MERCADO Y MERCADEO EMOCIONAL

El proceso de cosificación también es evidente en los actuales discursos de la felicidad, inspirados en un patrón estrictamente individualista. Tanto la «psicología positiva» auspiciada por Martin Seligman, como la multitud de ofertas psicoterapéuticas que hoy se ofrecen en el mercado emocional, han logrado levantar una gran industria de la felicidad dedicada a la autoproducción y venta de este sentimiento. Asistimos a una clara mercantilización de las tecnologías del yo, tal y como fueron definidas por Foucault. La psicología positiva lo es en un doble sentido. Primero, porque supuestamente está basada en una ciencia objetiva de la felicidad y, segundo, porque sostiene que mantener una actitud positiva y optimista ante la vida es garantía de bienestar emocional. Ahora bien, pensamos que estos discursos son alienantes porque enmascaran la incapacidad de nuestras sociedades para ofrecer a sus miembros un mínimo de satisfacción con la vida. En efecto, desvinculan la felicidad individual de las condiciones y lógicas sociales, ahondando en el proceso de desacoplamiento subjetivo‑objetivo citado. Responsabilizan en exclusiva al individuo de su desgracia, acusándole de ser el único culpable de su malestar emocional. En suma, estos discursos positivos prometen y promueven la búsqueda puramente individualista de una versión egocéntrica y cosificada de la felicidad.

La oferta psicoterapéutica que hoy se ofrece en el mercado emocional ha levantado una gran industria de la felicidad dedicada a su autoproducción y venta

La cosificación y descontextualización de la felicidad inducen a pensar que el bienestar emocional constituye una realidad absoluta, el bien supremo que debemos alcanzar en todo momento. Si esto fuera cierto, emociones negativas como la tristeza que sentimos ante la muerte de un ser querido, el miedo que nos alerta de algún peligro, el aburrimiento que impulsa nuestra creatividad, o la vergüenza que nos informa del deterioro de algún vínculo social, carecerían de sentido. Si la felicidad fuera un bien absoluto, las palabras de John Stuart Mill, afirmando que es mejor ser un humano insatisfecho que un cerdo satisfecho, o un Sócrates insatisfecho que un necio satisfecho, tampoco tendrían sentido.

 COMPRENDER LA EXPERIENCIA

En conclusión, la descontextualización de la subjetividad y del bienestar emocional, causadas por la individualización, cosificación y desacoplamiento subjetivo-objetivo de la felicidad, demandan un cambio radical en el modo en que abordamos el estudio del bienestar subjetivo. Este cambio afecta tanto a la manera en que las ciencias sociales estudian el bienestar emocional, como a la forma en que las personas concebimos y reflexionamos sobre nuestra propia felicidad. Para ello, resulta imprescindible reintegrar la subjetividad y la emoción a su contexto propio, es decir, al de la existencia y la vivencia, en suma, al de la experiencia humana. Según John Dewey, solemos considerar que las emociones son tan simples y compactas como las palabras que usamos para designarlas, pese a que son cualidades de una experiencia compleja que evoluciona y cambia. En tal caso, si el bienestar emocional constituye una cualidad que emerge de una determinada experiencia, es obvio que para entender aquel habrá primero que comprender esta.

La experiencia humana es la categoría y el marco adecuado para comprender la subjetividad característica de los fenómenos sociales y personales contemporáneos. Frente a una ciencia social exclusivamente preocupada por las situaciones, por los discursos o por las identidades, debemos retomar el estudio de la experiencia porque nos permitirá integrar en una síntesis vital relevante estas tres dimensiones clave: las situaciones objetivas, los discursos culturales y las identidades sociales. La experiencia ofrece una perspectiva privilegiada desde la que comprender las subjetividades contemporáneas y, por ende, la felicidad y el bienestar emocional. Como bien demuestra la obra de Foucault, las relaciones con el sí-mismo no son independientes ni de las relaciones de poder, ni de las relaciones de saber.

El análisis de las experiencias humanas nos acerca a la verdad, pero al mismo tiempo nos abre las puertas a la auténtica empatía. Solamente una profunda comprensión de nuestra experiencia, y de las experiencias ajenas, podrá evitar que la ansiada búsqueda de la felicidad acabe siendo un reto egocéntrico, ensimismado, e individualista, una competición de todos contra todos al grito de ¡sálvese quien pueda!

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Catedrático de Sociología de la Universidad de Sevilla