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El acuerdo político que define la salud como un estado de bienestar físico, psicológico y social (ONU) ha sido criticado por su generalidad conceptual, así como por su incapacidad para dar cuenta de una experiencia cambiante. No hay nada extraño en ello, pues mientras los planteamientos más universalistas consideran invariables los elementos de la salud, muchas otras corrientes en el campo de la antropología o de la historia cultural parten de la premisa contraria, y buscan esclarecer las variaciones históricas de lo que se denomina «bienestar». Desde este último punto de vista, el problema de qué sea el bienestar se complica, pues del mismo modo que hay quien se siente mal sin que (en principio) le ocurra nada, también hay quien dice sentirse bien estando (en principio) enfermo. Esta doble paradoja —la de personas que, aun cuando se encuentren objetivamente bien, se sienten mal, y la de personas que se sienten bien aun cuando estén objetivamente mal— plantea serios problemas no solo en el campo de la historia, sino también de la ética y la política. Entiéndase bien: no se trata tanto de que mostremos indignación hacia quien es feliz sin merecerlo o compasivos ante quien es desgraciado sin culpa. El problema radica más bien en qué hacer con quienes se dicen felices en la miseria o en la enfermedad y, quienes, al contrario, son desgraciados en la opulencia o en la salud.

 ENTRE LA RESIGNACIÓN Y LA RESISTENCIA

La historia del bienestar se entiende mejor a partir de estos casos extremos que nos obligan a decidir entre las consideraciones objetivas de la salud y las valoraciones subjetivas de la experiencia. A lo largo de los siglos, hemos basculado en torno a estos dos extremos. Por un lado se han situado todas aquellas posturas filosóficas, éticas o económicas que, ligadas a una política de la resignación, han promovido formas, ya sean laicas o religiosas, de encontrar paz y descanso aun en la situación más lenitiva o en la economía más adversa. Por el otro, se han colocado todos aquellos para quienes la correcta medida del bienestar depende de consideraciones objetivas y de políticas públicas. Es fácil encontrar ejemplos de ambas cosas. Hoy sabemos, por ejemplo que, a comienzos del siglo XIX, la mayor parte de la población más desfavorecida de la denominada clase obrera en Inglaterra consideraba su forma de vida con resignación, de modo que no es infrecuente encontrar, como en las plantaciones del sur los Estados Unidos, muestras de felicidad en el trabajo infantil, en el dolor o en la miseria. Al mismo tiempo, no son pocos los autores que han señalado la victimización o el fraude como forma de obtener réditos económicos, políticos o emocionales.

La historia del bienestar emocional ha basculado en torno a las consideraciones objetivas de la salud y la valoración subjetiva de la experiencia

DEL HECHO INDIVIDUAL AL SOCIAL: EL EJEMPLO DEL SUICIDIO  

La paradoja señalada no es la única. Tan importante como la valoración emocional de los acontecimientos de la propia vida es la consideración de que aquellas circunstancias que consideramos, en principio, «individuales» —incluyendo las que conducen, por ejemplo, al suicidio, como expresión máxima de malestar personal— forman parte de un fenómeno que puede y debe examinarse como un hecho social.

Veamos esto con algo más de detenimiento. Como cualquier otra acción individual, el suicidio suele interpretarse como la expresión máxima de un malestar personal, según se refirió a este fenómeno el Premio Nacional de Ensayo, Ramón Andrés en la obra que le dedicó: Semper dolens. Se trataría así de una decisión privada tomada en circunstancias adversas, ya sea porque el suicida no puede soportar más el dolor del presente o porque no encuentra esperanza en el futuro. En las primeras décadas del siglo XIX, lo encontramos con frecuencia descrito de ese modo. En los textos de Chateaubriand, en las novelas de Charles Nodier o en las de Goethe, suele equipararse al deseo por poner fin al sentimiento de frustración causado por un deseo insatisfecho. También a Madame de Staël, que lo había justificado en su juventud y que posteriormente se mostró contraria en el tratado que escribió sobre la materia en 1812, le parecía apropiado defender que la mayor parte de los suicidios se debían a la incapacidad para comprender ya fuera la relación entre la fortuna y la voluntad como entre la ruina y al deshonor.

Aun cuando esta visión individualista y romántica del suicidio se extiende hasta nuestros días, hay que tener presente que la acción, en principio autónoma, por la que alguien decide quitarse la vida, comenzó también a estudiarse, mucho antes de la famosa obra de Émile Durkheim, como un fenómeno colectivo que requería una explicación más de naturaleza sociológica que psicológica. La epidemia de suicidios que se extendió por Europa después de la Revolución francesa parecía demandar algún tipo de explicación. Así mientras que entre 1827 y 1830 había un suicidio en París por cada tres mil habitantes, de 1830 a 1835 una de cada dos mil personas se había quitado la vida. Citando la autoridad del alienista (hoy diríamos psiquiatra) Esquirol, el suicidio pasó a considerarse un hecho social, ligado a la liberación del tutelaje del Antiguo Régimen. En un tratado de 1773, Jean Dumas escribía: «Desde hace algún tiempo, el suicido se ha vuelto común en todas las partes del mundo cristiano, a consecuencia de la irreligión, del lujo y de la corrupción». Resultado de una riqueza mal adquirida o de una pobreza mal llevada, dejó de ser una cosa de ricos o de pobres, para afectar a capas más extensas de la población. Después de 1790, las clases medias, que parecían haber quedado exentas de este mal durante siglos, comenzaron a quitarse la vida, en parte como resultado del incremento de las enfermedades de la imaginación.

La ola de suicidios que se extendió por Europa tras la Revolución francesa parecía demandar algún tipo de explicación social más allá del mero malestar individual

LA SALUD, CUESTIÓN DE ESTADO

Esta forma de intervenir socialmente en las valoraciones subjetivas del malestar o del bienestar está detrás de otras muchas formas de intervención pública que marcan el desarrollo del mundo contemporáneo. La Ilustración vio nacer y desarrollarse no solo una reflexión del suicidio como un hecho social, sino una nueva concepción secularizada de la salud, ligada a una ética de la responsabilidad y a una política de educación. Esta medicalización de la salud, y su consideración como asunto de Estado, tuvo efectos muy variados: desde el nacimiento de la dietética o de la gimnasia escolar hasta la supervisión de la nutrición y de los usos del agua. A estos ejemplos podrían añadirse el control de la natalidad, la seguridad laboral, el cuidado de la pobreza así como la regulación de la sexualidad o del parto como demuestran estudios de diversos autores. La subordinación de la vida a principios de naturaleza científica continuó durante todo el siglo XIX con el desarrollo de la bacteriología y de la higiene social, y desembocó tanto en los planteamientos eugenésicos de principios del siglo XX, en su vertiente más siniestra, como en el estado del bienestar (Welfare State), posterior a la Segunda Guerra Mundial.

El nacimiento de la medicina clínica, la formación de nuevos cuadros profesionales, así como la creación de centros hospitalarios y de investigación formaron parte de esa política de regulación del bienestar individual que pasó a convertirse, como el propio suicidio, en un asunto de interés social. Tanto el nuevo humanitarismo, por un lado, como la puesta en valor de un sistema de caridad, por el otro, permitieron la reforma de hospitales, prisiones, cementerios, pero también la promulgación de leyes relacionadas con la limitación del trabajo infantil o con las medidas de re-urbanización y saneamiento. Así, al mismo tiempo que se incentivaron campañas de vacunación o de profilaxis ligadas, por ejemplo, a la lucha contra la viruela, la sífilis o el cólera se promulgaron leyes relacionadas con la educación social, con el maltrato infantil o con el mundo laboral; lo que hace muy difícil distinguir entre well-being o welfare en la historia del estado del bienestar.

Las políticas de regulación del bienestar individual convirtieron a este en un asunto de interés social, lo que hacía difícil distinguir entre well-being o welfare

ENTRE LA RENUNCIA Y LA PASIÓN

Al examinar la obra de Adam Smith, el economista Albert O. Hirschman entendió que la confluencia entre pasiones e intereses hacía difícil alcanzar un equilibrio entre las razones privadas y el bien general. La paradoja es notable, pues parece que hay una gran diferencia entre promover una filosofía del bienestar individual o considerar, por contra, que los seres humanos no pueden ser felices más que en comunidad. La primera opción siempre ha sido la propia, en Occidente, de corrientes estoicas o neo-estoicas (en general promovidas por personas a las que no les faltaba nada). Para esta línea de pensamiento, el bienestar de las personas no depende de sus condiciones de vida, sino de la valoración que cada cual hace de su propia existencia y de la sabia aceptación de su infortunio o de su fortuna. Se trata de filosofías de la renuncia, que ponen freno a lo que podríamos llamar la imaginación proyectiva.

Las raíces históricas de esta línea de pensamiento son antiguas. Como había enseñado el sabio Epicuro en el siglo IV a.C., la felicidad solo podía obtenerse si consiguiéramos liberarnos de los temores injustificados y de los deseos insatisfechos. En esa misma línea de pensamiento, también Plutarco estaba convencido de que solo la paz interior podía amainar los vientos del exterior. Y puesto que la tranquilidad del espíritu no dependía de los avatares de la fortuna, sino del ejercicio de la virtud, incluso los más desfavorecidos podían aprender a cultivar una vida feliz. Una opinión que también compartió Séneca en el mundo romano. Para este último autor, el cúmulo de las adversidades, lejos de trastornar el ánimo, era más bien provechoso para quien lo padece. «El hombre feliz —escribía— es aquel que, de acuerdo con la razón, nada teme ni nada desea».

Para las corrientes estoicas, el bienestar solo depende de la valoración que cada uno hace de su propia existencia y no tanto de sus condiciones de vida

Al contrario que esta eudaimonía de los estoicos, ‒una forma de bienestar caracterizada por la ausencia de miedo y de deseo‒, la Ilustración se mostró partidaria de una forma de felicidad que fuera el resultado de la movilización de las pasiones. Así, mientras que el estoicismo nos alejaba de la política, convenciéndonos de que podíamos encontrar la paz y el sosiego espiritual incluso en la más adversa de las circunstancias, la Ilustración promovió una concepción de la felicidad que dependía de la satisfacción del deseo. Si Séneca quiere que vivamos sin ambición y sin deseo, escribía el filósofo La Mettrie, «¡entonces nosotros seremos anti-estoicos!». Esta posición la comparten otros muchos autores. Sin las pasiones, escribía Diderot, las bellas artes regresarían a la puericia y la virtud a la insignificancia. Solo gracias al lujo de las ramas disfrutamos la sombra de los árboles, afirmaba en sus Pensamientos filosóficos. En consonancia con el clima intelectual de la época, que buscaba imitar los logros de Isaac Newton en el contexto de las ciencias del hombre, el también filósofo Helvétius equiparó las pasiones a las fuerzas de la mecánica, sometidas a leyes y principios básicos: «Es la avaricia la que guía las naves a través de los desiertos del océano; el orgullo el que llena los valles, allana las montañas, se abre camino a través de las rocas, eleva las pirámides». Por eso se dice que el amor afiló el lápiz del primer dibujante o que el deseo de gloria, en la cima helada de las montañas, en medio de las nieves y del hielo, inclinó los anteojos del astrónomo. En todos los casos, y completamente al contrario de lo que había defendido la apatheia clásica —es decir, la idea de que no había más felicidad que la que provenía de la ausencia de pasiones, sobre todo de aquellas que, denominadas «ficticias», no se correspondían con las necesidades naturales—, el siglo XVIII vio una reivindicación del universo pasional: no hay más felicidad que la que proviene de la realización de un deseo.

 Si Séneca quiere que vivamos sin ambición y sin deseo, escribía el filósofo La Mettrie, «¡entonces nosotros seremos anti-estoicos!»

LA ECONOMÍA SIGUE A LA FILOSOFÍA

Esta reivindicación de las pasiones venía además refrendada por las teorías económicas. Con el antecedente del famoso tratado sobre la fábula de las abejas en el que el doctor Mandeville había intentado mostrar hasta qué punto los vicios privados contribuían a las virtudes públicas, la segunda mitad del siglo XVIII hizo del egoísmo el fundamento económico del mercado. Por más que en 1759, en su Teoría de los sentimientos morales, Adam Smith hubiera descrito la ambición como una pasión cuyos excesos debían ser regulados, en 1787 había llegado a la conclusión de que nuestro sustento no provenía de la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero, sino del cuidado que cada uno de ellos ponía en su propio interés. Si queremos cenar no debemos apelar a la humanidad de los comerciantes, sino al amor que sienten por sí mismos; no debemos referirles jamás nuestras necesidades, sino sus beneficios, decía. Como Helvétius antes que él, Smith no veía inconveniente en relacionar el amor a las cosas materiales con los honores, dignidades y reconocimientos, es decir, con todas las pasiones sociales que habían sido desde antiguo una de las grandes preocupaciones del ser humano y que, en términos generales, habían sido rechazadas desde los tiempos de Agustín de Hipona bajo el nombre genérico de cupiditas.

La reivindicación de las pasiones tuvo su refrendo económico y la segunda mitad del xviii hizo del egoísmo el fundamento económico del mercado

 ALGUNAS CONCLUSIONES

Todas estas paradojas nos vienen a decir que la historia del bienestar debe escribirse atendiendo a las tres circunstancias mencionadas. Por un lado, habrá que esclarecer si el bienestar es una valoración subjetiva antes que una consideración objetiva. Del mismo modo, habrá que decidir si lo que llamamos bienestar se consigue mediante ejercicios privados o a través de políticas públicas. Finalmente, también habrá que determinar si entendemos por felicidad la moderación o incluso la ausencia de pasiones o, por el contrario, la exaltación del deseo satisfecho.

En nuestros días, estas tres disyuntivas están ampliamente representadas. Por un lado, asistimos al desarrollo exponencial de una industria de la felicidad que recupera no pocos elementos del estoicismo antiguo, así como de otras corrientes de pensamiento oriental. Esta mercantilización del bienestar emocional ha sido estudiada por Cabanas e Illouz en su imprescindible Happycracia. Cómo la ciencia y la industria de la felicidad controlan nuestras vidas. El desmantelamiento y la puesta en cuestión del estado del bienestar (welfare) ha ido emparejado en los últimos años por una recuperación de las políticas de la resignación, acentuadas por la práctica de formas distintas de introspección o meditación, de modo que, en la vieja tradición estoica, la adversidad pueda servir de ocasión a la virtud.

En segundo lugar, también presenciamos la consolidación de una sociedad al mismo tiempo quejumbrosa y opulenta, que se lamenta sin motivo y se queja sin razón. Esta hipocondriasis social se reviste de mil formas, pero todas tienen en común el triunfo de la valoración subjetiva sobre la frialdad de los hechos meramente verdaderos. Como en los mejores tiempos del licenciado vidriera, creerse enfermo es estar enfermo.

En la actualidad, la hipocondriasis social se reviste de mil formas, pero todas tienen en común el triunfo de la valoración subjetiva sobre la frialdad de los hechos

Finalmente, asistimos a una resignificación del universo pasional y, más en particular, de los deseos relacionados con la fama y el lujo como medida liberal de éxito. Dicho de otra manera, mientras se pone cada vez más en entredicho la visión ilustrada de que la felicidad es un bien colectivo que, en consecuencia, exige y demanda una protección social, también se afianza la idea, también ilustrada, de que la verdadera felicidad procede de la realización las pasiones más pueriles.

Lo que estas tres formas de bienestar tienen en común es justamente su regusto liberal. El individualismo posesivo no solo se ha convertido en sujeto de la razón, sino en dueño de una pasión desbocada que, contra toda evidencia, se queja de lo que no tiene, recela de la política y se arrastra, a cualquier precio, por los bienes de la fortuna y de la fama.

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REFERENCIAS

Andrés, Ramón (2015), Semper dolens. Historia del suicidio en Occidente, Barcelona, Acantilado, 2015.

Bergdolt, Klaus (2008) Wellbeing. A Cultural History of Healthy Living. Malden, MA., Polity Press.

Cabanas, Edgar y Illouz (2019), Happycracia. Cómo la ciencia y la industria de la felicidad controlan nuestras vidas, Madrid, Contextos,

De Staël, madame, [1796], De l’influence des passions sur le bonheur des individus et des nations, suivi de [1813], Réflexions sur le suicide, París, Rivages Poche, 2000, p. 266.

Helvétius, [1758]. De l’Esprit, Me he servido de la traducción española de José Manuel Bermudo, Madrid, Editora Nacional, 1984.

Hirschman, Albert O. [1973], The Passions and the Interests. Political Arguments for Capitalism Before Its Triumph, Princeton, Princeton University Press, 2013.

Séneva vs La Mettrie, (2018), El combate por la felicidad, Madrid, Errata naturae.

 

Investigador en el Instituto de Historia del CSIC. Autor de «Historia cultural del dolor» en Taurus. Su último libro publicado es «Historia del columpio».