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Italo Calvino, entre otras muchas definiciones de clásico, da una que viene a señalar que es aquél que nunca decimos que estamos leyendo por primera vez, sino releyendo. Por encima de la ironía, acaso lo que sucede con los clásicos es que, cuando los leemos, incluso por primera vez, parece que ya los hubiéramos leído antes, pues descubrimos que son imprescindibles y comprendemos que estaban ahí a pesar de nuestro desconocimiento, que la historia de la literatura no podría ser la misma sin ellos, y que si despojásemos a la literatura de lo superfluo, quedarían ellos, como la sustancia segura de todo.

Sin embargo, la excesiva presión de la novedad, y la penetración en el mundo editorial de la perspectiva uniformizadora de un marketing que trata igual a los libros que a otros productos, sometiéndolos a rápidos plazos de caducidad, acaban desplazando de las librerías a los clásicos, que son sustituidos por libros de temporada, de vida efímera. Muchos clásicos acaban así desapareciendo del tráfico regular y hasta de los catálogos, y superviviendo apenas, en el mejor de los casos, en versiones que se ofrecen en colecciones marginales destinadas a los saldos, sin garantías de edición ni traducción. Por eso suelen ser acertadas las conmemoraciones de nacimientos o muertes de autores literarios —como lo son ciertas versiones cinematográficas de sus obras—, ya que suscitan al menos la posibilidad de una recuperación editorial.

Este año, uno de los autores cuyo nacimiento se celebra es Aleksandr Pushkin, considerado como el creador de la moderna literatura rusa. Todo en Pushkin fue novelesco, su profundo sentido romántico de la libertad, su simpatía por los caídos y oprimidos, y hasta su muerte, en un duelo de honor, a los 36 años. Pero lo que sorprende sobre todo de él, es la capacidad y el talento con que, en su breve vida, realizó una obra literaria tan diversa y original.

En Pushkin se conjugó de modo peculiar el sentido de su cultura nacional con una idea cosmopolita de la expresión literaria. En un tiempo en que en Rusia era el francés la lengua de cultura, empleó sus esfuerzos creadores en dar a la lengua rusa la dimensión literaria que merecía, pero los asuntos de la moda romántica que estimularon su imaginación, la influencia de los grandes contemporáneos y de otros clásicos, no le hicieron perder la sensibilidad frente a su mundo cotidiano, y hasta supo compaginar lo que pudiéramos llamar la literatura culta con el aprecio por los cuentos y las leyendas populares de su recuerdo infantil.

Acaso en la sensibilidad que permanece la conciencia certera de su propio mestizaje, heredero como era, a la vez, de antiguas gentes rusas y de un esclavo abisinio, luego liberado, del zar Pedro el Grande.

La aparición en nuestras librerías de dos libros suyos (Relatos del difunto Iván Petróvich Belkin, Ediciones Altera, y La hija del capitán, Alianza Editorial), supone la recuperación, en óptimas condiciones —tanto la edición, como el castellano en que las ha traducido Ricardo San Vicente, son excelentes—, de parte de la obra de este clásico imprescindible.

Relatos del difunto Iván Petróvich Belkin y La hija del capitán son el alfa y omega de lo que se pudiera considerar la ficción realista de Pushkin, y no es exagerado afirmar que marcan un punto de inflexión en la historia de la narrativa. En los grandes escritores de cuentos rusos —citaré a Gogol, a Turguéniev, a Chéjov, pero un contemporáneo nuestro como Vladimir Makanin serviría también de ejemplo perfectamente— está la huella estética de estos Relatos, pero su aroma podría llegar muy lejos, y alcanzar Incluso a Pío Baroja, que sin duda aprendió en los rusos mucho de lo que sabía en cuanto a la plasmación de la realidad viva en la realidad literaria.

Por otra parte, estos Relatos están compuestos desde un espíritu que hoy podríamos considerar «metaliterario». Así, Pushkin, en una nota previa, en realidad un cuento más, explica cómo los cinco que componen el libro llegaron a sus manos, apareciendo más como editor que como autor, lo que, dándole al libro una gran modernidad, lo enlaza con una estirpe en que Cide Hamete Benengell no sería el miembro menos considerable.

Cada uno de los cinco relatos tiene una identidad singular. El disparo inaugura acaso para la ficción moderna una historia en que se conjugan el pasar del tiempo y la pasión de la venganza, una estructura narrativa que ofrecerá en la literatura contemporánea frutos tan dispares y atractivos como El barril de amontillado, de Poe, El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas o La mansión, de William Faulkner. El fabricante de ataúdes resuelve, en clave de realismo cotidiano, una imaginería que Hoffmann nunca dejó salir de la ambigüedad onírica. El maestro de postas presenta unos personajes conmovedores, ese padre desolado y esa hija seducida por un calavera, que inauguran una mirada nueva no solo en la literatura rusa, sino en todo el siglo XIX. La señorita campesina es un Aleksandr Pushkin (Alianza Editorial, 1999) es un delicioso enredo que se podía calificar de primaveral, y la protagonista tiene la espontaneidad picara de algunas de las damas que imaginó Lope de Vega muchos años antes, aunque su espíritu pertenezca tan claramente a la modernidad romántica.

Queda para el final, sacado de su orden, La ventisca, uno de los grandes relatos en la antología universal del cuento literario, una historia de amor sobre el azar y el destino que es magistral por la invención, pero también por la técnica con que se desarrolla, dando comienzo unos años después de sucedidos los sucesos dramáticos que constituyen su meollo, y disponiendo diversas localizaciones del punto de vista, e incluso testimonios en primera persona, conducidos con una habilidad y una sabiduría narrativa que no ha perdido nada de su gracia original y de su interés dramático.

En todos estos cuentos, el lenguaje sigue conservándose fresco, vivo, pero un elemento fundamental es el humor. Al describir los personajes y las situaciones hay un humor benévolo e incesante, que lo enriquece extraordinariamente todo. A veces, algunos irónicos comentarios del narrador anticipan algunas de las miradas más finas del siglo. Por ejemplo, cuando en La ventisca señala el narrador que María Gravilovna se había educado en las novelas francesas y, por consiguiente, estaba enamorada; o cuando en La señorita campesina alude a los sentimientos y pasiones que la lectura desarrolla en las señoritas de provincias, se adelanta al espíritu de aquel delicioso comentario de Stendhal en El rojo y el negro, al apuntar que, como madame de Rénal no leía novelas, no podía comprender la naturaleza y el alcance de sus sentimientos.

En fin, hermosas tramas, reconstrucción vigorosa de un mundo de personajes vivos y reconocibles, ternura e ironía, en un libro que, gracias a esta edición, podemos recuperar en toda su belleza originaria.

La novela La hija del capitán, igualmente llena de vida y frescura, ofrece muchos elementos de singularidad literaria. Novela que podríamos calificar de «itinerante », presenta ante todo una pareja, el joven Piotr Andréyevich Griniov y el viejo siervo Savélich, que reconstruyen en muchas de sus actitudes las de los dos miembros de la pareja andante más famosa de la literatura universal. Además, se trata de una novela «de aprendizaje», que narra puntualmente cómo el joven e inexperto Piotr Andréyevich se va enfrentando con la vida, la experiencia adulta y el amor, en difíciles circunstancias. En cuanto a esos lejanos puestos fronterizos en que el bisoño oficial debe empezar a desempeñar sus labores militares, inauguran sin duda unos decorados que no desaparecerán de la literatura universal en los dos siglos posteriores.

La novela, al tener su escenario en el espacio físico y temporal de la revuelta de Yemellán Pugachov, un suceso verdadero en la Rusia del siglo XVIII, resulta también la crónica de unos lances aventureros en un momento histórico peculiar, y la relación entre el joven protagonista y Pugachov, llena de contradicciones y ambigüedades, anticipa algunas de las relaciones extrañas en que fue maestro, por ejemplo, Robert Louis Stevenson.

También en La hija del capitán se muestra en todo su esplendor el registro irónico y hasta humorístico de Pushkin, que con su ayuda describe concisa y hábilmente lugares, situaciones y conductas, consiguiendo personajes inolvidables, como el disipado Iván Zurin, el traidor Shvabrin, la corajuda y matriarcal Vasilisa Yegórovna o su marido, el afable y heroico capitán Mirónov.

La edición y versión que nos ofrece Ricardo San Vicente incluye como anexo el «Capítulo omitido» por el autor, que alguna de esas versiones anónimas y furtivas antes aludidas incluía sin aviso dentro de la trama. La lectura de este capítulo, en que aparece patente la incorporación a aquella revuelta de los siervos domésticos y más cercanos a las familias, puede dar idea del mundo ideológico cerrado y despótico en que debían publicarse las obras de Pushkin, y hasta qué punto la naturalidad y falta de prejuicios con que él afrontaba las conductas de sus personajes resultaban verdaderamente nuevos en su contexto social, obligándole incluso a lo que no se puede considerar sino como cierta prudente autocensura.

En fin, dos hermosos libros de un clásico cuya recuperación hay que celebrar, como hay que celebrar que haya vuelto a la memoria de los medios de comunicación la figura de Aleksandr Pushkin, que en este oscuro fin de siglo, marcado por terribles enfrentamientos bélicos, culturales y étnicos, y por la regresión a particularismos que parecían superados, resulta ejemplar en su voluntad de integrar elementos dispersos, tanto en la cultura como en la propia personalidad, para elaborar una obra destinada a pasar de lo particular a lo universal.

Escritor. Ha reunido sus relatos breves en el libro Cincuenta cuentos y una fábula y acaba de publicar Cuatro nocturnos (Alfaguara). Ha recibido, entre otros, el Premio Nacional de la Crítica, el premio Miguel Delibes de Narrativa y el Premio Nacional de Literatura Infantil