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«¿Para qué sirve el escritor si no para destruir

la literatura?». Rayuela, capítulo 99

«Yo quiero acabar con los sistemas y las relojerías

para bajar al laboratorio central y participar,

si tengo fuerzas, en la raíz que prescinde

de órdenes y sistemas». Julio Cortázar

 

Escribir sobre Rayuela, de cuya publicación se cumplen cincuenta años, exige una renuncia previa y sincera de la misma técnica de criticar ficción. Puede que esta sea la excusa que uno se pone, pues lo mejor que puedo decir de esta novela es que aún hoy, con la relectura desordenada de ciertos capítulos, me sigue haciendo feliz.

El propio Andrés Amorós, en el prólogo a la edición de Cátedra, advierte con gracia, antes de enfrascarse en las divagaciones pertinentes sobre el libro, de una cosa parecida: «Ni siquiera soy profesor de literatura hispanoamericana. Simplemente, me gusta este libro. Me gustó. Me sigue gustando».

Me he encontrado con no pocos lectores avezados a los que se les atragantaba la novela

De otro lado, me he encontrado con no pocos lectores avezados a los que se les atragantaba la novela. Puede pasar. Los hay que no soportan el esnobismo de Cortázar («Lo que sigue es costumbre y papel carbónico, pensar que Armstrong ha ido ahora por primera vez a Buenos Aires, no te podés imaginar los miles de cretinos convencidos de que estaban escuchando algo del otro mundo […] ahora pagan qué sé yo cuántos mangos la platea para oír esos refritos. Claro que mi país es puro refrito, hay que decirlo con todo cariño»); y otros, ciertamente desafortunados, llegan a Rayuela tras oír maravillas de la Maga o leer un puñado de citas en Internet.

Estos últimos son irrecuperables: el que se enamoró del modo cortazariano de resumir los estados del alma o fue buscando un arquetipo en que fijarse fracasa siempre en su tentativa. Admirará determinados capítulos, como el siete o el trece, pero será incapaz de apreciar los sutilísimos mensajes que quiso ofrecernos el inventor de los cronopios.

Ahora bien: los misterios de Rayuela no están en sus infinitas referencias culturales ni en sus digresiones metafísicas, sino en la línea apenas perceptible que separa el realismo de la fantasía y el humor  de la nostalgia. Con una lectura atenta, uno puede zambullirse en una aventura paródica en que lo dramático es tratado con humor y lo divertido con absoluta gravedad, o dejarse apresar por el lado emocional, más puro si quieren, pues surge de la intuición superdotada de su autor.

COORDENADAS

En Rayuela hay dos mundos opuestos: del lado de allá, en París, con Horacio y la Maga y todos los del Club de la Serpiente, y del lado de acá, en Buenos Aires, a donde regresa Oliveira para ser un extraño en su casa, junto a su antigua novia y el grupo de amigos que dejó para emigrar. Exiliados son todos, exiliados de sí mismos, pero entre ellos al lector se le ofrecen dos tipos distintos de personajes, o a todos contra uno, que es la Maga. El cerebro contra los sentidos, la cultura aprendida contra el deleite inmediato, el racionalismo contra el hedonismo, contrarios representados en Horacio y su inestable amante, la única que paradójicamente tiene una responsabilidad terrena llamada Rocamadour.

El propio Cortázar, como Oliveira, era un intelectual en el sentido más amplio del término, un hombre que se pasó seis horas al día durante medio año vagando por el Louvre, que cuando descansaba de sus lecturas encendía un cigarro y se repartía entre la cultura popular del jazz y la música clásica, que leía incansable poesía, novela y ensayo, que fundamentalmente leía, pues podía pasarse años sin escribir una línea.

CONTRA LAS FORMAS

Rayuela fue un parto difícil. Cortázar mantenía —lo decía también con las manos, haciéndolas bailar por encima de su cabeza— que los personajes anduvieron mucho tiempo en su mente, o sobrevolando el aire (no sabía muy bien) y que le iban llamando a voces en los sitios más insospechados: un autobús, una cafetería, un parque… se le aparecían de un modo caprichoso, en escenas sueltas, y él iba tomando notas. Así durante años. Por eso la primera frase que escribió no fue « ¿Encontraría a la Maga?», sino «A Oliveira el sol le daba en la cara a partir de las dos de la tarde», que pertenece al capítulo 41. Luego la novela crecería a borbotones, desparramándose desde el centro.

Podríamos decir incluso que la primera frase fue «Dédée me ha llamado por la tarde diciéndome que Johnny no estaba bien, y he ido en seguida al hotel», que es el comienzo de El perseguidor, verdadera piedra de toque cortazariana, su punto de fuga, el relato en que al fin encuentra a su héroe. En Rayuela todos persiguen algo que dé sentido a su vida. Oliveira dirá: «Ya para entonces me había dado cuenta de que buscar era mi signo, emblema de los que salen de noche sin propósito fijo, razón de los matadores de brújulas».

Y la Maga se ofrecerá a acompañarlo en su búsqueda, abandonando todo lo demás, incluido su hijo: «Solamente sé que no puedo tenerte conmigo, que es malo para los dos, que tengo que estar sola con Horacio, quién sabe hasta cuándo ayudándolo a buscar lo que él busca y que también tú buscarás, Rocamadour, porque serás un hombre y también buscarás como un tonto». Cortázar adquiere en el relato inspirado en Charlie Parker un tono propio, personalísimo, a caballo entre el sentimentalismo y el frío rigor cerebral. El propio Johnny Carter tiene la sensibilidad artística e inspirada de la Maga (el bebop era precisamente eso, una especie de trance, una inspiración, y la Maga es jazzística, un animalillo impredecible), aunque Cortázar le haga de vez en cuando teorizar, como a un Oliveira agitado.

Cortázar busca la estructura abierta, que actúa al modo de una centrifugador

 

Presentaba un riesgo evidente. La novela, a diferencia del cuento, donde la estructura está más acotada, predispone a la digresión, al caos. Cortázar quiso jugar con esto, a riesgo de fracasar. Lo vemos a través de Morelli, máscara metaliteraria del escritor argentino, «un artista que tiene una idea especial del arte, consistente más que nada en echar abajo las formas usuales […] le revienta la novela rollo chino. El libro que se lee de principio a final como un niño […] cada vez le preocupa menos la ligazón de las partes, aquello de que una palabra trae a la otra», Cortázar busca la estructura abierta, maleable, que actúa al modo de una centrifugadora. El resultado es una novela más real, más cercana a una vida donde a veces las cosas ocurren porque sí y no vamos derechos a un final determinado. Rayuela es una diatriba genial contra esa escritura convencional, contra la retórica de la tradición, el anquilosamiento de la novela, los tópicos y las consabidas fórmulas narrativas. Contra lo que se entendía por «buena literatura», en definitiva. Se ha dicho que nació con vocación destructiva, cuando de lo que se trata en realidad es de un perfecto artefacto de reconstrucción a través del juego y la parodia. Hasta en el diseño final del libro, en el que Cortázar participó, quiso el autor subrayar este afán lúdico e iconoclasta poniendo una rayuelita en el lomo, un símbolo desmitificador que emergiese entre los lomos serios, convencionales, de cualquier librería.

CONTRANOVELA

Por su estructura caótica, zigzagueante, su ritmo cambiante, que va de los endiablados soliloquios en el Club de la Serpiente a los episodios privados, tumultuosos y felices, de Oliveira y la Maga —esta relación, por cierto, parte de una idea vieja, la del intelectual que baja de su peana para enamorarse de la iletrada y encantadora chica de las fotocopias—, por su incoherencia deliberada, su discurso fragmentario y su decisivo rechazo a la causalidad, Rayuela es una obra que viene a cuestionar tres siglos de tradición novelística moderna.

Cortázar iba apreciándolo a medida que avanzaba y de ahí que en 1959 dijese en una carta dirigida al editor Jean de Barnabé: «Lo que estoy escribiendo ahora será (si lo termino alguna vez) algo así como una antinovela». Un término del que renegaría después —como del famoso lector-hembra—, a sabiendas de lo atrevido de semejante pretensión: «La noción es muy negativa. Sería casi una tentativa de destruir la novela como género, si dices antinovela. Y no es eso, al contrario, es la tentativa de buscar nuevas aperturas, nuevas posibilidades novelescas. Pienso que la novela es uno de los vehículos literarios más fecundos, y que incluso en nuestro tiempo tiene una vigencia muy grande […] Cuando alguien dijo que era una contranovela, eso ya está más cerca de la realidad».

MUCHOS LIBROS

Cortázar, con su deliberada invitación a quebrar el pacto con el lector, ofreciendo su novela despiezada, busca levantarnos del sillón, y se pone a nuestra altura para que cada uno de nosotros, a través de la experiencia, tomemos un camino distinto. Con «novela despiezada» no me refiero solo al famoso tablero de dirección, sino a la ausencia de causalidad de la que hablábamos antes, a esa incoherencia que hace que uno pueda ir avanzando como desee. Esta es la razón por la que unos devoran la novela entera, de todas las formas posibles, y otros no pasan de lado de allá, aunque vuelvan a él una y otra vez: «La actitud del lector que lee novela es, en general, pasiva porque hay un señor que ha escrito un libro y tú lo tomas y lo lees de la página una a la trescientas, y entras en el juego de la novela […] recibiendo lo que esa novela te da […] A mí se me ocurrió intentar escribir un libro donde el lector tuviese […] posibilidad de elecciones, de dejar de lado una parte del libro y leer otra, o leerla en otro orden y crearse un mundo en el cual el lector desempeñaba un papel activo y no pasivo».

El mensaje de Rayuela es difuso, está diseminado, hecho a medida de cada lector, y por eso la tumba de Cortázar en el cementerio de Montparnasse es hoy un mosaico heterogéneo de corazoncitos y citas filosóficas, de cartas de agradecimiento —¿cuándo se le agradeció algo, cualquier cosa, a un intelectual?— y frases arrebatas de adolescentes que querrían ser la Maga y transitar atolondradas por París.

Cortázar dirá: «El hecho de dejar el libro abierto y encontrar en cada caso tantas posibles opciones es exactamente lo que yo busco con mis lectores». Un libro que es varios libros a la vez, en el que se afirma la posibilidad de que haya distintas realidades, una indeterminación constante, una ambigüedad intraducible que busca la interpretación última del lector. Esta ambigüedad deliberada, por cierto, también expulsa a muchos lectores, que no soportan los «quizás», las continuas sugerencias.

COTIDIANEIDAD

La vida real, la que vivimos, carece de sentido. Se niega o, mejor dicho, se desprecia lo cotidiano y se reivindica el deseo de vivir distintas vidas en un mismo espacio. «—El absurdo es que no parezca un absurdo —dijo sibilinamente Oliveira—. El absurdo es que salgas por la mañana a la puerta y encuentres la botella de leche en el umbral y te quedes tan tranquilo porque ayer te pasó lo mismo y mañana te volverá a pasar. Es ese estancamiento, ese así sea, esa sospechosa carencia de excepciones.» Por tanto, a lo absurdo hemos de sumar la inconsciencia de ese absurdo, la pereza intelectual que evita que nos demos cuenta de que vivimos domesticados, bajo la tremenda sombra de la tradición. La búsqueda continua de esa realidad alternativa conforma la idea central del libro. Hay que ampliar la realidad hasta consumirse en fatigosos ejercicios intelectuales, a través de experiencias culturales, libros, exposiciones, discos de música, pero no como hace el resto, sino a través de una interpretación obsesiva, apropiándose de imágenes e ideas que llevarnos a la calle.

Como ciertos malditos, los personajes de Rayuela no escriben ni crean nada —Oliveira es escultor y va recogiendo de las aceras retales sueltos para obras que nunca terminará— porque son demasiado geniales. Dedicarse a una obra, leer una novela sin buscar su intención domesticadora, son distintos modos de claudicar ante las convenciones. El ejercicio es sumamente incómodo —la relación con Rayuela puede ser incómoda—, y la búsqueda, emprendida juntoa Oliveira y la Maga, quizá resulte infructuosa; así que conviene relajarse, pues solo así la experiencia será plena,iluminadora.

FIN

La búsqueda cortazariana, aun condenada al fracaso, conduce al encuentro. Sin embargo, este no será completo («un día alguien verá la verdadera figura del mundo»), pues después de todo nos queda la sensación de no ser capaces de ver el mundo en su totalidad, de estar todavía en un estado primitivo de la existencia humana. La realidad, al final, no había que perseguirla huyendo hacia delante; estaba aquí, con nosotros: «Se siente, basta con tener el valor de estirar la mano en la oscuridad». Y hemos de salirnos de los márgenes, estirar la mano, liberarnos y dejarnos ir: «Era así, la armonía duraba increíblemente, no había palabras para contestar a la bondad de esos dos ahí abajo, mirándolo y hablándole desde la rayuela, porque Talita estaba parada sin darse cuenta en la casilla tres, y Traveler tenía un pie metido en la seis, de manera que lo único que él podía hacer era mover un poco la mano derecha en un saludo tímido y quedarse mirando a la Maga, a Manú, diciéndose que al fin y al cabo algún encuentro había, aunque no pudiera durar más que ese instante terriblemente dulce en el que lo mejor sin lugar a dudas hubiera sido inclinarse apenas hacia fuera y dejarse ir, paf se acabó». _

Periodista y Filólogo