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Cada hora que pasa, la llamada crisis del Golfo cambia, se complica.

De modo que escribir sobre ella resulta un ejercicio un tamo gratuito, casi una provocación. Lo que se dijo ayer puede ser, hoy, una majadería.

Son malos tiempos para los profetas, los agentes de inteligencia, los estrategas, los pacifistas y los astrólogos.

Hacen su agosto, en cambio, los vendedores de armas, tas compañías petroleras, los agentes de cambio y bolsa, los diplomáticos antaño ociosos, los fanáticos de toda laya.

El apocalipsis (regional) puede ser mañana. O puede, simplemente, no ser.

  • Al principio, apenas una invasión. En cuatro horas las hordas de Nabucodonosor redivivo se hicieron con la situación. Claro que la mitad de la población de Kuwait estaba de vacaciones en la costa Azul, en Marbella, en Londres o en California.

La población «legal» (los ciudadanos), porque el resto, la real, no contaba. Ahora empieza a contar.

  • Irak se tragó Kuwait como el caimán a la mariposa. Invasión y anexión. Un extraño gobierno militar sustituyó al emir y a su familia. Al cabo de unos días se produjo la «unificación» a la mayor gloria de Saddam Hussein que entonces era, ya, «Satán».
  • Nadie o casi nadie fuera del mundo árabe aplaudió. Algunos la explicaron, hubo quien la justificó por la corrupción, la insultante riqueza, el despilfarro del emir y sus conciudadanos.

Sólo los palestinos, los beduinos jordanos y los fundamentalistas salieron a la calle, regocijados. ¿Había nacido un nuevo «Rais»?

  • El mundo, casi todo el mundo, también estaba de vacaciones, de modo que la expedición sin retorno agarró a todos desprevenidos.

No hubo satélites espías, ni grandes agencias de espionaje, ni observadores y expertos que lo hubiesen previsto.

Occidente estaba en calzoncillos. O en traje de baño, tomando el sol.

Hasta para organizar un zafarrancho se necesita un plazo razonable.

De modo que la respuesta militar —preventiva— y la reacción diplomática —retrospectiva— empezaron con retraso.

Cuando los tanques de Saddam penetraron en ta tierra de nadie con Arabia Saudita (o Saudí: los académicos se afanan en resolver esta duda fundamental) se produjo un nuevo escalofrío.

«El ladrón de Bagdad» no parará hasta llegar a la Meca, se dijo. Pero, ¿era la «Meca» de Saddam, precisamente, la Meca o era el petróleo?

  • Súbitamente también Saddam se convirtió en protector de los santos lugares musulmanes. Saddam el laico, el revolucionario, el enemigo acérrimo de imanes y clérigos, de barbas y abluciones, helo aquí transformado en un nuevo Jomeini sunnita.

Los árabes, como siempre a la greña.

La guerra iba a ser un paseo militar, se decía. Como en Panamá: en tres horas, concluida,

  • Pero Saddam no es Noriega. Ni Irak el país del canal.
  • Saddam tiene 5.000 tanques, varios miles de misiles con carga química y radio de acción considerable, casi un millón de hombres, mejor o peor preparados, pero en pie de guerra…

Saddam puede ser el «nuevo Hitler», pero no se parece a un traficante de drogas ni a un corrupto notorio. Las masas árabes (esa abstracción para uso de Arafat…) lo apoyan porque odian a Occidente, a Estados Unidos, al infiel… La guerra, dice su portavoz bigotudo, será entre Occidente y el Islam, el imperialismo y la liberación nacional, la fe y el vicio…

Al fin la ONU toma la palabra. El Consejo de Seguridad se reúne una y otra vez. Hay consenso, insólito consenso. La ONU ya no es «le machin», «la cosa» de la que hablaba De Gaulle con desprecio y melancolía. ¿Será cierta tanta belleza?

Todos los miembros permanentes del Consejo (con derecho a veto) apoyan una primera resolución insólitamente severa contra Irak. Yemen y Cuba se abstienen. ¿Podía ser de otro modo?

Mientras en el gran cubículo de Nueva York se habla y se habla, en el desierto de Arabia Saudí varios miles de soldados americanos intentan acostumbrarse a temperaturas que superan, a diario, los 40 °C.

La tropa pasa inevitablemente del entusiasmo a la perplejidad y después, al tedio.

Prohibido beber cerveza, comer embutidos, saludar a las chicas. 20 litros de agua por cabeza, obligatorios. Y prácticas cotidianas con máscara contra el «gas mostaza». El termómetro sube y sube.

Saddam inventa, entonces la «guerra de los rehenes». Todo extranjero, por el mero hecho de serlo, se convierte en su prisionero. Para el tirano iraquí no se trata de un secuestro masivo: los rehenes son invitados.

Saddam ha hecho carne. Lo sabe. Toda la tecnología militar occidental no vale un higo ante la realidad de más de 10.000 personas detenidas, secuestradas, «retenidas», lo que se quiera…, pero que actuarán, en un momento dado, de «escudo» y garantía contra el poder militar de americanos, ingleses, franceses..

  • Hay un ten-con-ten entre la intimidación y la negociación. O, si se prefiere, entre la arrogancia y el sentido común.

La UEO «coordina» los esfuerzos de los países miembros que en su mayoría han enviado buques al Golfo. Salvo Portugal.

  • España es solidaria con los aliados y defiende sus intereses. Pero el Gobierno se explica mal. O no se explica.

Hay consenso parlamentario —y por tanto, popular— en la necesidad de «hacer un gesto», aunque sea simbólico. Se hace sin aspavientos. La comedia la organizan comunistas, pacifistas, insumisos y padres de reclutas, lógicamente malhumorados porque al chico le tocó ir a la guerra.

En la Comisión de Defensa y Exteriores del Congreso, Fernández Ordóñez se explica, Serra se explica. Ante el pleno de la Cámara, días después, el presidente hace lo mismo. En muy pocas ocasiones hubo tanta unanimidad, un consenso tan amplio. ¡Hasta el CDS apoyó el envío de los barcos!

El éxito de las manifestaciones pacifistas en varias ciudades es perfectamente descriptible. Unos llaman simple y llanamente a la deserción (¿otro acorazado Potemkin?), otros recurren a la ONU, al Consejo de Seguridad…

Mala referencia, sin duda. Porque cada resolución de Naciones Unidas es más tajante, más expeditiva.

  • Negociemos, negociemos, dicen todos. Hasta los americanos, un tanto calmados tras los primeros días de «rambismo» militante.

Pero, ¿cómo se negocia con alguien que antes de hablar coloca ta pistola encima de la mesa?

Con una pistola mayor, responden «gringos» y británicos. Y de pie.

  • Se espera que Saddam pierda los estribos. Que asalte, por ejemplo, la embajada de Estados Unidos en Kuwait o dé orden a sus barcos de impedir la inspección de cargamentos.

Hace exactamente lo contrario. Impone un orden arbitrario en el antiguo emirato, aconseja a sus capitanes mercantes que permitan las inspecciones, aparece acariciando niños y consolando rehenes en las televisiones occidentales, concede entrevistas a enviados especiales fascinados por la estatura (física) y las amenazas del líder máximo…

Y, de repente, anuncia que liberará a una parte de los rehenes o «invitados»: las mujeres y los niños antes, por favor.

  • Todo el mundo, salvo algunos países árabes y otros del Tercer Mundo, coincide en que «Satán» es un peligro, una permanente provocación. Pero, ¿cómo se acaba con un adversario tan astuto para quien los principios generales con que se rige la sociedad humana son simples referencias humorísticas?

Bush y Gorbachov se reúnen en Helsinki. Acuerdo en casi todo. Dicen que «Gorby» garantiza la caída del nuevo «Rais» «en unos días». ¿Cómo podría hacerlo? Al líder soviético lo que le preocupa de verdad ahora son los asuntos domésticos, las colas del pan y los enfrentamientos entre razas y tribus.

Cada día llegan más contingentes militares a la zona. Cada día Saddam suelta a cuentagotas nuevos rehenes, y amenaza a los americanos con represalias tremebundas.

  • La negociación se estanca. Pérez de Cuéllar fracasa en Anman, el pequeño rey Hussein recorre el mundo explicando lo obvio y —también— lo inexplicable: porque no puede darse el lujo de romper con Saddam sin perder la corona.

En los campos de refugiados de Jordania miles de personas se hacinan en condiciones patéticas: pakistaníes, filipinos, egipcios, que lo han perdido todo en esta guerra que ni entienden ni siquiera rechazan. Simplemente, la sufren.

La solidaridad internacional funciona, desde luego, pero se concentra en Turquía, en Egipto y en Jordania.

  • La narración escueta de lo sucedido hasta hoy concluye aquí: veremos qué puede pasar más adelante.

Hay tres hipótesis razonables. Las irracionales son muchas más. Precisamente por eso, tal vez, resulten más probables.

  • Primera hipótesis: estallan, al fin, las hostilidades. La nueva Armada Invencible aplasta de forma instantánea al nuevo Saladino. O no tan instantáneamente (lo que es más probable y será más costoso). La duración de la guerra dependerá de esta pregunta: ¿cuántos miles de muertos aceptará pagar Occidente y los países árabes «moderados» en este Lepanto, tal vez interminable? ¿Cómo reaccionarán los árabes en su inmensa mayoría? ¡Acordaos de Vietnam!
  • Segunda hipótesis: la negociación. Súbitamente tocado por la gracia, «Satán» decide negociar ciertas reivindicaciones territoriales con el vecino Kuwait, Hay varias alternativas: una federación irako-kuwaití, ciertas cesiones territoriales por parte del emirato acompañadas de suculentas indemnizaciones… Mírese desde donde se mire esta hipótesis es bastante poco realista. Saddam ha dicho hasta la saciedad que la anexión de Kuwait no es negociable. Que Kuwait es ya —¡y para siempre!— la provincia número 19 de Irak. ¿De qué otra cosa podría negociarse si no es precisamente sobre Kuwait?
  • Tercera hipótesis: todo sigue igual, es decir, los barcos en el Golfo, las tropas americanas, inglesas y francesas en el desierto, los iraquíes en Kuwait y los rehenes en Irak. El embargo se mantiene, por supuesto. Pero, ¿sirve acaso para acabar con el régimen de Saddam? Es también poco probable- Muy pocos bloqueos han acabado con las dictaduras que pretendían rendir por hambre. Un ejemplo, Fidel Castro. Estaba detrás la URSS, claro. Pero en los alrededores de Irak hay dos países (Irán y Jordania) que por razones diversas parecen dispuestos a echarle una mano al «ladrón de Bagdad».

Cualquiera de las tres hipótesis o escenarios resultan a estas alturas aventuradas y no es seguro que conduzcan al objetivo principal que es, dicho en tono rimbombante, «restaurar la legalidad internacional».

Cualquiera de ellas podría encabezar un «manual de instrucciones» para acabar con Saddam. Pero este ejercicio de redacción se parecería bastante a esos folletos explicativos de un ordenador de tercera generación escrito por un japonés, traducido al inglés por un malayo y para uso de angoleños.

  • Así están las cosas, por ahora. Aunque dentro de una hora pueden ser distintas. Es inútil, pues, poner tienda de zahori o de experto, porque tras el 2 de agosto pasado algo quedó claro: toda previsión sobre ciertos asuntos internacionales y en ciertas latitudes (la caída del muro de Berlín fue otra prueba) está condenada al fracaso.
  • El futuro, como dicen los árabes, está escrito, seguramente. Pero nadie entiende su caligrafía.
Periodista