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La violencia constituye hoy el primer problema vasco y español. Los resultados de las últimas elecciones vascas, aun evidenciando las discrepancias en el modo de solucionar el problema, significaron una clara reacción frente al chantaje de los violentos. Pero la violencia ¿es indicativa de la existencia de un conflicto político o constituye fundamentalmente un problema de cultura política arrastrado? La violencia política no es nueva en España. El volumen dirigido por Santos Julia, Violencia política en la España del siglo XX viene a recordar cómo a lo largo del siglo XX la mayor parte de las ideologías políticas, no sólo en España, han incorporado un elemento de fuerza. La violencia —la fuerza física ejercida sobre otro para imponer la voluntad propia— se afirmaba como el arma principal para la transformación del mundo. Desde sus orígenes decimonónicos al período de entreguerras, la dictadura y la democracia, el recurso práctico a la violencia, su trivialización y legitimación doctrinal, la brutalización de la política ha contado con una gran variedad de actores en la historia de España: carlistas, anarquistas, socialistas, monárquicos, católicos, fascistas, patronos, militares, nacionalistas. Lugares y momentos fuertes como los atentados anarquistas (entre cuyas víctimas se contaron varios presidentes de Gobierno: Cánovas del Castillo, Canalejas, Dato), la Semana Trágica, la huelga general de 1917, el pistolerismo en Barcelona, la quema de conventos de 1931, la Revolución de Asturias de 1934 o la persecución y la represión durante la Guerra Civil son páginas tristemente célebres —conspiraciones, insurrecciones, matanzas— que merecen aquí nueva reflexión.

El recorrido del libro coordinado por Juliá comienza y acaba en el País Vasco. De los carlistas, y de la vigencia de la violencia carlista después de las carlistadas, a ETA. La primera lectura no presenta dificultad: la violencia política en España persiste hoy únicamente en el nacionalismo vasco radical surgido durante la represión franquista. La interpretación del nacionalismo radical es distinta. En el capítulo dedicado a ETA, Florencio Domínguez —una de las principales autoridades sobre el tema— recuerda cómo la organización terrorista y sus afines se presentan a sí mismos y defienden la violencia no como algo coyuntural sobrevenido a una generación sino como la manifestación actual de una historia centenaria, o incluso milenaria, de enfrentamiento de los vascos con sus vecinos, España. Desde esa mentalidad, la persistencia misma de la violencia certifica por sí sola la existencia del conflicto político y es suficiente para acudir a la llamada de la Historia, aunque esa misma historia aporte hechos como los 60.000 boinas rojas que lucharon al lado de Franco en la Guerra Civil (en el mismo volumen Jordi Canal presta una buena atención al Requeté), que no se dejan integrar fácilmente en el discurso de la continuidad.

Detrás de la permanencia de la violencia —más aparente que real en el caso vasco, si se atiende a la longue durée— lo que se esconde de entrada no es el determinismo de la Historia, ni la perenne irresolución de un problema vasco, sino la sucesiva transformación del contexto ideológico que justifica la violencia (poco tiene que ver la raíz contrarrevolucionaria del carlismo del primer tercio del siglo XIX con los movimientos de liberación nacional surgidos durante el proceso de descolonización adonde apuntan los orígenes de la violencia etarra). El mismo abandono de la lucha armada por parte de quienes contribuyeron de forma significativa a definir a ETA en diferentes momentos de su historia lo ha certificado en las últimas décadas, aunque no siempre las escisiones dentro de ETA hayan obedecido a diferencias ideológicas sino más bien a discrepancias sobre las formas de desarrollar con mayor eficacia la violencia. Si a partir de 1974 los documentos de ETA avistaban el escenario normalizado de una democracia liberal, a medida que el sistema democrático se consolida —valora Domínguez—, se registra en la organización terrorista una involución de posturas que conduce a ignorar la virtualidad de ese sistema y a identificar el marco político derivado de la Constitución de 1978 con la dictadura y el fascismo. Es la propia necesidad de justificar la violencia la que obliga a ETA a negar la democracia y a ignorar el nuevo marco institucional del Estatuto de Gernika, aceptado por la mayoría de la sociedad vasca.

ETA se ha situado contra la democracia. Cualquier mención al fascismo realizada por los terroristas, lejos de conciliar las viejas solidaridades antirrepresivas del franquismo, provoca hoy el efecto contrario, produce un claro rechazo entre los partidos democráticos y hace que sea la propia violencia nacionalista de ETA la que quede identificada —cada vez con mayor acuerdo político y firmeza— al fascismo. La desaparición del terrorismo anti-ETA y la condena de los GAL en los tribunales no ha sido irrelevante a estos efectos. Antes de las elecciones del 13 de mayo, el Parlamento vasco equiparó por primera vez el franquismo y ETA como dos formas de fascismo. El texto —firmado por PNV, EA, PP y PSOE— instaba a las autoridades competentes para que retirasen del espacio público los emblemas que recuerden a la dictadura y a los terroristas. Los cambios en el lenguaje simbólico deben preceder a la normalización democrática. La polarización de la campaña, sin embargo, en una acerada dialéctica de mutuas exclusiones, condujo a una cierta identificación de nacionalismo con terrorismo y a que la voluntad de no resignación contra la violencia fuese finalmente confundida con autoritarismo y sentimiento antivasco.

LA DESLEGITIMACIÓN DEL ESTADO

Si el alto el fuego declarado por los terroristas en el verano de 1998 pudo alimentar la esperanza de que algo estaba cambiando en el mundo de los violentos y de que algo podía cambiar en el País Vasco, la ruptura de la tregua de ETA a comienzos de 2000 alteró la confianza en el valor de la palabra y el lenguaje del Derecho, garantía de la libertad, introduciendo en la política vasca buenas dosis de incertidumbre y pesimismo. En la introducción al volumen citado, Santos Julia acentúa el deterioro de las actitudes de los nacionalismos democráticos con relación al espíritu pactista de la Transición. La maduración de la democracia española no ha ido acompañada de una mayor lealtad de los partidos nacionalistas que han gobernado en sus comunidades o han colaborado sucesivamente en la gobernabilidad del Estado con el PSOE y el PP. Los pactos con los partidos de ámbito estatal no han servido para incrementar la lealtad de los nacionalistas al marco institucional de 1978, más bien ha sucedido lo contrario. Juliá interpreta la Declaración de Barcelona de 1998, firmada por vascos, catalanes y gallegos con la pretensión de avanzar en la conformación de un Estado plurinacional, como un claro atentado, veinte años después, contra el pacto constitucional de 1978. Se quiso dar por agotado el Estado autonómico y abrir un nuevo proceso constituyente.

Juliá no rebaja el juicio ni distingue actitudes entre los nacionalismos periféricos. La estrategia lanzada por el PNV durante el verano de 1998, pacto secreto con ETA incluido, sobre la base de una política soberanista, proclamada en el acuerdo de Lizarra y reafirmada luego por los órganos del partido, no hizo sino avanzar por ese camino de la deslegitimación del Estado. ¿Nuevo movimiento pendular en la historia del PNV o clara manifestación de los verdaderos propósitos de Arzalluz y de su partido desde 1978? Poco importa a efectos de la tesis que sostiene Juliá. Históricamente ha sido la carencia o el déficit de legitimidad del Estado ante determinados sectores sociales lo que ha llevado a justificar el recurso a la violencia para combatirlo. Todas las circunstancias políticas en las que se ha extendido la deslegitimación del Estado han favorecido las manifestaciones de violencia política, afirma Juliá, sea durante el reinado de Alfonso XIII, la República o al final del régimen de Franco. El Estado democrático y autonómico de 1978, con los Estatutos refrendados desde 1979, ha sido construido sobre un consenso social y político como nunca hasta entonces había manifestado la historia política contemporánea española (lo que no quita que la consulta popular sobre la Constitución, no así el Estatuto de Gernika, arrojase escaso apoyo en el País Vasco). No ha existido legitimidad mayor en España, ni mayor empeño en sentar una cultura cívica sobre la expresa renuncia a la violencia. Veinte años después el PNV se ha excluido de ese consenso fruto de sus acuerdos con ETA y EH, una fuerza política que apoya el recurso a la violencia como arma para impulsar la construcción nacional de Euskal Herria, observa Juliá (aunque cuando fue proclamado el pacto de Lizarra, EH se expresó como una fuerza que apostaba por la tregua definitiva y dispuesta realmente a hacer política dentro del juego democrático). La pregunta, sin necesidad de formularla, quedaba en el aire: ¿es responsable el PNV de que siga abierta la historia de la violencia política en España? Los resultados del 13 de mayo han proporcionado una respuesta clara al respecto, rechazando la criminalización del PNV, lo que no exculpa a ese partido de los errores cometidos.

LA RESPONSABILIDAD DEL PNV

La actitud ambigua del PNV tras la ruptura de la tregua de ETA, resistiéndose a romper los pactos con EH que le permitían seguir gobernando, hizo arreciar la crítica no simplemente política sino también intelectual contra el actual PNV. La Universidad del País Vasco, erigida en símbolo de la resistencia al nacionalismo vasco radical, ha encontrado en su lucha contra el conformismo y e! miedo, principales aliados de la violencia, el apoyo solidarlo del mundo académico dentro y fuera de España, por encima del juicio que puedan merecer las actitudes de determinados intelectuales. En la denuncia del fascismo de ETA no han faltado últimamente comparaciones algo forzadas entre la situación de Alemania en 1933 y el País Vasco actual. La crítica, aun la más reflexiva, puede a veces hacer olvidar lo más fundamental. No se puede negar ni en el pasado reciente ni en la actualidad la existencia de un nacionalismo vasco democrático. El ensayo reciente de Joseha Arregi, La nación vasca posible, escrito al calor de los asesinatos de Fernando Buesa y de José Luis López Lacalle, pero que responde a una posición personal, intelectual y política de mayor recorrido, es una muestra evidente de ello, aunque su abandono de la vida política activa haya podido contribuir a alimentar el pesimismo de algunos. Sus reflexiones son aún más pertinentes después del triunfo nacionalista en las elecciones vascas.

Desde posiciones inequívocamente nacionalistas, Arregi no rehúye las críticas vertidas contra el nacionalismo, construye sobre ellas, asumiéndolas, y por ello mismo su reflexión constituye una auténtica provocación. Arregi es el primero en denunciar el error de su propio partido, el PNV, empeñado en superar la violencia de ETA a partir de su mera neutralización metodológica, pero sin ser capaz de insuflar, desde el final de la dictadura de Franco, la ilusión necesaria para contener la violencia y reconducir las expectativas vascas por la vía democrática. El PNV, en su acercamiento reciente a la violencia con el fin de superarla, no obró con la suficiente cautela —afirma Arregi— y no tuvo en cuenta su fuerza destructiva, no sólo de vida humanas y bienes, sino de la misma estructura social. La aproximación a la lógica de los violentos (diálogo y negociación) puede producir efectos de desintegración si no se precisan los contenidos y los límites del diálogo y de la negociación, y en una democracia ¿qué se puede ofrecer legítimamente a los violentos sin renegar de la misma democracia? La falla cualitativa existente entre la sociedad democrática y el mundo de los violentos no puede ser ignorada ni siquiera rebajada mediante la referencia a la intencionalidad política de quienes usan o justifican la violencia. Arregi no se conforma con señalar esa contradicción fundamental del PNV, suficiente para justificar las críticas recibidas. Por medio de la llamada a la unidad nacionalista (PNV, EA, EH y ETA), Lizarra pretendía una legitimación democrática indirecta de los planteamientos de la violencia al tiempo que se reforzaba la legitimación democrática del acercamiento a la violencia, y de las vías del diálogo y la negociación para la superación de la violencia. Ese estilo de argumentación de refuerzos mutuos que se va cerrando sobre sí mismo, hizo a la postre muy complicada la exigencia del PNV de que no se mezclasen nacionalismo y violencia. No es fácil esa distinción cuando se afirma compartir con los violentos los mismos fines, lo que supone defender un concepto de nación que no es admitido por muchos vascos y que no es posible desarrollar en el marco votado mayoritariamente por ellos, el Estatuto de Gemika. Desde la lógica de la unidad nacionalista el proceso de paz acaba identificado con el mismo proceso de construcción nacional vasca. De esa manera —valora Arregi— la reclamación de un diálogo sin límites ni condiciones previas, tras su apariencia de pureza democrática, conlleva la exigencia de que la sociedad vasca se tiene que desinventar para ser reinventada de nuevo conforme a los criterios de quienes han utilizado la violencia contra la voluntad de la mayoría. El precio de la paz no puede ser traspasar la frontera que separa la democracia de la no democracia.

Todo ejercicio del poder necesita de un discurso de legitimación y, para Arregi, el error fundamental del nacionalismo democrático vasco durante estos veinte años ha sido, en definitiva, su renuncia a elaborar un discurso legitimador del Estatuto y del poder autonómico ejercido; y así cuando la violencia terrorista ha mantenido e incluso acrecentado la brutalidad de sus ataques, el nacionalismo democrático se ha quedado sin defensas, poniendo las instituciones autonómicas a disposición de los violentos. La visibilidad de la barrera de la realidad institucional y de su legitimidad es el primer requisito para hacer frente a la violencia, y eso es lo que ha fallado. Ésa es la responsabilidad del PNV. El juicio es de cierta dureza. Así, desde el lado contrario y con valoraciones e implicaciones distintas, el análisis y diagnóstico realizado por Arregi de la crisis vasca no difiere sustancialmente del de Juliá. El discurso nacionalista de deslegitimación del Estado no oculta entonces sino la incapacidad propia de articular un discurso legitimador de las instituciones vascas. Siempre se pueden señalar excepciones y Arregi contempla de forma muy positiva la personalidad de Ardanza, entre cuyos gobiernos él mismo figuró. No fue casual la reaparición de Ardanza, antes del inicio de la campaña electoral, con un discurso pronunciado en la Real Academia de la Historia, de marcado carácter político, que venía a reivindicar su etapa como lehendakari. Las propuestas realizadas a favor del Estatuto plenamente desarrollado —como punto de encuentro entre nacionalistas y no nacionalistas— y de la erradicación de la violencia como objetivo prioritario —postergando cualquier discusión política acerca del problema vasco— contrastaban con la trayectoria seguida por el Gobierno de Ibarretxe hasta ese momento. Después del 13 de mayo, ese discurso, que venía a significar la prueba de la división interna del PNV, ha sido en buena manera asumido por el propio Ibarretxe, muy fortalecido dentro de su partido y con libertad para construir el reverso de su anterior figura.

Si los resultados electorales, gracias a los errores de los adversarios, han permitido al PNV desembarazarse del apoyo torpe de EH, recogiendo buena parte de su voto, la obligación del nacionalismo democrático de comprometerse con las instituciones vascas no es menor que antes. Las primeras actitudes de EA posteriormente a las elecciones reafirmaron su rechazo del Estatuto por cuanto no recoge la plena soberanía y territorialidad del pueblo vasco. Es la lógica de Lizarra compartida con el nacionalismo radical y los violentos, que Arregi critica de modo imperturbable. Desde esa lógica, el Estatuto aparece como carente de sustancia propia: se presenta como una simple suspensión del tiempo entre dos momentos fuertes, el de la soberanía originaria del pasado y el de la soberanía plena del futuro, creándose un vacío que es llenado en el presente por ETA, ante la pasividad del nacionalismo moderado. El nacionalismo democrático —según la propuesta de Arregi— debe esforzarse en interpretar y valorar el Estatuto y la autonomía como un espacio de confluencia de los distintos tiempos históricos, de las distintas tradiciones culturales, identidades y proyectos localizables en la sociedad vasca. Sucumbir a la lógica de la soberanía y la exclusividad frente a la de la pluralidad comporta claros riesgos de fractura social. No puede olvidarse que el Estatuto de Gernika no representa simplemente un acuerdo en su aspecto exterior con el Estado español sino también un pacto interno, un punto de encuentro entre los vascos, expresión de su pluralismo, un marco dentro del cual se puede ir desarrollando una nueva identidad. Insistir en el agotamiento del Estatuto manifestaría la propia incapacidad del nacionalismo democrático para dirigir a la sociedad real presente un proyecto de identidad fundamentado sobre la ciudadanía en lugar de la soberanía. El nacionalismo vasco, sostiene Arregi, debe enfrentarse a sí mismo, si quiere renovarse y llegar a la reformulación de sí mismo.

El triunfo político nacionalista del 13 de mayo facilita las mejores condiciones para ese debate, pero no lo exime, al contrario. El trasvase de voto interno nacionalista ha impulsado el cambio de política del PNV, recomponiendo su gran error anterior de no suspender el acuerdo de Lizarra cuando ETA puso término a la tregua. No cabe ambigüedad frente a la violencia, ni se puede legitimar de forma directa o indirecta a los violentos. Es condición necesaria para que desde la otra posición se admita que ciertamente es posible ser demócrata y no estar conforme con la Constitución y el Estatuto. Pero no basta con reivindicar el derecho a la ambigüedad de la palabra, aunque sea ésa un arma legítima y necesaria en política, que permite muchas veces mantener equilibrios difíciles, siempre que no degenere en el engaño y la mentira. Las ideas o el discurso político no pueden forzar de forma inocua la realidad. El nacionalismo, como cualquier otra cultura política, está sujeto al tiempo y, por tanto, a las exigencias del cambio, aunque para ser plenamente consciente de ello deba superar un problema de memoria histórica.

INTRAHISTORIA Y CONTRAHISTORIA

La ideología nacionalista de inspiración romántica, definidora del espíritu del pueblo, tiende a la homogeneidad al sumergirse en la eternidad del mito y condena al olvido los elementos heterogéneos y dispersos más propiamente constitutivos de una cultura histórica y política, que evoluciona, dialoga y se transforma con el tiempo. Cualquier esencialismo histórico revela y consagra el poder unificador del mito. El caso vasco no es una excepción. Atendiendo al propio desarrollo histórico de la conciencia de identidad vasca, el nacionalismo de Sabino Arana inmortalizó a finales del siglo XIX las esencias herderianas en contra de la pluralidad y el compromiso político manifestados anteriormente por el liberalismo vasco de corte doctrinario. Arregi salva la figura de Sabino Arana valorando como nota moderna su calidad de fundador de un partido de masas en un contexto político marcado por el caciquismo, pero no ignora la carga reaccionaria de muchos de sus planteamientos ni su voluntad de detener el tiempo de la Historia. Arregi retoma el concepto de intrahistoria —trabajado por Jon Juaristi siguiendo la estela de Unamuno— para reprobar la reciente actitud del PNV en su huida de la realidad histórica como medio de hallar la paz. El nacionalismo vasco se ha refugiado en la intrahistoria, ese espacio fuera del tiempo donde subsiste el alma vasca y puede establecerse al calor del mito la homogeneidad inexistente en la realidad concreta de la sociedad vasca; en la intrahistoria los problemas se resuelven por disolución. Pero no es un lugar inocente. Allí se arma el sujeto colectivo y se declara el estado de guerra virtual entre el nosotros y ellos como forma de entender la política. Esa atmósfera creada fue la que precipitó y rodeó a las elecciones del 13 de mayo.

El encerramiento dentro de los límites del esencialismo histórico no es una actitud exclusiva del nacionalismo vasco. No han faltado, en los últimos tiempos, discursos críticos sobre el problema vasco, provistos de una fuerte voluntad desmitificadora, que han sucumbido, no obstante, a esa tentación. El ensayo de Jaime Ignacio del Burgo, El ocaso de los falsarios, acompañado de una adenda histórica («En donde se habla de la muerte o de la resurrección de Navarra, según se mire », titula el autor), conduce a considerarlo. La cuestión navarra, indisociable del problema vasco en el ámbito del discurso político, es un terreno favorable para el desarrollo de una contrahistoria que, en su mismo afán de purificar la memoria, no queda menos expuesta al mito. Desde el rechazo personal a la violencia y la confianza (a la postre frustrada) en el cese próximo de la «opresión nacionalista», Del Burgo pretende descubrir las falsedades del nacionalismo vasco y de sus dirigentes, aunque los contenidos del libro revelan mucho mejor, y en un tono crecido, las verdades esenciales del navarrismo, del que Del Burgo ha sido desde los tiempos de la Transición uno de sus principales responsables políticos e ideólogos. Del Burgo retrata a Arzalluz con los mismos rasgos de Sabino Arana, racista y xenófobo, precursor éste y sucesor aquél, en los términos de la comparación, de Hitler. Navarra, por fortuna, a pesar de las pretensiones nacionalistas, es un ejemplo de pluralidad étnica, pues el mestizaje ha sido desde la Antigüedad una característica histórica del Viejo Reino, contrapone Del Burgo. Frente a la «ignorancia histórica de los activistas de la kale borroka», el político navarro brinda algunas lecciones de erudición: vascones y romanos, visigodos y vascongados, los primeros monarcas navarros, la Navarra medieval, una pequeña Babelia, el vascuence no es la lengua nacional de los navarros, resulta «delirante» pretender extender hoy la cooficialidad del euskera a todo el territorio de Navarra. La cuestión lingüística no es, sin embargo, una discusión en torno al patrimonio cultural sino, sobre todo, un problema político, íntimamente ligado a la confrontación Navarra-Euskadi. El euskera no es más que el Caballo de Troya del nacionalismo vasco en Navarra, muchos de los profesores de ikastolas han sido «reclutados» en Guipúzcoa o Vizcaya, sostiene Del Burgo, que denuncia asimismo cómo en torno al euskera se ha tejido una tupida red de intereses personales que ha hecho del conocimiento de ese idioma una profesión lucrativa, enquistándose en la Administración gracias al dinero de los contribuyentes. No es extraño, en efecto, que la política lingüística no sea un punto de encuentro sino de conflicto en Navarra.

Si la argumentación de Arregi insiste en la pluralidad de la Sociedad vasca presente para oponerse a cualquier intento de orientar el futuro político desde una lectura intrahistórica del pasado, Del Burgo se entrega a una defensa de la pluralidad de Navarra en el pasado, para enfrentarse a cualquier postulado o política concreta que pueda favorecer en el futuro La identidad vasca de Navarra. En el campo de las comparaciones y reencarnaciones históricas, Del Burgo acaba personificando a Víctor Pradera en las luchas que éste mantuvo en la Navarra del primer tercio del siglo XX contra el eúskaro Campión. De hecho, Del Burgo destaca la personalidad de Pradera estableciendo un paralelismo entre las propuestas que realizó en 1918, en plena pleamar nacionalista, y las que se materializaron en el proceso autonómico navarro de 1979-1982, donde Del Burgo jugó un papel protagonista. La figura de Campión es identificada en el escenario navarro actual con Juan Cruz Alli, líder del CDN (partido escindido de UFN) que habría venido a reeditar el fracaso del partido napartarra de Campión, subsumido éste al final por el PNV. El hecho de que el CDN rechace la integración en Euskadi, a pesar de la antigua amistad entre Arzalluz y Alli, explica —según del Burgo— que muchos de sus militantes hayan regresado a la casa del padre.

El miedo a Euskadi, a cualquier aproximación a lo vasco (un miedo al contagio, que se manifiesta tanto como se infunde en la defensa de la identidad propia de Navarra), ha desempeñado un papel efectivo en el curso histórico del navarrismo militante, particularmente desde los tiempos de la Transición, y sigue planeando en medios de UPN ante la posibilidad de que Navarra pueda convertirse en moneda de cambio político para la paz. La vía autonómica propia abierta por Navarra entre 1977 y 1982 para diferenciarse del País Vasco no sólo se ha asentado con el tiempo, sino que ha hecho que se mire a Navarra como un paradigma de la España de las Autonomías. Todo ello se debe en gran parte a Del Burgo, fundamental ideólogo de la vía navarra, que trazó un arco que iba de la llamada ley paccionada de 1841 a la Ley del Amejoramiento del Fuero (1982), elevada a la categoría de nuevo pacto (consagrando así la imagen mítica de la foralidad). No tiene sentido reabrir la polémica del preautonómico vasco de 1977 ni nadie puede pretender imponer o exigir nada en contra de la voluntad de los navarros. Pero todo eso no lleva a ignorar la dificultad mayor del navarrismo, su fundamental dialéctica anti apalancada en la Historia (antes de que se manifestara antivasca, los Anales de Moret en el siglo XVII la vierten contra los aragoneses), excesivamente presente y visible aún, y que la reciente crisis vasca no ha hecho sino reforzar.

LAS RAÍCES DEL PROBLEMA

La dialéctica de exclusiones—la rápida contraposición entre el amigo y enemigo, el nosotros y ellos, en una u otra dirección— constituye el núcleo esencial del problema vasco. Pero ¿existe un problema vasco, según lo ha postulado el nacionalismo de Lizarra, afirmando que la violencia tiene una raíz política, esto es, el conflicto histórico de Euskadi con el Estado? Para Del Burgo no existe ni ha existido nunca ese conflicto. La primera guerra carlista debe ser entendida como una contienda puramente española que contó con participación vasco-navarra en ambos bandos, y que finalizó con una ley, la de 1839, de confirmación no de abolición de los fueros vascos. El régimen foral vascongado se asemejaba más a un régimen de autonomía administrativa que a un verdadero sistema de autogobierno político. La abolición final en 1876, al término de la segunda carlistada, fue exigida por la opinión pública liberal y «aplicada a regañadientes por Cánovas del Castillo», fuerza sin rubor Del Burgo, que niega aquí la apreciación habitual, y suya anterior, de la ley de 1876 como una ley de castigo. Navarra, gracias a su condición de antiguo reino de por sí (pactada en el momento de su incorporación a la Corona de Castilla, en 1512-15, y mantenida hasta 1841, fecha del nuevo pacto mediante el cual el viejo reino adecúa sus instituciones al ordenamiento constitucional), había seguido, en cualquier caso, un rumbo radicalmente distinto al de las Provincias Vascongadas. De esta manera, Navarra durante la Transición no hizo más que continuar su destino al margen de los vecinos vascongados. Ya en los tiempos de la Segunda República, Navarra rechazó democráticamente la idea de un Estatuto conjunto vasco-navarro, surgida y aprobada inicialmente bajo el patrocinio nacionalista en una asamblea de municipios celebrada en Estella. La historia del nacionalismo conserva sus símbolos. Pese al rechazo del Estatuto vasco manifestado por los partidos de Lizarra en 1998, no hay conflicto, es una invención, los nacionalistas mienten, son los nuevos falsarios de la historia, concluye de modo terminante Del Burgo.

Para Arregi no se puede afirmar que la relación de Euskadi con el Estado sea totalmente aproblemática, pero tampoco que la situación vasca dentro del Estado refleje después de la Constitución de 1978 y el Estatuto de Gernika la misma conflictividad que en la dictadura franquista. El cambio histórico es cualitativo. La razón de la violencia es la no aceptación por parte de ETA de lo que la mayoría de los vascos ha decidido, hay que repe- -tirio, y por ello la violencia debe ser vencida por los argumentos y el funcionamiento de la democracia. Arregi, con todo, no rechaza la reflexión histórica. Lo importante de la interpretación de Sabino Arana acerca de los derechos históricos (la fórmula fuerismo es separatismo) es que resulta criticable desde el propio conocimiento histórico. La conveniencia de adaptar el programa político del nacionalismo a la realidad, para evitar que tome la vía de la intrahistoria, hace necesario medir sus pretensiones con referencias históricas concretas. Desde esa perspectiva, tiene sentido —estima Arregi— analizar el significado de la situación foral antes de 1876 y antes de 1839. Una cuestión, por otra parte, que se abre a la reflexión actual sobre los derechos históricos, mirada frecuentemente con sospecha y que no está fuera de lugar, si se quieren aquilatar las interpretaciones realizadas sobre el reconocimiento que hace de ellos la Constitución de 1978. Posiblemente se pueda convenir que, si hubo un conflicto vasco antes de la aparición del nacionalismo vasco, éste quedó resuelto, o al menos en vías de solución, con la Constitución de 1978. Los nacionalistas vascos tendrán dificultad para admitirlo, aunque de aceptar las tesis de Arregi sea posible (y en su opinión necesario) defender la construcción de la nación vasca sin referencia a un Estado propio. Euskadi no es inteligible hoy sin atender a la multiplicidad de sentimientos existente en torno a la definición de la propia sociedad y de sus derechos. Muchos vascos consideran a España como ámbito también propio y reclaman vivir el ámbito español. La perspectiva nacionalista no debe considerar la pluralidad vasca como un problema sino como un valor positivo a asumir y desarrollar. De Sabino Arana queda la posibilidad misma de hablar de nación vasca como realidad social capaz de identificarse a sí misma, pero sin que dicha identificación deba descansar sobre una homogeneidad cultural y lingüística y un único sentimiento de pertenencia, subraya Arregi.

Tanto la identidad vasca como la identidad española apuntan a un concepto de nación plural. No se puede pedir a los nacionalistas que renuncien al concepto de nación, pero sí que lo defiendan en términos de pluralidad. La nación plural no es excluyente, entremezcla y difumina sus fronteras, redescubre y potencia los ámbitos comunes y mejora el conocimiento y res– peto de la diversidad. La situación del País Vasco no puede hacer perder la confianza en la España de las Autonomías. No basta, desde el plano intelectual y político, plantar cara a la violencia. Es preciso reafirmar el proyecto, sin que haga falta oponer al nacionalismo otro nacionalismo. En este sentido, el libro de Eduardo Zaplana, El acierto de España. La vertebración de una nación plural, con un prólogo de Adolfo Suárez, ha resultado oportuno. Por encima de su propuesta de financiación autonómica y del juicio que pueda merecer su gestión al frente de la Comunidad Valenciana, con logros evidentes como la paz lingüística, Zaplana alienta optimismo político al valorar la vertebración de España desde el Estado de las Autonomías como un logro de todos: España se construye desde todos los rincones y desde todas las sensibilidades y diferencias culturales y económicas de la geografía que compone. Todas las autonomías, también los vascos, gozan de la suficiente madurez para aportar sus valores y criterios a una España que crece hacia dentro y hacia fuera. En pleno conflicto con los nacionalistas, el ensayo de Zaplana contiene (junto al deseo evidente de refrendar su posición personal dentro de la autonomía que gobierna y del PP) un nuevo propósito de legitimación política del Estado autonómico español.

LA EUSKADI FUTURA

Los resultados electorales del 13 de mayo sorprendieron al dar como claros ganadores y perdedores a los protagonistas de Lizarra, lo que a la postre certificó el fracaso de las políticas frentistas —nacionalistas y no nacionalistas—: en favor de la recomposición de la unidad democrática. En el silencio después de la batalla ha habido tiempo de lamer las heridas y suavizar los juicios. El problema vasco es un problema de convivencia y, como tal, irresoluble de un modo que resulte plenamente satisfactorio a todos. El riesgo de la sociedad vasca no es tanto de fractura social como de incomunicación política. La sociedad vasca no registra una división irreconciliable entre dos comunidades diferentes, sino una acusada fragmentación como consecuencia del nivel desplegado de pluralismo político y cultural, y que exige de los políticos una mayor responsabilidad y compromiso. El antagonismo es la raíz que sustenta la democracia. El consenso no elimina el derecho fundamental a disentir ni a hacer valer la diferencia. Ése es el espíritu que prevaleció durante la Transición española y el que debe animar el futuro vasco. La vía irlandesa como camino hacia la paz no se ajusta a la realidad vasca, e imitar es falsificar, observó Ortega.

Los fundamentos del espíritu fundacional de la democracia no se reducen a la alternancia, por legítima y saludable que ésta resulte. La misma dificultad de ponerse de acuerdo, que avala aún más la necesidad del ejercicio democrático en Euskadi, beneficia la posibilidad de un nuevo pacto democracia-autonomía, que garantice de modo simultáneo la libertad y los derechos individuales en el País Vasco (democracia) y el respeto a la identidad y autogobierno vascos (autonomía). Ese pacto, que resultó nuclear en la definición misma de la Transición española, se antoja igualmente básico en el actual momento político vasco. La normalización de las relaciones políticas debe traducirse en el lenguaje. Hay que hablar menos de conflicto y volver al hecho diferencial vasco. La insistencia en el reconocimiento del conflicto tiene efectos contrarios, pues induce por reacción al cuestionamiento del hecho diferencial consagrado por la Constitución. Se entiende, en ese sentido, que el anuncio de la Ley de Cooperación Autonómica haya podido despertar cierta inquietud en distintos sectores, como si se tratase de una pequeña LOAPA. Conviene disipar todos los recelos. La experiencia de Lizarra ha inducido a juzgar la Declaración de Barcelona como esencialmente desligitimadora del Estado autonómico, obviándose cuanto pudiera contener de voluntad para profundizar en el autogobierno desde el espíritu genuino de la Transición, que reconocía autonomías potencial pero no necesariamente iguales. El hecho diferencial se acopla fácilmente con las ideas de nación cultural y nación plural, según hizo entender el espíritu de 1979.

La frontera real en el País vasco sigue siendo la que separa a los demócratas de los violentos. Con independencia de las fórmulas de Gobierno admisibles dentro de la lógica democrática, la política vasca requiere un diálogo y entendimiento entre nacionalistas y no nacionalistas más allá de la lucha contra el terrorismo. Euskadi no puede ser gobernada en contra de nadie. No es una cuestión de simple gobernabilidad, sino de verdadero reconocimiento y respeto de la pluralidad. En las actitudes anti se reconocen las mentalidades autoritarias o volcadas hacia el pasado. La solución del problema vasco no puede basarse en la desaparición del nacionalismo ni tampoco de aquellos que defienden una idea distinta del país. Los cambios en materia de identidad no sobrevienen ni se evitan por decreto.

La política vasca confiere enorme realidad a la idea de la democracia como juego abierto de resultados inciertos. Después de la pugna todos deben extraer consecuencias de los hechos. Las críticas en nombre de la libertad y la democracia vertidas contra el PNV y sus dirigentes, por los errores cometidos en los últimos tiempos, no deben hacer olvidar lo que de positivo —en términos democráticos— contenía la decisión del PNV de aproximarse a EH, con independencia del juicio que merezcan los objetivos nacionalistas. La consolidación de la democracia depende —como ha insistido Przeworski— de la habilidad para atraer a las reglas de la competición a todos aquellos que puedan no estar convencidos del juego o incluso oponerse a él. El PNV asumió el papel de introducir a EH en el juego democrático, pero no supo valorar correctamente la dificultad que éstos mostraron para entender las reglas, y se equivocó al no cortar inmediatamente con ellos cuando pretendieron alterarlas de nuevo mediante la violencia. Son tres aspectos distintos de la cuestión y el error último no invalida los pasos anteriores. Los votantes el 13 de mayo parecen haberlo tenido más en cuenta que los políticos y los medios de comunicación.

La dinámica de los últimos años ha forjado una imagen especialmente negativa del nacionalismo vasco dentro y fuera de España, asimilada más que nunca al estereotipo aranista, haciendo considerar de nuevo su distancia histórica con el catalanismo y la dificultad del PNV para orientar su discurso y proyecto hacia fórmulas claramente de futuro (más allá de la insistencia en el derecho de los vascos a decidir lo que quieran ser en el futuro, como modo de referirse al soberanismo y la autodeterminación). La crítica de Arregi constituye, en ese sentido, un claro esfuerzo por armar intelectualmente un nacionalismo proyectivo en Euskadi. No tiene, en cualquier caso, por qué resultar imposible en el País Vasco (no lo fue con anterioridad a Sabino Arana ni después en distintas circunstancias) conciliar la defensa de la propia identidad y el autogobierno con la afirmación de una idea y proyecto de España, como ha sido característico dentro de la tradición catalanista. Al margen de determinadas motivaciones ideológicas, en el solar confinante del viejo reino el navarrismo fue capaz de diseñar durante la Transición una vía original para la reivindicación provechosa de derechos históricos sin perderse en estériles reclamaciones de soberanía. En esa alternativa se encuentra el PNV y de su respuesta dependerá posiblemente que conserve en el futuro la confianza fundamental de las clases medias para liderar el País Vasco.

¿Conflicto o hecho diferencial? La sociedad vasca demanda de forma mayoritaria una nueva cultura política donde la violencia no se exprese siquiera a través del lenguaje. La excesiva contraposición en el debate político entre lo cívico y lo étnico acaba por desvirtuar la realidad del pueblo vasco. El concepto de pueblo como representación colectiva no se reduce a la simple idea de una ciudadanía activa abanderada de la razón abstracta y universal, como tampoco es posible definir la nación cultural sobre la pureza histórica de una raza y lengua originales. Lo histórico es el mestizaje. Ambos extremos, valores cívicos y realidad histórico-cultural diferenciada, se presentan unidos y han de ser defendidos como elementos constitutivos de la identidad y de la pluralidad, de una identidad vasca plural, con la misma convicción y capacidad de persuasión. El acento en los derechos fundamentales del individuo no puede silenciar la personalidad del País Vasco, ni tampoco el énfasis en el hecho diferencial sobreponerse a la garantía efectiva de las libertades de todos, y de modo particular, de aquellos que se ven objetivamente amenazados y son víctimas de los violentos. La violencia aflige a toda la sociedad vasca, pero no tiene las mismas consecuencias para todos. Reconocer lo obvio no aporta notoriedad al discurso, pero distingue actitudes y sensibilidades políticas, que resultan básicas para la valoración de cualquier cultura política.

El nacionalismo democrático es libre de renovar y actualizar su doctrina y objetivos. La permanente sospecha de una vacilante aceptación de la autonomía estatutaria como primer paso hacia la soberanía y la independencia de Euskadi produce intranquilidad y encono en los adversarios —cuestión en el fondo secundaria— y vuelve inútil cualquier posible relectura de la Constitución o el Estatuto. Desde la colaboración o la oposición al Gobierno nacionalista, sobre el PP y el PSOE recae en el futuro una responsabilidad añadida y fundamental si el nacionalismo democrático no acomete convincentemente esa tarea: el discurso legitimador de la autonomía vasca y del Estatuto como referente de una identidad plural. No se trata de invadir el espacio político del nacionalismo moderado, sino de asegurar la correcta institucionalización y vertebración de la sociedad vasca, abriéndola a otras instituciones y lazos afectivos, de carácter nacional o supraestatal, como son España y Europa. La suerte de la Euskadi futura no depende del debate ideológico entre soberanistas y constitucionalistas sino de una praxis política normalizada que conduzca al fortalecimiento de las instituciones vascas. Para ello es requisito indispensable la paz. Pero la paz —como señaló Saint-Exupéry— no es un estado que pueda alcanzarse a través del conflicto: la paz sólo puede establecerse si se fundálapaz.

Profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos, Universidad Pública de Navarra