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LEO EN EL AUTOBÚS. No me queda otro remedio. Pero no sólo por tener ahora esta criatura que llora de sol a sol desde que nació, no, es que me toca desde entonces pagar en largos viajes la idea feliz de cambiar una relajada existencia en el centro por la modernidad de esta urbanización, por no hablar de otros asuntos más peliagudos ya de entrada.

Así es que yo ahora, lo que son las cosas, leo en el autobús. Todos los días, de lunes a viernes. Podría tal vez leer en el metro, o en los taxis, pero no, leo en el autobús, exclusivamente y por obligación.

Lo del impermeable amarillo sí es por gusto, nada ni nadie me obligan a llevar semejante facha.

Leo pues, vestido de amarillo, en el autobús y en ningún otro sitio. En los autobuses. Varias líneas son las que me trabajo: CR-6, 18, 7, 51, 32, en unas combinaciones que de haber empleado en la lotería otro gallo quizá me estuviese cantando ahora. El recorrido de todas y cada una de las líneas es premeditadamente barroco, el de la 51 casi rococó. No hay más que comprobarlo sobre un mapa para ver enseguida que lo mismo avanzan que retroceden, picoteando aquí y allá las esquinas del montón de barrios que conforman esta periferia. Y cómo contrasta este diseño de las líneas de superficie con la terca esquematización de las que escarban por debajo, con una eficacia de ratones equipados con tiralíneas. Qué odiosa rectitud, me digo siempre ante las feroces bocas del metro.

La urbanización. La urbanización es una urbanización más, ninguna jauja. El trazado de las calles hasta podrían haberlo dispuesto los mismos que dibujaron las líneas del metro; si no los mismos, sí al menos algún cerebro con idéntica obsesión. Las calles y las casas son todas iguales, de tal manera iguales que aquí se le pone la cosa cuesta arriba —y parecerá un ejemplo— al alcoholismo y otros entretenimientos parecidos, pues qué borracho o soñador iba a encontrar aquí una puerta distinta a las demás. Vetadas las salidas de la poesía o del alcohol, valga pues un sustituto más civilizado, o casi, esta ocupación de leer durante horas, vestido de amarillo, en las idas y a las vueltas, siempre en autobús.

La urbanización le había gustado a Clara desde siempre, pero acabó por convertirse en una verdadera obsesión cuando el embarazo, cuando no supimos negarnos a la evidencia de qué cosa tremenda sería que nos saliese el hijo con ese antojo, igual los lunares verdes de los pinos que las manchas rojizas de las fachadas de los adosados. El temor, supongo, de un embarazo a destiempo, rebasados con creces los cuarenta, casi llegando al medio siglo. Meses y meses hipotecados más que con la casa con complicadas analíticas y ecografías, un fantasmal remolino de antojos (fresas en noviembre, Clara), pero nunca, o por lo menos muy improbables entonces, esos ojos tan depuradamente azules como el agua de las piscinas, que todavía hoy no sabemos o no quiero saber yo al menos de dónde han salido, no de los abuelos ni de los bisabuelos desde luego. Trucos de la genética, cromosomas antiguos que ahora asoman, explican los especialistas. Pudiera ser.

Clara se ocupa todo el tiempo de nuestro Félix y cada día dibuja menos, por más que desde la galería le pinchen de continuo con pedidos, como si le aterrara volver al centro. Y yo he pasado de una felicidad casi quieta de lector compulsivo en el tiempo que me dejaba libre una jornada laboral de siete horas justo al lado de casa a este desquiciamiento de los transportes públicos, que me ha inflado la jornada con otras casi cuatro horas de traqueteos cuando no de insoportables esperas. A todo se acostumbra uno. Hay que saber sacarle punta a la adversidad. Ni tenemos la boyante economía de los que pueden permitirse el lujo de los taxis, ni los taxis llegan siquiera tan lejos tan temprano, algo así como si a esas horas no estuviesen ni puestas todavía las calles. Hice la prueba los primeros días, todavía luciendo Clara un bombo escandaloso, como de gemelos, y me asustó de verdad el desangramiento de billetes, el cálculo a groso modo del presupuesto que necesitaría para un mes, no digamos para un año; ni quiero pensar en las cifras, antes me empantanaría otra vez con la calculadora en el entretenimiento de saber cuántos cigarrillos llevo fumados hasta hoy: a 84 milímetros de largo cada uno, una cajetilla diaria treinta años, puestos en fila, qué países atraviesa la nicotina de este vicio, y otras operaciones de ese tenor; pero esos son argumentos que no vienen al caso en esta historia, los residuos del pasado cercano de mis alegrías nocturnas con los libros y la imaginación, felices irresponsabilidades vistas desde aquí y ahora.

Leo en el autobús, digo. Porque además desde siempre fui un negado para eso de conducir y ahora Clara no puede llevarme cada mañana y recogerme luego. Se lo he pedido algunos días, sobre todo cuando llueve (las tormentas me dan miedo, odio llegar al trabajo como una sopa, pierdo todos los paraguas, los míos y los ajenos), pero siempre está ahí Félix, su mirada azul, dulce como pocas en el mundo, más aún para Clara, y es tan complicado… Aprovecha entonces Clara esos momentos —no se lo reprocho—, y procura convencerme para que tome el metro, guerra perdida de antemano, porque es el metro un medio de transporte que siempre he visto bien para los otros, en absoluto para mí. Aborrezco el metro, aborrezco su profundo y anónimo desparpajo, la calidad de espejo de sus ventanillas, y desde que nació Félix aborrezco secretamente sobre todo su eficacia, su velocidad. No. Prefiero, y cómo, el autobús.

Leo en el autobús, en los autobuses, pues. Debo coger primero el 32, una tartana de esas que llaman lanzadera y pretende sus salidas cada tres cuartos, para acercarme a las paradas del 7 o el 18, dos autobuses que se internan por los vericuetos del centro y dan su último resoplido neumático en la famosa plaza de Lemures, que es final del larguísimo trayecto, todavía a diez minutos andando de mi trabajo, al lado de aquella casa nuestra prepapás. Para el regreso, bien entrada la tarde, la cosa se complica, pues si bien el 18 o el 7 me dejan casi casi donde los cogí por la mañana, la lanzadera del 32 ha terminado su servicio (sólo de horas punta) y tengo que escoger entre el 51 o el CR-6, que llegan por un mismo recorrido hasta el barrio del Aldeire, para un poco más lejos bifurcarse sus caminos, ninguno de los cuales me conviene. En Aldeire tomo entonces el microbús M-14, que me deja ya a las puertas de la urbanización, bueno, siempre un poco a la derecha, enfrentado justo a la rampa para minusválidos. En total, la ida y la vuelta, si los transbordos no se tuercen, vienen a zamparse cuatro horas, página más, página menos, pues ya no relleno esas horas de minutos y segundos sino de redondas, bastardillas y negritas, los dígitos o manecillas de la letra impresa.

Leo, por no decir vivo, en el autobús.

Ayer, sin embargo, a la vuelta del trabajo, el libro de relatos de C. con el que llevaba unos días me la jugó buena. Se me pasaron tres paradas. Luego tuve que volver andando y llegué a las tantas, cabreado y echando pestes de los cuentos de C., por ser tan condenadamente buenos. Por eso mismo decidí dejar su libro en los estantes para otra ocasión mejor, y dedicarme desde ahora a mirar por la ventanilla del autobús las tantísimas vidas que pasan por las calles, que son muchas.

Además tengo por otro lado el problemita de los paraguas, la estupidez de esos murciélagos tan negros. Quiero decir tenía, porque de entre tantos conflictos desde el embarazo de Clara es éste de los paraguas el único que tengo medio resuelto.

Yo ya he perdido demasiados paraguas para la edad que tengo. Muchísimos. De algunos me consta que me los robaron, pero esos no cuentan. Cuentan los otros, los que he perdido en el autobús, en el teatro, en los bares, en los taxis… Los pierdo siempre, los míos y los ajenos. Y para la edad que tengo ya está bien de perder paraguas. Quizá por eso ahora ya no gaste paraguas y vaya con este impermeable amarillo chillón a todas partes, aunque no pueda decirse que sea éste un impermeable que le vaya bien a la edad que tengo, o al menos eso dice Clara, pareces un canario, un plátano, esas asociaciones facilonas. Pero eso sí, este impermeable amarillo chillón es en el fondo el impermeable amarillo chillón que siempre quise tener, desde niño. Me gusta sobre todo la especie de boina amarillo chillón que lo acompaña, sus trazas de gurumelo, su cosa cateta, su desfachatez. Y me gustan también su tacto oloroso de caucho, la terquedad de las arrugas rectísimas que se le forman, su largura de batón, sus profundos bolsillos cuadrados. Hasta la etiqueta me gusta, para decirlo de una vez. No se me escapa sin embargo que provoco más de una sonrisa así vestido, pero qué puede importarme esa certidumbre si a la vez me estoy asegurando de no perder jamás otro paraguas. Eso todo lo compensa, hasta la edad que tengo incluso.

No es el impermeable un disfraz, aunque pueda parecerlo. Más bien todo lo contrario: es en el interior de esta prenda resbaladiza y amarilla donde mejor de últimas me reconozco, donde más a placer me encuentro (¡y lo bien que caben los libros en sus bolsillos!). Tiene únicamente ventajas: sin dejar de ser yo mismo, podría, de quererlo, ser muy otro. Eso al menos insinúan más de una vez los antiguos compañeros de Clara, la nómina al completo de la galería, con Leonardo al frente, coleta, tres pendientes en cada oreja, tan moderno en su silla de ruedas automática.

-No le apetece dibujar, Félix se lleva todo el tiempo —les explico—; tampoco salir de casa, le gusta tanto esa casa.

Yo sólo traslado sus mensajes, sus disculpas.

En fin, conjeturas aparte, la verdad es que desde hace meses vengo siendo muy otro tanto con impermeable como sin él, aunque queda más o menos claro que prefiero con mucho este empaquetamiento. Ahora bien, me digo a veces: tantísimo amarillo debe ser la manifestación exterior de otra cosa, pero no se me alcanza aún muy bien qué clase de cosa.

Guardo en mis grandísimos bolsillos el penúltimo talón que aportan los dibujos de Clara. Leonardo me despide con una sonrisa amarilla, quizá suya, tal vez reflejo de mi indumentaria.

Me pongo siempre la gorra amarilla, llueva o no llueva. Y los días que llueve me cruzo a veces, tan temprano, con algún que otro conductor de autobús a su faena, y me alegra ver su impermeable azul idéntico al mío, también con su gorrilla, cuando nos regalamos una sonrisa de complicidad casi cofrade, gremial, en unos encuentros que deben también tener algo de raro augurio, guiños que no sé descifrar. Demasiadas carambolas ahora que ya ni leo ni me divierto ni cojo el metro. Veces hay que me quedo absorto contemplando los buzones de correos en las esquinas, como si fuesen un yo mío quieto, ausente, paralítico. Qué distinto aquel tiempo de Clara premamá, con aquel bombo escandaloso, como de gemelos. (Si en algún momento fueron dos, si en alguna fase del desarrollo pretendieron las divisiones celulares ofrecer dos individuos, ya Félix mucho antes de ser Félix se encargó de borrar ese dibujo. Félix con sus ojos azules intensos).

Pero son muchas las tantísimas vidas que pasan por las calles, sin un libro que amortigüe el traqueteo de estas líneas tan barrocas de la superficie. La vuelta siempre se complica —en el bolsillo no C. con sus cuentos, sino el talón de los penúltimos dibujos de Clara firmado por Leonardo—, pues si bien el 18 o el 7 me dejan, como de costumbre, casi casi donde los cogí por la mañana, ya la lanzadera del 32 terminó con su faena (sólo de horas punta) y por los pelos subo al 51 y luego en Aldeire al microbús M-14, antes de abrazar a Félix, todavía empaquetado yo a conciencia de amarillo. Sé que puedo lastimarlo con este olor a caucho, asustarlo con la desfachatez de gurumelo de la boina (payaso, dice Clara muy bajito), pero de qué manera asombrosa juegan aquí su papel ciertas leyes del color y de la óptica, cómo la mirada de Félix, de tan azul, refleja el amarillo de mi prenda y me da a mí, que quiero ser su padre, la mezcla de unos ojos tan verdes como los míos, tan verdes como los míos, tan verdes como los míos.

De madrugada, a veces, me levanto, porque tendido junto a Clara, viendo su rostro en la penumbra, no puedo pensar en nada, apenas en los autobuses igual de quietos y callados en sus cocheras.

También me levanto hoy.

La urbanización es silenciosa, aunque menos que mi insomnio.

A ellos no los molesto. Desnudo, prendo un cigarrillo, contemplo desde la terraza las puertas de la urbanización, un poco más a la izquierda —vista desde aquí— la rampa para minusválidos, y sin querer comienzo a echar otra vez las cuentas: 84 milímetros cada uno, una cajetilla diaria treinta años, puestos en fila, qué locura o irresponsabilidad atraviesa la nicotina de este vicio; operaciones de ese tenor hasta la última calada, cuando regreso adentro y la brasa del cigarro ilumina muy brevemente la habitación y puedo ver juntos, hermanados en la misma percha, la boina, el impermeable y las pequeñas prótesis de Félix, descansando de nosotros por unas cuantas horas.

Enciendo entonces hoy la luz, tomo el libro de cuentos de C. de los estantes, y vuelvo sin darme cuenta a leer, ya no en el autobús.