Quizá para muchos españoles estas Navidades del 67, en contraste con las inmediatamente precedentes, estén envueltas en una atmósfera de cierra frustración. Todavía el país no se ha repuesto del choque psicológico de lina devaluación de la moneda que la gente no esperaba, y que constituye el prólogo de una nueva estabilización y de las congelaciones que en este moralmente duro y largo invierno que acaba de empezar han de producirse. Llegamos a la Navidad con una Universidad en tensión y un ambiente de desazón en los medios obreros. Tampoco son mayores las ilusiones de los que hace un año, con la masiva aprobación de la Ley Orgánica del Estado, pensaron que se abría una etapa de dinamismo político y de una más amplia participación nacional en [as responsabilidades colectivas, capaz de disipar las brumas del futuro.
Pero estos hechos, que en algunos, sin duda, generan decepción, para otros representan un estímulo. Y a todos nos deben recordar que el quehacer nacional, en las condiciones históricas de la España de hoy, es esencialmente trabajoso y reclama el esfuerzo individual y colectivo de todo el pueblo.
Ha habido momentos del pasado en que la historia tenía menos protagonistas y éstos eran, en definitiva, unas cuantas personas dirigentes. La hora de esas minorías o «elites» restringidas se ha extinguido: podríamos añadir que felizmente. Porque las sociedades que funcionaban así, en los momentos de la decisión tenían la onerosa contrapartida de que en ellas también eran solamente unos pocos los que disfrutaban de los bienes del espíritu y de los bienes de la tierra.
Por eso, las dificultades nacionales —que tantos pueblos, incluso los más ricos y poderosos, no dejan de sufrir— han de ser para los españoles que se enfrentan con el nuevo año no pesadumbre, sino aliento.
Quizá algún día en las Historias de España pueda leerse que 1967 fue el año final de la posguerra y 1968 el principio de un período nuevo. No sólo porque haya habido ya unas primeras elecciones directas y porque tenga que ser reestructurada nuestra economía y reorganizado, con la reforma sindical, el mundo del trabajo. Sino, sobre todo, porque el país, tras veinte meses de liberalización de la Prensa y de progresiva toma de conciencia de sus problemas, empieza a salir de un estado de tutela y a enfrentarse, en mayoría de edad, con las realidades. Y eso sucede en todos los sectores del país, que, además, es muy distinto de la España pobre, amarga y erizada de los años treinta.
De la insatisfecha inquietud presente debe surgir una España moderna, consciente y renovada. Hay una base material, de educación y de niveles de vida como nunca hemos tenido antes. Pero ahora no se trata ya de depositar la confianza en unos pocos, sino de asumir cada uno la responsabilidad que le corresponde.
No es un problema estrictamente de técnicas políticas, sino en buena medida un problema moral. En un país que se halla en la situación del nuestro, el mañana es siempre una promesa de esperanzas. Pero para que florezcan y fructifiquen en la vida hay primero que poner orden en los sistemas de valores y de ideas, en los estímulos y objetivos y, después, obrar en consecuencia.
Si hubo un momento en que se dijo que era preferible la injusticia al desorden, eso hoy entre nosotros no podría repetirse sin una dosis de cinismo incompatible con la segunda mitad del siglo XX. Y si un día hubieron de recortarse las libertades individuales y públicas en aras de la convivencia, hoy, por el contrario, ha de fomentarse un pleno desarrollo de la persona y de la vida social, fundamento indispensable para la única convivencia, responsable y democrática, que es razonable pretender ahora. Y si hubo un tiempo en que era conveniente o necesario mostrar a los españoles una imagen «dirigida» del mundo y de las cosas, también ha terminado ya. Porque la intercomunicación social a escala nacional y universal encara al pueblo entero con numerosas y variadas perspectivas sobre las realidades externas e internas y le permite optar por muy diferentes soluciones.
Todo lo cual quiere decir que hay que partir de una renovación de valores y de ideas. Y que la libre y abierta discusión, la búsqueda de la verdad y del bien por todos los caminos, el derecho a equivocarse y el derecho natural a disentir sin más límite que el respeto a las libertades y personas de los otros, son la base moral de una sociedad moderna.
La Navidad se nos aparece como el símbolo o la cifra de todos esos principios morales hoy tan necesarios. Los hombres de la buena voluntad, a quienes se promete la paz, son los hombres de la buena fe que libremente buscan, encontrándolo o no, lo que le dicta a cada uno la intimidad de su conciencia.
Por eso, en esta Navidad, a todos los hombres de buena voluntad —a los que nos siguen y los que nos combaten, los que nos prestan atención y los que nos ignoran, los que nos entienden y los que nos interpretan mal— les deseamos felicidad. A todos ellos también desde esta página de Madrid, que lleva más de un año en la brecha cotidiana de la buena voluntad, les invitamos a renovar sus esfuerzos para ese 1968 que va a nacer muy pronto. Para que en él se den pasos decisivos hacia la realización de esa legítima aspiración de mejora y progreso en la que somos protagonistas todos y que alienta cada día con más vigor en el pueblo español.