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Los ciudadanos y ciudadanas de Cataluña afirman su determinación de intervenir en todas las decisiones políticas que afecten a sus derechos y a sus intereses; se declaran titulares del derecho al autogobierno que les confiere una voluntad nacional expresada repetidamente a través de su historia; declaran que Cataluña es una nación…». Así comienza el documento, aprobado por el Partido de los Socialistas de Cataluña (PSCP-SOE) el pasado mes de marzo, que contiene las bases del nuevo Estatuto de Autonomía que se proponen impulsar.

Se trata, a qué dudarlo, de un nuevo paso en las posiciones siempre polémicas del PSC de Maragall, que le aproxima aún más al nacionalismo al que trata de sustituir en el gobierno catalán y que, al tiempo, lo aleja drásticamente de las posiciones mantenidas por el PSOE en las últimas décadas.

EL NACIONALISMO DE PUJOL

Hace ahora poco más de doce años, en uno de los primeros números de esta Nueva Revista, a comienzos de 1991, se publicaba una extensa y muy interesante entrevista con Jordi Pujol. Resulta provechoso releerla ahora, buscando coincidencias entre aquel discurso, el que fue perfilando en los años siguientes y el que escuchamos hoy en boca del nuevo líder de CIU, Artur Mas. Tan provechoso como contrastarla con el discurso pasado y presente del PSC y del partido socialista.

De un lado, ofrecía Pujol una explicación convencional de su política nacionalista: Cataluña necesita una cierta dosis de voluntarismo para existir; tenemos que reforzar nuestra identidad nacional. Como es habitual, en ese discurso se mezclaban lamentos por el papel reservado a Cataluña en España -«Nos quieren como locomotora pero no nos dejan ser los maquinistas»-, con algún soliloquio hamletiano cargado de sincera autocrítica sobre el proyecto anhelado para Cataluña -«¿Bismark o Bolívar? Somos las dos cosas a la vez, ese es nuestro drama», reconoce Pujol en la entrevista, «ahí sí que no tiene la culpa nadie»-.

En otro plano, Pujol manifestaba su insatisfacción con el modelo autonómico -«Cataluña no acaba de encajar, esto no funciona»-. El origen del problema lo situaba con nitidez en la «generalización» autonómica. Mala para Cataluña, en opinión de Pujol, fue un «contrasentido histórico». Asumía, sin embargo, la responsabilidad de su fuerza política en la configuración inicial del modelo, y ofrecía una explicación que conviene recordar: «Nos equivocamos, pero mi partido entonces era débil; aceptamos esto un poco a regañadientes, un poco por la ilusión».

El problema concreto era, entonces, en parte de competencias y en parte financiero, según Pujol. El Estatuto daba para mucho más, no se reclamaba su reforma sino otra lectura más proclive a sus aspiraciones. Para tranquilizar a los lectores, con tanta rotundidad como escasa capacidad de anticipación, Pujol afirmaba en 1991: «Probablemente no se desmembrará ningún Estado europeo, tampoco la URSS; en 1918 había una cultura de desmembración, ahora de miedo a la desintegración».

En 1994 se celebró, en la entonces recién creada Comisión General de las Comunidades autónomas del Senado, el primer debate sobre la situación del Estado de las Autonomías. La solemne intervención de Pujol, convertido desde 1993 en apoyo parlamentario insustituible del Gobierno socialista -el bloque constitucional-, giró en torno a ejes análogos a los de la entrevista de 1991. El cambio más perceptible está en los acentos, en la claridad de algunas afirmaciones. Pujol quiso dejar claro que «el objetivo principal del autonomismo catalán no es el de la descentralización […], ni tampoco la denominada profúndización democrática […]. La principal razón de ser es la conciencia de nuestra identidad; la voluntad de defenderla y de fortalecerla […]. Reclamamos autogobierno […] porque creemos que lo necesitamos para seguir siendo catalanes».

Persistía una valoración positiva del Estado autonómico, a pesar de sus carencias. Se remarcaba, también en 1994, el papel del nacionalismo catalán en la generalización del modelo autonómico para, a continuación, reivindicar su necesaria heterogeneidad. El camino para colmar sus aspiraciones permanecía intacto, «a pesar de un resultado no demasiado satisfactorio, ni el Gobierno ni el Parlamento de Cataluña han pedido nunca ni la revisión del Estatuto ni de la Constitución»; pero se lanza una primera advertencia: «quisiéramos no tener que pedir en el futuro esa revisión». Los problemas concretos han pasado a ser tres: competencias, lengua y cultura y, de nuevo, la financiación.

En 1997 se repite el debate sobre la situación del Estado de las autonomías, ahora con un Gobierno del Partido Popular. Pujol reconocía y elogiaba la nueva realidad española, la superación de la decadencia. En muchos sentidos, esta intervención tiene un aroma mucho más optimista que las anteriores. Reivindicaba, con razón, la contribución de Cataluña a esta transformación de España y, específicamente, el papel jugado en favor de la generalización del modelo autonómico a todo el territorio español. Pero, a pesar de su reclamado protagonismo en todo el proceso, concluía afirmando: «Todo parece indicar que la definitiva configuración del Estado de las autonomías no será suficientemente satisfactoria para Cataluña». No hubo, sin embargo, ninguna referencia más explícita a la necesidad de reforma de la Constitución o del Estatuto de Autonomía.

Tal vez, el hecho de que el grupo parlamentario popular en el Congreso tuviese un número de diputados menor del que nunca hubiese tenido ningún partido de Gobierno desde el inicio de la democracia, no fuese ajeno a ese planteamiento. De otra manera, no se entiende por qué afirmaba Pujol: «Este momento nos abre la posibilidad de ver el Estado español de otro modo a como lo hemos hecho hasta ahora. […] ha llegado la hora del diálogo sin reservas. Creo que ahora es posible».

El diagnóstico no había variado, pero los lamentos eran más explícitos: «No acabamos de encontrar nuestro lugar en España; «No acaban de vernos a los catalanes como unos más de los que constituyen España»; «Cuando parece que algo puede ser bueno para Cataluña hay que oponerse a ello». Frustrada la referencia que antes buscaba en la prevista transformación ordenada de la Europa del Este, era entonces la propia fortaleza de España, su nueva realidad, la que debiera permitir atender sin temor las demandas del nacionalismo catalán -«Debo decirles que plantear ahora de nuevo la cuestión de Cataluña no supone peligro alguno para la España consolidada de finales de siglo»-.

El discurso de Pujol ha mantenido una línea constante a lo largo de los últimos quince años, sin duda. La afirmación de la identidad diferenciada de Cataluña, de la que se deriva su necesaria heterogeneidad, más allá de reivindicaciones competenciales que nunca se concretan, y una permanente reclamación financiera, son las dos pautas siempre presentes en su discurso. Una argucia política le ha permitido en los últimos tiempos, eso sí, reprochar a otros lo que en un comiendo se achacaba al error cometido o a la debilidad propia en el momento constituyente.

PRIMER ARGUMENTARIO DEL PSOE

El modelo de Estado propugnado por el PSOE se puede inferir fácilmente de los acuerdos políticos que se han ido adoptando así como, obviamente, de su larga acción de gobierno. Tras la aprobación de la Constitución de 1978, los Acuerdos autonómicos de julio de 1981 constituyen el primer paso para la completa configuración del Estado de las autonomías. Con ellos, el Gobierno y el PSOE impulsaron la generalización del proceso autonómico «para lograr, en un plazo razonable de tiempo, una distribución homogénea del poder reconociendo las diversas peculiaridades de las nacionalidades y regiones».

Se hacía ya referencia a la generalización y homogenización, salvando los hechos diferenciales y la previsión constitucional que exigía el transcurso de cinco años para asimilar las comunidades que habían accedido a su autonomía por la vía del artículo 143 de la Constitución, a diferencia de las que habían utilizado el 151. Los diecisiete Estatutos quedaban aprobados en febrero de 1983, pocos meses después de llegado el partido socialista al Gobierno. Todos ellos fueron aprobados con amplísimo respaldo o con la plena unanimidad de las fuerzas políticas con representación parlamentaria.

Durante una década, los sucesivos gobiernos socialistas dirigieron, con holgado respaldo parlamentario, el despliegue del modelo configurado entre 1978 y 1983. El colofón de su trabajo se plasmó en los Acuerdos autonómicos de febrero de 1992, suscritos con el Partido Popular. Con este pacto, firmado ante el presidente del Gobierno, los partidos firmantes -PSOE y PP- pretendían «ultimar, de acuerdo con las previsiones constitucionales, la definición concreta del desarrollo del Título VIII de la Constitución, de manera que se afiance un funcionamiento integrado y estable del Estado autonómico en su conjunto».

Bien es cierto que la aplicación práctica de estos acuerdos e incluso, en determinados aspectos, su superación ha sido responsabilidad de los gobiernos del Partido Popular. Entre las dos últimas legislaturas se han traspasado recursos a las comunidades autónomas por un importe superior a los 18.000 millones de euros (algo más de tres billones de pesetas). La transferencia de la educación no universitaria y de la asistencia sanitaria -no prevista en 1992—- a todas las comunidades autónomas constituye, sin duda, el avance más significativo de estos siete últimos años. A comienzos del 2003, un 75,4% de los empleados públicos dependían de las administraciones territoriales españolas, cuando en 1996 más de un 45% todavía trabajaban en el Estado.

CAMBIO DE ESTRATEGIA CON LA LLEGADA DEL PP

El discurso socialista comienza a cambiar tan pronto como el Partido Popular gana las elecciones generales, pero no en el sentido al que ahora nos estamos acostumbrando. En el debate de investidura de abril de 1996, Felipe González centró su intervención en la crítica a los acuerdos de investidura suscritos con los nacionalistas catalanes, canarios y vascos. A pesar de que estos acuerdos fueron hechos públicos en todo su contenido -a diferencia de lo ocurrido en 1993-—, González volvía una y otra vez a cuestionar el coste del nuevo modelo de financiación, cuyos elementos centrales se recogen en el acuerdo suscrito con CIU -y en el propio programa electoral del PP, dicho sea de paso-. Es el comienzo de una línea de oposición que asume como eje central el nuevo «desorden autonómico», en palabras pronunciadas entonces por González y luego repetidas en múltiples intervenciones y documentos del partido socialista.

El texto más acabado -La estructura del Estado-  es aprobado por el PSOE en 1998, siendo Joaquín Almunia, antiguo ministro de Administraciones Públicas, secretario general. El reproche por las concesiones excesivas a los grupos nacionalistas es el centro de la crítica. «La historia política vivida nos ha mostrado una escalada de agravios comparativos y de ejercicios de autoafirmación que han fomentado, en general, el particularismo como moda política».

«Las propuestas en favor de un nuevo pacto fiscal para Cataluña -afirma en otro momento el documento- sólo unos meses después de haberse firmado el acuerdo de financiación; o las reiteraciones hacia fórmulas de corte confederal, reivindicando modelos de soberanía compartida o abiertamente autodeterministas, constituyen una muestra de la falta de sentido general y de correspondencia a los pactos que rigen la gobernabilidad española y la política autonómica en general». Como muestra del desorden autonómico alcanzado se denuncia una «cierta desvertebración o indefensión del Estado para asegurar unos mínimos educativos comunes (Humanidades) o para desarrollar proyectos conjuntos de país (Plan Hidrológico y otros)». Esa, y no otra, es la crítica en 1998.

El documento oficial continúa con una línea inequívoca. «El PSOE defiende el carácter fundacional de la Constitución en las autonomías y reivindica la soberanía del pueblo español en su origen. Remitirnos a épocas medievales para fundamentar nuestro marco jurídicopolítico nos resulta inviable y absurdo». «La Constitución ya establece el modelo final y sus artículos fundamentales, junto a los Estatutos respectivos, fija los niveles para cada Autonomía y para el gobierno de la Nación». «El artículo 150.2 CE debe interpretarse como un instrumento para la perfección del sistema pero nunca como una puerta abierta al infinito o como mecanismo de alteración a la asignación competencial básica que establece el 149 CE». «Los socialistas defendemos la estabilidad del modelo considerando que el reparto competencial está básicamente fijado en la ConS titución y en los Estatutos de autonomía y que tal reparto no debe ser sustancialmente alterado».

La dura oposición al nuevo modelo de financiación autonómica, del que se afirmaba su falta de equidad, llevó a las tres comunidades entonces gobernadas por el partido socialista -Andalucía, CastillaLa Mancha y Extremadura- a quedarse al margen del mismo, a pesar del evidente perjuicio económico que tal decisión causaba. En consecuencia, la postura socialista era clara en este tema, se afirmaba que el sistema de financiación había de garantizar el equilibrio económico, adecuado y justo entre los diversos territorios, con una equitativa redistribución de la renta para conseguir un armónico desarrollo regional. Lógicamente, tales características no se apreciaban en el modelo aprobado en 1996, lo que no fue un obstáculo para que en el año 2000 todas las comunidades autónomas aprobasen por unanimidad un nuevo modelo que mantenía todos los elementos del anterior y profundizaba sus características más polémicas.

El último paso en esta dirección se plasma en el manifiesto electoral para las elecciones autonómicas de mayo de 1999. «Estabilizar el modelo» fue uno de sus lemas; la financiación autonómica, el eje de la crítica. «Aznar no ha defendido un Estado ordenado y solidario -se afirma allí-, al someter sus relaciones con los nacionalistas a la obtención de recíprocos beneficios políticos, en perjuicio de la cohesión y la armonía del país». «Una de las principales preocupaciones de los españoles es, precisamente, el desarrollo autonómico, la vertebración del país, el respeto a la diversidad con la garantía de la solidaridad y, en definitiva, el equilibrio entre autonomía y unidad». Propugnan los socialistas «una política orientada a restablecer el prestigio del proyecto estatal». Y se vuelve a proclamar: «No somos partidarios de reformas profundas en el bloque constitucional, excepto en lo que se refiere a la configuración del Senado».

La coalición de partidos de izquierda nacionalista con la que el PSC-PSOE había concurrido a las elecciones para el Senado en el 2000 corrió mejor suerte que su equivalente en el resto de España, la coalición PSOE-IU. Tal vez por ello, y quizás también por el respaldo del PSC a Zapatero en el Congreso que le llevó a la Secretaría General, lo cierto es que el documento presentado por los partidos integrantes de la ENTESA  -PSC, ERC e ICIV-, en la Comisión de estudio para la profundización del autogobierno, a finales del 2001, presenta interesantes novedades. Sea por las interpretaciones sobre las causas de la mayoría absoluta del Partido Popular, sea por la llegada de José Luis Rodríguez Zapatero a la secretaría general, lo cierto es que a partir del año 2001 se advierten cambios esenciales también en el programa del PSOE.

EL VUELCO CON ZAPATERO

Ante el Parlamento de Cataluña, se afirma que «las circunstancias socioeconómicas, políticas, tecnológicas y culturales del último cuarto de siglo han modificado de manera sustantiva el contexto en que Cataluña tiene que ejercer su capacidad política». Lospartidos que suscriben el documento consideran «que las interpretaciones extensivas del bloque de constitucionalidad y la concepción expansiva de la legislación básica y de las leyes orgánicas han alterado el reparto competencial previsto en los textos de la Constitución y del Estatuto y han producido una reducción de las potencialidades del autogobierno contenidas en los textos mencionados». Dos argumentos presentes desde años atrás en el discurso de CIU y que cuesta creer que el PSOE haya asumido tan sólo como consecuencia de los cambios legislativos producidos entre junio de 1999 y octubre del 2001.

Se propone la aplicación del artículo 150.2 de la Constitución, que permite en determinadas circunstancias la delegación de competencias exclusivas del Estado, en materia de Justicia, infraestructuras de interés general, inmigración y régimen local. Además, se propugna la utilización de este artículo para «promover la unificación de la atención administrativa al ciudadano (transferir progresivamente las funciones ejecutivas del Estado en el territorio de Cataluña a la Generalitat, para convertirse en la única Administración responsable de las competencias autonómicas y estatales, actuando en este último caso como administradora de tareas comunes)». El tradicional federalismo socialista se sustituye por la necesidad de «reforzar los mecanismos de relación ordinaria entre la Generalitat y el Estado de carácter bilateral». Se proponen, por otro lado, modificaciones en los Títulos III y VIII de la Constitución. No se descarta, por último, «explorar la vía de la Disposición Adicional Ia de la CE y, una vez agotadas todas las vías anteriores, considerar la eventualidad de la revisión de las disposiciones estatutarias y constitucionales en materia competencial».

El impacto en la opinión pública del documento impulsado por el PSC obligó al PSOE a aprobar con rapidez un nuevo texto aclarando su posición sobre el Estado de las autonomías. Una ciudadanía plena, aprobado en febrero del 2002, está en buena parte copiado, literalmente, del documento de 1998, pero introduce, sin embargo, interesantes consideraciones previas. Una vez más, la literalidad de los textos es más que suficiente. «Nuestro patriotismo constitucional excluye toda patrimonialización de la Carta Magna por una u otra facción política. Y, por supuesto, es incompatible con la pretensión de que en ese espacio de libertad no pueda abrirse un debate sobre posibles reformas para adaptar el consenso creado en 1978 a una nueva realidad».

Hay que superar también «la visión esclerótica» de los Estatutos. «El PSOE no se cierra a cualquier tipo de perfeccionamiento estatutario». Por último, «resulta absurdo plantearse una suerte de fundamentalismo o integrismo constitucional. La Norma Fundamental no puede quedarse atrás de la realidad política. Hemos de ser capaces de adaptarla a los nuevos tiempos».

El colofón lo ha puesto de nuevo el PSC con sus bases para un nuevo Estatuto de Autonomía. El texto que da comienzo a este comentario va seguido de un documento impreciso en casi toda su extensión y deliberadamente confuso en determinados aspectos. Por si quedara alguna duda sobre su voluntad de mimetizar su discurso con el de los nacionalistas catalanes, Maragall afirma públicamente: «La nueva financiación autonómica es un desastre para las regiones más ricas». Afirmación política de la identidad nacional catalana, reivindicación competencia! y reclamación financiera, los tres ejes del discurso nacionalista, forman parte ya del ideario socialista catalán. Poco queda ya del modelo que pactó el partido socialista en sucesivas ocasiones, del que ejecutó desde el Gobierno y del que mantuvo en la oposición hasta el año 2000.

No conviene llamarse a engaño, la dinámica política del PSC es la más significativa, pero no la única en las filas territoriales del socialismo español. Tras las elecciones autonómicas de 1999, los gobiernos regionales de oposición al Partido Popular reunieron, en Aragón y Baleares, al PSOE de ambas Comunidades con distintas fuerzas nacionalistas. Pronto Andalucía, significativamente presidida por quien también preside el PSOE, y también en coalición con un partido nacionalista -el Partido Andalucista-, tomó el rumbo de la reforma estatutaria. La evolución del discurso del desorden de 1996 a la regresión autonómica de hoy no obedece a reflexión ideológica alguna, al menos explícita. Responde a un cúmulo de circunstancias coyunturales, como son la búsqueda de nuevos acuerdos regionales en 1999; el apoyo del PSOE a Zapatero un año después y, por último, la estrategia política catalana y presumiblemente nacional. Con sorprendente rapidez, se han dejado atrás años de un fructífero consenso entre las fuerzas políticas nacionales que, sin duda, estaba permitiendo completar la configuración de nuestro modelo de organización territorial.

Tres años han sido suficientes para desandar el largo camino recorrido. No sería demasiado importante si esta nueva posición frente el Estado de las autonomías no estuviese sirviendo para legitimar políticamente y para potenciar las aspiraciones de los diversos partidos nacionalistas existentes a lo largo del territorio español. Sin duda, la mayoría política que se pretende no podrá ser calificada con facilidad como «constitucional».  GABRIEL ELORRIAGA

Licenciado en Derecho, funcionario por oposición del Cuerpo de Inspectores de Finanzas del Estado, exsecretario de Estado. En la actualidad es miembro del patronato de la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales (FAES)