Tiempo de lectura: 6 min.

Hace poco más de cien años, en un contexto muy diferente del actual, escribía Joseph A. Schumpeter su conocido ensayo sobre La crisis del estado fiscal (1918). En él señalaba que solo en aquellas economías donde la búsqueda del beneficio individual actúa como motor tienen sentido los impuestos, solo allí puede existir el Estado como un fenómeno real, como un poder diferenciado. La aparición de las demandas sociales que con los tributos se trataba de satisfacer fueron «el primer signo de vida» del Estado moderno. Pero, advertía, el Estado «vive como un parásito económico» cuyo alimento depende del vigor de una fuerza propulsora que es el interés individual.

Y concluía Schumpeter: «Si la voluntad del pueblo pide gastos cada vez más elevados», si se abandonan los fundamentos sobre los que descansa la economía capitalista, «entonces el Estado fiscal habrá completado su curso y la sociedad tendrá que depender de otras fuerzas motrices de su economía, distintas del propio interés. Este límite, y con él la crisis a la que el Estado fiscal no podría sobrevivir, ciertamente puede llegar a alcanzarse. Sin duda alguna, el estado fiscal puede derrumbarse».

La democracia liberal y el modelo social europeo son solo una de las fórmulas que acompañan al capitalismo contemporáneo

A comienzos del siglo XXI, el éxito del capitalismo en el mundo es innegable. Entendido como un sistema fundado en la propiedad privada, el protagonismo del mercado como marco para el intercambio voluntario entre sujetos independientes y la búsqueda del beneficio como motor de la actividad económica, es la fórmula más extendida en el planeta y ha proporcionado unas ganancias de bienestar material inimaginables no hace mucho tiempo. El capitalismo triunfante se ajusta, sin embargo, a realidades políticas y sociales muy diferentes; precisamente en su adaptabilidad está la raíz de su extensión y de su éxito. La democracia liberal y el modelo social europeo son solo una de las fórmulas que acompañan al capitalismo contemporáneo, y sus logros y sus dificultades son, en buena medida, estrictamente regionales.

REDISTRIBUIR RIESGOS

No existe un modelo único de Estado de bienestar en Europa pero resulta indudable que, en sus diversas variantes, se ha convertido en una seña de identidad de nuestro continente. A mediados del siglo XIX se habían generalizado en los países en proceso de industrialización las leyes de lucha contra la pobreza sobre cuya conveniencia ya había escrito, décadas antes, Adam Smith. Su nacimiento partió de una inquietud ética de raíces cristianas y de una necesidad histórica, la de hacer posible el crecimiento económico garantizando un entorno de estabilidad política y social. Los objetivos, mucho antes que económicos, fueron políticos y morales, en un momento de constantes convulsiones derivadas, primero, de los movimientos de construcción nacional y, más adelante, de las manifestaciones de contestación social. Su principal función ha sido y sigue siendo la de redistribuir riesgos sociales y, en particular, el riesgo de sufrir una pérdida de ingresos por razones de enfermedad, desempleo o edad. Pero los Estados de bienestar europeos difieren significativamente en el peso, los instrumentos y los recursos públicos destinados a cada una de estas políticas y, en consecuencia, se diferencian significativamente en sus niveles de protección y redistribución.

No existe un modelo único de Estado de bienestar en Europa pero, en sus diversas variantes, se ha convertido en una seña de identidad de nuestro continente

Habitualmente se distinguen tres modelos de Estado de bienestar: el liberal-anglosajón con una intervención pública más limitada y dirigido solo a las personas con mayores necesidades; el nórdico o socialdemócrata con coberturas generales basadas en derechos de ciudadanía; y el continental o conservador, heredero del modelo bismarckiano de base corporativista. Con todas sus dificultades de sostenibilidad financiera y sus exigencias de reforma, no puede afirmarse con rigor que ninguno de estos modelos hubiera colapsado antes de 2008. Solo la variante mediterránea del modelo continental, la menos redistributiva de todas, con mercados laborales rígidos y fragmentados, sistemas de pensiones relativamente potentes y ligados a la vida laboral efectiva, modelos educativos ineficaces y redes familiares de protección robustas, se había mostrado financieramente vulnerable y, tras las crisis, ofrece dudas fundadas de viabilidad. Si solo nos fijamos en las democracias altamente endeudadas del sur de Europa, entonces sí podemos hablar con plena propiedad de la crisis del Estado de bienestar.

GANANCIA AGREGADA DE PRODUCTIVIDAD

Dos hechos están cambiando radicalmente el entorno en el que se desenvuelve la actividad económica. La globalización y la revolución digital han alterado en un breve plazo una realidad relativamente estable desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, un marco de crecimiento sólido y sostenido que había sido el ámbito natural de desenvolvimiento del Estado de bienestar. Ambos procesos tienen efectos muy positivos sobre la productividad, pero disruptivos sobre el empleo y, en consecuencia, sobre la distribución. La ganancia agregada de productividad y, en definitiva, el beneficio económico neto derivado de ambos fenómenos es un dato, pero la existencia de un reparto asimétrico de costes y beneficios entre los individuos que integran cada comunidad política –también entre los distintos países– no es solo un problema teórico, es también una realidad tangible que no se puede ignorar.

El dilema político es buscar un equilibrio entre dejar discurrir libremente este proceso schumpeteriano de destrucción creativa, con las perturbaciones sociales y territoriales que pueda causar en el corto y medio plazo, o intervenir con recursos y políticas públicas para alterar la asignación resultante del libre funcionamiento del mercado, con el coste de ineficiencia que eso puede suponer. Ignorar este problema o plantear soluciones erróneas es lo que abona el terreno a las respuestas populistas y, en general, a todo tipo de movimientos iliberales.

Si solo nos fijamos en las democracias altamente endeudadas del sur de Europa, entonces sí podemos hablar con plena propiedad de la crisis del Estado de bienestar

A todo lo anterior se ha unido una circunstancia adicional. En apenas una década, el mundo desarrollado ha visto tambalearse en dos ocasiones los cimientos de su modelo económico, y en ambas crisis la respuesta ha sido una intervención de los Estados en la economía hasta extremos antes desconocidos en tiempos de paz. Sin duda, ambas crisis –financiera y COVID– han alterado la percepción social sobre la necesidad y la tipología de la intervención pública en la economía, un cambio que se ha venido a sumar a las dificultades percibidas en el modelo social europeo antes de ambas crisis.

La tarea ahora es hercúlea, sobre todo en el sur de Europa. Las reformas repetida e irresponsablemente aplazadas deberán afrontarse bajo la presión de un elevadísimo endeudamiento público en unas sociedades donde los perjudicados por las crisis y las transformaciones están ya al límite de su resistencia. Pero conviene no perder de vista que la solución aparente en el corto plazo, la redistribución mediante impuestos y transferencias, busca paliar las consecuencias inmediatas de esta situación, pero no atiende a sus causas. Y estas están, sustancialmente, en las diferencias de capital humano con las que se accede a un mercado de trabajo poco eficiente e inequitativo, en los excesos regulatorios que frenan la innovación y en la persistencia de mercados escasamente competitivos, cosas que poco o nada tienen que ver con el volumen del gasto público.

En definitiva, la digitalización y la globalización obligaban, antes de que se produjese crisis alguna, a rediseñar el contrato político subyacente al modelo social europeo y a reformar elementos esenciales del mismo; ahora se acumulan las tareas. Será preciso incorporar, además, una visión intergeneracional hasta ahora muy postergada. Pensiones, mercado de trabajo, endeudamiento público y conservación del medioambiente son, entre otros, desafíos sociales que merecen algo más que respuestas cortoplacistas.

CAPACIDAD DE ADAPTACIÓN

El futuro inmediato va a poner a prueba la calidad institucional de nuestros países. Su capacidad de adaptación a una realidad cambiante, concitando acuerdos sociales que legitimen democráticamente las reformas necesarias, es una exigencia ineludible. El capitalismo europeo, y sus altas cotas de bienestar, están midiendo sus fuerzas frente a otros modelos que, haciendo un uso alternativo de la eficacia de los mercados, hace años ya que exhiben triunfantes una gran potencia económica creada al margen de la democracia. Solo alcanzando las más altas cotas de excelencia será posible mantener las posiciones adquiridas.

Recordado casi siempre como economista, Schumpeter fue un completo científico social. En una de sus obras más conocidas, Capitalismo, socialismo y democracia (1942), introdujo la teoría competitiva de la democracia, una entonces novedosa perspectiva de análisis económico de la política que ha tenido una notable influencia hasta nuestros días a través de la Escuela de la Elección Pública.

Allí estableció sus «condiciones para el éxito del método democrático», entre las que cabría destacar la calidad del factor humano de la política, la limitación de la esfera de decisión colectiva, la necesidad de una burocracia capaz y la autodisciplina de ciudadanos y parlamentos para resistir la tentación obstruccionista.

En el futuro más inmediato asistiremos a una batalla donde las democracias europeas tendrán que demostrar, más allá de su superioridad ética, su capacidad para introducir las reformas necesarias para hacer sostenible su modelo de economía social de mercado. Solo así será posible mantener los niveles de bienestar alcanzados.

Licenciado en Derecho, funcionario por oposición del Cuerpo de Inspectores de Finanzas del Estado, exsecretario de Estado. En la actualidad es miembro del patronato de la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales (FAES)