Tiempo de lectura: 8 min.

Hablar de desigualdad y de pobreza en España es lo mismo que hablar del paro, de sus causas y de sus remedios. La falta de empleo, y la precariedad de parte del existente, explican con nítida precisión los preocupantes datos de nuestro país. Para la izquierda, las cifras solo sirven como pretexto para tratar de imponer sus paradigmas tradicionales en relación con el mercado de trabajo, la política educativa o el Estado de bienestar. Sin embargo, un análisis riguroso desmiente muchos tópicos y permite establecer políticas públicas de corte liberal mucho más orientadas a la mejora del bienestar social.

Gráfico 1

Desglose de cambios en el índice de Gini de ingresos salariales. Cambio de puntos porcentuales en el índice de Gini 2007-11, personas en edad de trabajar.

grafico_1.jpg

Fuente: Cálculo de la Secretaría de la OCDE a partir de las Estadísticas Comunitarias de la Renta y Condiciones de vida (EU-SILC, 2008 y 2012), la Encuesta Canadiense sobre la Dinámica del Trabajo y la Renta (SLID, 2007 y 2010), la Encuesta sobre la Dinámica de los Hogares, los Ingresos y el Trabajo en Australia (HILDA, 2008 y 2012), y la encuesta de Población Actual de los EE.UU. (CPS, 2008 y 2012).

La desigualdad es un resultado lógico y legítimo cuando deriva de las diferencias de capacidad, de esfuerzo o de decisiones libremente adoptadas por los individuos, pero se convierte en socialmente intolerable cuando es consecuencia de la falta de oportunidades, de las restricciones institucionales, la captura de rentas o de la corrupción.

El primer tipo de desigualdades lejos de ser un problema constituye el reflejo natural de un sistema de incentivos adecuado que premia la iniciativa, la innovación, el trabajo y la asunción de riesgos; por el contrario, aquellos frenos que impiden la progresión económica de quienes lo desean y lo merecen suponen un auténtico lastre social.

La globalización y los cambios tecnológicos han tenido un notable impacto sobre la distribución mundial de rentas. Es incuestionable que la internacionalización de la economía ha permitido salir de la pobreza a centenares de millones de personas y está dando paso, tras una etapa de fuertes desigualdades internas en los países emergentes, a la aparición de nuevas y prósperas clases medias en países inmensamente poblados como China, India o Brasil. El reverso parcial de esa moneda lo encontramos en los países con altos niveles de renta y economías ya maduras, como los europeos. Entre nosotros se han reducido las oportunidades de muchos trabajadores poco cualificados, incapaces de competir con el nuevo entorno exterior. La solución pasa por mejorar el sistema educativo, reforzar la formación continua y trabajar para mantener una ventaja tecnológica que nos permita alcanzar una productividad mayor. Los países europeos que vieron el cambio con anticipación y tuvieron la inteligencia y la determinación necesarias para impulsar las transformaciones profundas que se necesitaban son los que mejor han afrontado esta nueva realidad. La desigualdad creciente, conviene insistir, no es un fenómeno global sino la consecuencia local de políticas públicas equivocadas, que se han demostrado incapaces en algunos países occidentales de mantener los ritmos de crecimiento económico requeridos.

Hasta el comienzo de la crisis España se situaba en posiciones intermedias de la Unión Europea en relación a las cifras de desigualdad y pobreza. Si tomamos como referencia la desigualdad de riqueza, el nuestro es uno de los países más igualitarios entre los más desarrollados, circunstancia derivada en gran medida de la extensión de la propiedad inmobiliaria. Es más, la caída del precio de la vivienda y de las cotizaciones bursátiles han provocado una disminución de las diferencias de riqueza entre los españoles durante la crisis. La alarma salta cuando nos fijamos en las diferencias de renta o en las cifras de movilidad social que nos sitúan en un nivel medio-bajo europeo. Tras la crisis, España presenta con carácter general unos datos de desigualdad de rentas y de pobreza peores que los observados por término medio en los países de nuestro entorno, un dato que se explica por la caída de los ingresos de las clases menos favorecidas y no por las ganancias de las más altas. La explicación evidente se encuentra en la rápida e intensa destrucción de empleo y la solución, en consecuencia, exige mejorar el funcionamiento del mercado de trabajo haciéndolo más eficiente y menos dual. El aumento de las diferencias en las rentas salariales tras la crisis, clave que explica el incremento de la desigualdad en España, se debe en tres cuartas partes al crecimiento del paro; el resto se deriva de las variaciones salariales. Estas rebajas salariales, además, se han concentrado en los niveles inferiores de renta.

Debe ponerse también una especial atención en la escasa movilidad educativa intergeneracional. En España el nivel educativo alcanzado por los hijos replica en gran medida el de sus padres. Dado que el nivel educativo es el factor que más determina la obtención de rentas futuras combatir las cifras de abandono escolar y mejorar el rendimiento deberían ser el eje de cualquier política educativa. En cualquier caso, mejorar la calidad de la educación y de la preparación de los jóvenes ante los retos de la mayor competencia permitiría aumentar la eficacia en la función igualadora del gasto educativo, aumentando los niveles de movilidad intergeneracional. Y tal vez convenga insistir en que los datos más recientes, obtenidos en gran medida gracias a las evaluaciones de los informes pisa, nos muestran que no existe correlación entre gasto público por alumno y resultados del sistema educativo.

Gráfico 2

Porcentaje de gasto público social pagado al quintil más bajo y al más alto en 2011.

grafico_2.jpg

Quizá el dato que resulta más sorprendente nos lo ofrece la relación entre intervención pública, desigualdad y pobreza. España ha mantenido durante la crisis un gasto social, medido como porcentaje del pib, casi constante y muy parecido al de otros países europeos. La gran diferencia la encontramos en los efectos económicos de esa intervención. En España las rentas monetarias recibidas del Estado por los niveles más altos de renta (pensiones y seguros de desempleo básicamente) superan ampliamente a las recibidas por los grupos de renta inferior. La explicación es evidente; nuestro modelo —a diferencia de los nórdicos— establece que las transferencias monetarias públicas están directamente relacionadas con los años de trabajo y los niveles salariales alcanzados. Cuanto más tiempo se trabaja y mejor es el salario obtenido mayores serán los seguros de paro y las pensiones recibidas. Puesto que el paro y la formación insuficiente son los factores determinantes de la incapacidad de obtener rentas elevadas, y ambas circunstancias están mucho más determinadas por la actuación de las administraciones que por decisiones individuales, es por lo que cabe afirmar que en España es el fracaso de la intervención pública el que ha provocado una mayor desigualdad y unos resultados regresivos desconocidos en otros países europeos.

El hecho más definitorio del gasto social en España es la edad del beneficiario. Es lógico, puesto que el gasto en pensiones y sanidad está íntimamente ligado a la edad de quien recibe la prestación. Los Estados de bienestar mediterráneos dedican cantidades unitarias de gasto social proporcionalmente mayores a la población de mayor edad, mientras que los nórdicos centran en mayor medida su atención sobre los más jóvenes, dada su orientación más universalista. La evidencia es que nuestro modelo mediterráneo ha coexistido con, y posiblemente ha potenciado, altos niveles de desempleo y desigualdad. La diferencia profunda entre ambos modelos radica en la diferente responsabilidad que asignan al Estado y a cada uno de los ciudadanos. En los esquemas del sur de Europa, el Estado pretende asumir un papel dirigista como responsable y gestor del bienestar de los ciudadanos. Es un reflejo de actitudes paternalistas que a través de estructuras jerárquicas y una confianza ilimitada en la planificación tecnocrática pretenden reducir al individuo a un mero receptor de servicios públicos configurados desde la autoridad. No queda apenas espacio para la responsabilidad individual y se desconfía profundamente de cualquier margen abierto para permitir el ejercicio de la libertad de elección. El contraste entre los dos modelos, nórdico y mediterráneo, es también reflejo de una actitud completamente diferente de encarar los retos de la globalización. Nuestros vecinos pronto advirtieron la necesidad de reconfigurar su modelo clásico de bienestar para que pudiese seguir dando los frutos deseados, y para hacerlo no dudaron en introducir las dosis adecuadas de flexibilidad y competencia para poder ofrecer servicios públicos de mayor calidad a un coste inferior. En el sur de Europa, mientras tanto, la resistencia al cambio sigue siendo la característica dominante, con actitudes políticas, estructuras corporativas e inercias administrativas capaces de frenar cualquier asomo de modernización.

Gráfico 3

Evolución del índice de percepción del balance fiscal por grupos de edad

grafico_3.jpg

Fuente: Camarero Rioja, Luis. «Evolución de la cultura tributaria, coyuntura económica y expectativas vitales». CIS, 2015.

Este distinto trato recibido en función de la edad es claramente percibido por los ciudadanos y, muy posiblemente, permite justificar algunos cambios recientes en el comportamiento electoral. La edad y el año de nacimiento (momento del ciclo vital individual y generación a la que se pertenece) son los dos factores que mejor explican las diferentes actitudes de los españoles ante el gasto público y el Estado de bienestar. Las distintas expectativas actuales están claramente influidas por la edad, mientras que la interpretación de lo acontecido en el pasado está claramente determinada por la generación a la que se pertenece. Resulta muy significativo observar cómo los nacidos antes de 1960 son, según los estudios elaborados por el cis a lo largo de las últimas tres décadas, los más conformes con nuestra estructura de ingresos y gastos públicos.

El consenso social y político que hasta ahora ha sido dominante en torno a la actividad financiera del Estado está asentado en un análisis coste-beneficio individual mucho antes que en cualquier consideración de justicia o solidaridad. Cuando se les pregunta, los españoles justifican mayoritariamente sus opiniones en términos de utilidad y eficiencia no en argumentos de equidad. Y esa visión instrumental está influida de manera muy clara por la edad y la generación. Este fenómeno no es distintivo de la sociedad española sino que es compartido en términos generales con sus homólogas europeas, pero se acentúa aquí como consecuencia de tener una estructura demográfica singularmente desequilibrada y una regulación laboral muy orientada a la protección de una parte de la población en detrimento de la otra. Comprobar hoy que la posición intergeneracional es el principal factor explicativo de los estados de opinión sobre los impuestos y el gasto público nos debe llevar a presagiar para el próximo futuro una fuerte deslegitimación social de nuestra estructura presupuestaria. Solo reaccionando con una decidida voluntad reformista será posible hacer frente a este fenómeno con alguna posibilidad de éxito.

Realmente, para quienes hoy tienen más edad el equilibrio entre ingresos y pagos a lo largo de su vida ha resultado muy beneficioso, pudiendo recibir, tras una vida laboral prolongada y estable, unas contraprestaciones sociales en sanidad y pensiones razonablemente generosas. Las dudas comienzan a surgir, sin embargo, entre quienes ahora tienen menos de 55 años y las valoraciones más negativas se extienden entre los más jóvenes. Para ellos las cuentas ya no resultan tan favorables y cunde la sensación de que el esfuerzo fiscal que están realizando apenas se verá correspondido en el futuro por las restricciones que ya advierten en las coberturas sanitarias y los evidentes problemas de sostenibilidad que el factor demográfico induce al sistema de pensiones. Las generaciones más recientes, que no han participado en la Transición política ni en la rápida expansión del modelo de bienestar público, se ven a sí mismas mucho más expuestas a las incertidumbres de un sistema más abierto a la competencia y, en consecuencia, presentan valores más individualistas. Los más jóvenes se cuestionan en mayor medida la legitimidad de un sistema con impuestos crecientes sobre salarios, sabedores de que este esfuerzo resultará insuficiente para financiar en el futuro prestaciones y servicios públicos equiparables a los actuales.

Por último, conviene destacar que los programas públicos específicamente dedicados a combatir la pobreza más severa arrojan en España unos resultados preocupantes. Mientras que Suecia, Alemania o Dinamarca eliminan con la intervención pública entre 8 y 10 puntos de tasa de pobreza —medida como índice de Gini—, España, Italia o Grecia apenas consiguen llegar a los dos puntos.

De todos estos aspectos y algunos más ha tratado el reciente informe faes sobre «Desigualdad, oportunidades y sociedad de bienestar en España». Sin duda el tema es poliédrico, y los aspectos allí estudiados no agotan ni mucho menos la complejidad del problema. Pero dar un primer paso, firme y decidido, para encajar el análisis de la desigualdad desde una perspectiva liberal, y tratar de apuntar líneas consistentes de evolución de las políticas públicas es un esfuerzo necesario y urgente. En España, la desigualdad no ha crecido por los recortes, ni por la austeridad fiscal. La desigualdad ha crecido como consecuencia de un mercado de trabajo ineficiente, que excluye a los jóvenes y a los menos cualificados, un sistema educativo que carece de la calidad competitiva requerida para un país como el nuestro, y un Estado de bienestar mal financiado y erróneamente configurado. Esas son las conclusiones y, en consecuencia, deben ser los fundamentos de una política mejor.

Licenciado en Derecho, funcionario por oposición del Cuerpo de Inspectores de Finanzas del Estado, exsecretario de Estado. En la actualidad es miembro del patronato de la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales (FAES)