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Alfaguara, Madrid, 2012, 226 págs., 17,50 euros

Con la cultura, como con otras muchas cosas, pasa aquello que decía san Agustín a propósito de qué sea el tiempo: si no me lo preguntas, lo sé, mas si me preguntas, no lo sé. Pero, aunque sea con la imprecisión con que operamos sin contestar la pregunta, la decadencia de la cultura es una sensación permanente que vive en las élites, de los Padres de la Iglesia a nuestros días, pasando por el más próximo antecedente del premio nobel T. S. Eliot a quien invoca Mario Vargas Llosa en las palabras liminares de este volumen. La confusión de valor y precio es ahora consecuencia de una civilización en que lo significativo es el espectáculo que vende el producto y no el producto mismo vendido. No diría yo que no haya algo de esto mismo en la composición de este volumen, que aprovecha una serie de artículos publicados por el ahora laureado Vargas Llosa en el diario El País estos últimos años y que, convertida en libro mediante un tejido conjuntivo que le otorga el grueso superior a las 200 páginas, se vuelve ipso facto mercancía vendible, nada menos que la reflexión sobre la cultura contemporánea del más reciente premio nobel de literatura. Apresurémonos a decir que la integración de las partes en un todo constituye verdaderamente un libro nuevo y hace descubrir relaciones que no se les hubieran ocurrido al lector de los diez artículos aislados que se reproponen como antecedente. Algo así hizo Dámaso Alonso en su libro de Poesía española, que convirtió en referencia de escuela el resultado de una serie de conferencias sueltas que había pronunciado previamente en una gira americana. Después de todo, que la propia operación de marketing pueda servir de contraejemplo de lo que se postula o, mejor dicho, de confirmación de lo que se denuncia no es apenas, si lo es, más que una pequeña incongruencia de las muchísimas que componen la conducta de cada día de cualquier ser humano.

Muchos estaremos de acuerdo con Vargas Llosa (y con Georg Steiner y Harold Bloom y tantos otros) con que la banalización de la cultura no lleva a ninguna parte. Si es lo mismo una receta de cocina que el Quijote, apaga y vámonos. Sobre todo, si esto de la banalización se aplica a todo, igual a la sexualidad humana que a la religión. Siendo así que, según el agnóstico Vargas Llosa, «la única manera como la mayoría de los seres humanos entiende y practica una ética es a través de la religión» (pág. 43), el fenómeno resulta inquietante.

La manifestación de la epidemia en su forma actual, que tiene mucho que ver con un uso degrado de los modernos medios de comunicación social se incubó bien entrada la segunda mitad del siglo XX cuando todavía París era la capital cultural del mundo, de modo que el relato de Vargas Llosa, rastrea los orígenes en nombres, que son autores de cabecera para la gente de su generación y la de los que nacimos diez años después e incluso de nuestros alumnos hasta hoy. Primero, Sartre, y luego Lucien Goldmann, Roland Barthes, Michel Foucault, hasta Derrida, entre otros muchos, ofrecen fundamento para socavar seguridades en que apoyar una «alta» cultura o cultura propiamente tal. Bien es verdad que la identidad constructiva de relatos de la alta y la baja cultura, que puso de relieve cierta antropología o los inquietantes interrogantes que propone Derrida a toda seguridad hermenéutica son cuestiones más serias que su posterior difusión por la academia de los Estados Unidos de América que en no pocas ocasiones se sirvió de unos conocimientos mal digeridos para amparar el disparate sin sentido. (Por cierto, entre los muchos nombres, echo en falta a Greimas y Todorov. Probablemente la devoción que les profesábamos a ambos en el París de aquellos años debió empezar justo después del traslado de Vargas Llosa de la capital de Francia a Londres).

Denuncia Vargas Llosa las fatales consecuencias de la interpretación libre del eslogan del mayo francés del 68, «prohibido prohibir», así como de la proliferación de la superchería seudocientífica, que fue puesta en evidencia por el artículo Imposturas intelectuales, publicado en 1998 por Alan Sokal y Jean Bricmont, que tanto dio que hablar en su momento. En cuanto a lo de prohibido prohibir, no cabe duda de que hay que rescatar la autoridad del profesor en el aula y promover la distinción entre cosas buenas y malas. Lamento, sin embargo que el párrafo conclusivo termine con una prohibición con la que estoy absolutamente en desacuerdo: «Tienen razón Alain Finkielkraut, Élisabeth Badinter, Régis Debray, Jean-François Revel y quienes están con ellos en esta polémica: el velo islámico debe ser prohibido en las escuelas públicas francesas en nombre de la libertad» (pág. 103). A mí, eso me parece un disparate.

Sigue el libro señalando lúcidamente la necesidad de distinciones y controles por los que la naturaleza se hace cultura y lo humano se distingue de lo animal. Según el liberalismo de Vargas Llosa el prescindir de tales supuestos, es lo que hace, por ejemplo, caer en la pornografía, desapareciendo el erotismo (Vargas no da cabida a la castidad), la confusión de lo público y lo privado y todas las desorientaciones que señalan a diario los que algunos llaman las personas de bien.

El capítulo en que trata finalmente del lugar de la religión en la cultura presenta un laicismo afable. No deja de asumir la postmoderna objeción fundamental de que toda persona o instancia que defiende convicciones absolutas supone necesariamente un peligro de violencia, porque o intentará imponer esas convicciones por la fuerza o, al menos, juzgará como malas otras opciones que no son las suyas. (Lo de las Torres Gemelas, añado yo, es el último hecho gordo que parece darle la razón). Está en contra del crucifijo en las escuelas y vuelve a la inconveniencia del velo islámico en las aulas donde hay niñas cristianas, lo que contradice mi experiencia empírica cotidiana de ver jugar felizmente juntas a niñas con velo y niñas con cruces en colegio público de un barrio de inmigrantes. (¡Vaya por Dios!). En lo esencial, me parece que se puede decir que, al respecto, acoge el pensamiento de que no hay más insana pasión que la insana pasión por la verdad, posición contradictoria con la mía de que la verdadera pasión por la verdad es causa de la tolerancia más profunda y de la auténtica libertad. Claro que el autor se me convierte en alma gemela, si me doy cuenta de que la única objeción que pone a su libro en el diario El País mi estimado colega Jordi Llovet versa sobre algo antes apuntado y dice así: «En un punto cabe discrepar: el autor considera que para la inmensa mayoría de los seres humanos la religión es el único camino que conduce a una conciencia ética». O sea.

Aprecio el apunte final sobre otra característica de la nueva cultura, el peligro de desaparición del libro impreso, pues creo que el libro impreso, que fundamentó en los dos últimos siglos la noción de literatura en sentido estricto, seguirá, a pesar de los pesares, formando parte de la alta cultura.

A mí me gusta cómo escribe Vargas Llosa y me ha gustado el libro. Ciertamente, como, además de su lector devoto, tengo, como él, la educación de antiguo alumno salesiano, aunque con resultado divergente, puedo adivinar, quizás mejor que otros, cuál ha sido su itinerario con respecto a la religión católica hasta hoy, desde aquellos años en que aparece llevando en hombros a mi querido Luis Jaime Cisneros en la fotografía del museo permanente que le han puesto en la Universidad de San Marcos de Lima. Incluso puedo adivinar por qué me siento tan cerca del nobel peruano-español (es una cuestión de estilo) cuando en metafísica debo estar mucho más cerca del cardenal de Lima con el que sostiene intermitentes diatribas. Pero esto son cosas mías.

Alguien ha dicho que el libro es pesimista. Cuando somos tantos los que estamos conformes con el autor en el diagnóstico general de la enfermedad de nuestra cultura, no hay razón para desesperar. Vargas LLosa dice al final: «Benjamin y Popper […] los dinosaurios pueden arreglárselas para sobrevivir y ser útiles en los tiempos difíciles». Así sea. Así es.

Especialista en Análisis del Discurso, ha sido catedrático de Universidad y Profesor de Investigación del Instituto de la Lengua Española (Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Madrid).