Tiempo de lectura: 4 min.

Ana María Navales es de las personas que gustarían al Bertolt Brecht que afirmaba que las personas imprescindibles son aquéllas que luchan todos los días. Lo tiene todo para haber sido una oscura profesora de lo que antes se llamaba «de provincias », llena de dengues y quejumbres, y sintiéndose injustamente marginada. Docente en Literatura de un colegio privado, con una Beca March, algún premio local de literatura, colaboradora del Heraldo de Aragón, presente en un par de antologías de lenguas o ámbitos minoritarios, directora de la revista cultural Turia que financia la Diputación Provincial de Teruel, y actividad constante en el jurado de los Premios de la Crítica.

Hasta aquí, podría configurarse una vida banal de persona entregada profesionalmente a enseñar las bellas Letras, y probar fortuna como poeta y narradora. ¡Ah!, pero la profesora Navales disponía de un arma secreta, que ya utilizó sabiamente en una primera entrega de poesía, publicada en 1978 y titulada —precisamente— Del Fuego Secreto (Institución Fernando el Católico, Zaragoza). Allí —en el fuego que hace arder a los poetas—, se abrasó primero al alentar ya, como una brasa que aspirase al insomnio, hacia la aventura de su segundo libro, que llamó coherentemente Mester de Amor (Adonais, Rialp, 1979).

Así, Ana María Navales ha avanzado en siete libros veinte años de dedicación intensa a la poesía, escritos con mano «…sonámbula por la misma herida / por el verso en la palabra…», para «…detener el mismo viento de la sangre». Ese viento elemental que desplazan brutalmente algunos incendios personales por los confines de la escritura ha llevado a la poeta a señalar su propio camino, sellando la promesa preparada desde siempre para quien se inicie en él, de hallar otros confines como premio de sus pasos.

Los espías de Sísifo (Hiperión, 1981), Nueva, vieja estancia (Anjana, 1983), Los labios de la Luna (Torremozas, 1982 y 2a ed. en 1990) y Hallarás otro mar (Libertarias, 1993) la han llevado a una conclusión de fin de ciclo, que permanece hasta hoy inédita —Escrito en el silencio—, salvo en la antología que comentamos: Mar de fondo, y que salva para los lectores de poesía lo que pocas veces le es dado justificar a una antología: la coherencia sin duda mágica (Novalis afirmaba que en Arte, todo es magia o nada) de una obra edificada humildemente, en el silencio de los latidos de la vida cotidiana, marcados acaso por menudencias, pero significativos para el ojo de halcón de los auténticos poetas.

Así podemos leer, procedente de la escritura sobre el silencio que nos anticipa en las últimas páginas del libro, este poema revelador, que dibuja perfectamente el universo circular que ha recorrido Ana María Navales desde que enhebró su primer verso:

Ya no sé
cómo empezar una plegaria
y aquí estoy
arrodillada sobre la tierra
temerosa del rayo
y de todo
cuanto de mí va muriendo.
Los robles son ya muy altos
y sólo alcanzo a tocar
las ramas de los sauces
que se humillan.
Pero todavía queda
una huella de vértigo,
una semilla de sol
en algún lugar de mi sangre.
Una piedra húmeda,
el musgo salvaje,
una mano que me levanta
para que siga mi camino,
aunque no sea la de aquel ángel
que hace siglos
huyó de mi jardín.

Del fuego secreto que Navales sintió que ardía cuando escribió sus primeros libros, la poeta ya madura ha preservado el rusiente rumor de brasas, ha intuido que con ellas en el zurrón podía alimentar el amor, que es siempre motor de cualquier búsqueda (alas encendidas cubrían mi cuerpo / y no la bruma que me borra el lugar / y las horas…) por mucho que la vida arroje a veces helados versos, manchas agrias en el paisaje, rendijas en el muro, abrazos ausentes, estatuas erguidas en el invierno, en lugar de los sueños anhelados al ritmo de los pasos.

Al ritmo de su aliento, Ana María Navales ha construido una de las obras más sólidas y coherentes de una generación que empezó a publicar en el último cuarto de siglo, sin caer —como hizo una mayoría oportunista— en las movedizas arenas del manglar neosocial, que degeneró pronto en la mal llamada experiencia, cuyos peores actores abandonan hoy en día, en busca de otro sol más caliente que el que declina.

Hace cinco años, cerraba el comentario que escribí acerca de Hallarás otro mar, con este verso feroz: «Abres la puerta y ya no hay enigma». Este podría haber sido el epitafio al desencanto de toda una vida dedicada a la tentación de desvelar misterios, o bien la señal de que el poeta habría hallado lo que pudiera considerar finalmente como la verdad, porque —como querría Heidegger— ya se hubiese vuelto verdadero. Porque la señal que exhibe el poeta como una última cicatriz, para tener derecho a lanzarnos su voz, es aquélla que delata a quien aprendió duramente que, incluso conocer le podrá ser dado, pero sólo cuando indague hasta desangrarse y tras vencer la postrera incertidumbre. Al temer la proximidad —y quizá por ello— de ese momento, Ana María Navales concluía en aquel libro, clave en su obra:

«Entonces no darás un paso por volver a tu origen».

Pero se equivocaba. Hoy ha dado, por fortuna, ese paso definitivo: ha escrito un libro en el silencio, ha vuelto a su raíz y nos entrega el eco de todos los gritos de su vida, decantados —eso sí— en versos verdaderos. A partir de ahora, ya sólo le será posible iniciar el Canto.

Poeta y periodista