Para el escritor Julio Ramón Ribeyro, Lima no constituía un objeto de contemplación estética. La cuestión no era si le gustaba o no la ciudad, sino que la vivía como algo tan próximo e íntimo que se veía incapaz de juzgarla con un mínimo de distancia, la necesaria para pronunciarse a favor o en contra a partir de criterios como los monumentos, el clima o la gente. La capital peruana, para él, podía compararse a sus pulmones o su páncreas. Simplemente la llevaba dentro. Como una pertenencia insustituible que estaba, lo mismo que París, más allá del gusto.
Se ha escrito que un grupo de ingleses, fuera de su patria, fundaba un club, mientras los españoles, en parecidas circunstancias, levantaban una ciudad. Lima constituye un ejemplo claro de la civilización urbana que los colonizadores hispanos establecieron en América Latina. Incluso en la actualidad, como ha señalado el historiador Felipe Fernández-Armesto, sigue siendo, seguramente, “la más española de las ciudades hispanoamericanas” tanto por su aspecto como por su ambiente.
La fundación de Lima supuso un giro copernicano en la historia peruana. La antigua capital, Cuzco, cedía su puesto a una urbe de nueva creación. Surgiría así un antagonismo entre la sierra, símbolo del mundo indígena, y la costa, es decir, el territorio hispánico, que ha marcado la historia nacional hasta el día de hoy. La realidad nunca ha permitido dar por cierta la famosa exageración del escritor Abraham Valdelomar (1888-1929), al asegurar que Perú era Lima, Lima era el Jirón de la Unión y el Jirón de la Unión era el Palais Concert. Lejos de comprobar esta supuesta identificación entre la metrópoli y el país, los viajeros han dejado constancia de un distanciamiento notable. A principios del siglo XIX, el explorador alemán Alexander von Humboldt aseguraba que junto al Rímac no había aprendido nada del Perú en su conjunto: “Lima está más separada del Perú que Londres”. A su juicio, nada a orillas del Rímac tenía que ver con el bien público del conjunto del todavía virreinato. Si el patriotismo no era una virtud sobresaliente en América, menos aún en aquel lugar donde reinaba la insolidaridad –“un egoísmo frío”– puesto que nadie se preocupaba de los asuntos que no le afectaban directamente.
Por su parte, un mexicano, Moisés Sáenz, aseguraba que, si ninguna capital era en realidad representativa de su país, Lima lo era menos que las otras. Porque carecía de una tradición indiana. De ahí que pudiera hablarse de su centralismo pero no de su centralidad.
Otros juicios adversos han contribuido, asimismo, a destrozar la imagen de la antigua Ciudad de los Reyes. Así, en el siglo XIX, el chileno Vicuña Mackenna la definió como “una ninfa del ocio”. Por su parte, el novelista norteamericano Herman Melville, en Moby Dick, habló de un espacio más extraño y triste de todos, entre otras razones por su ausencia de lluvias –“la sin lágrimas”– y el color blanco de su cielo.
El naturalista Charles Darwin, a su vez, encontró a la capital peruana miserable y fatua. Más tarde, Manuel González Prada la calificó de “núcleo purulento”, acusándola de extender por toda la República “los gérmenes patógenos”. Desde las provincias llegaban a la capital hombres sanos… sólo para acabar estropeándose.
¿Por qué unas palabras tan duras? Con agudeza, la investigadora Kathya Araujo apuntó que, aunque Lima podía no ser Perú, eso no impedía que muchos le cargaran la responsabilidad de regenerar, ella sola, al conjunto del país. La ciudad, por tanto, funciona como una metáfora de los desafíos de una modernización conflictiva.
Pero el veredicto que hizo más fortuna fue el de Sebastián Salazar Bondy, que, recogiendo un verso de César Moro, titulo su ensayo más famoso “Lima la horrible”. El adjetivo, desde entonces, se cierne con su efecto devastador sobre la capital del Rímac. ¿Tal vez porque ese pesimismo, lo mismo en Perú que en España, ha configurado el pensamiento sobre la nación y la autopercepción de los ciudadanos?
Al viajero le golpean las tremendas desigualdades entre las muchas Limas que conviven encerradas en el mismo recinto, a una distancia sideral las unas de las otras. No es lo mismo el barrio mesocrático de Miraflores que el casco antiguo, alrededor de la plaza Mayor, con más presencia indígena. Y ese centro también es muy diferente de los suburbios de chabolas donde se hacinan los desheredados llegados desde todos los rincones del país.
¿Nos quedaremos solo con lo negativo? Nuestro imaginario estaría incompleto solo con las referencias a lo que encoge el ánimo. Antes que “la Horrible”, la capital del Perú fue la urbe frívola, perfumada, sensual, que encandilaba a los viejos con su aire orientalizante. Fue el escenario mítico creado por el socarrón Ricardo Palma en sus Tradiciones, hasta el punto de que un historiador, Porras Barrenechea, pudo hablar de una doble fundación de la ciudad. La primera, a cargo de Pizarro. La segunda, en el nivel literario, por parte de Palma. Lima es también la de los balcones labrados primorosamente, que encontrarán a su noble y quijotesco defensor, el profesor Brunelli, en una inolvidable obra de teatro de Mario Vargas Llosa. Y, puestos a rescatar del olvido los elogios, también tendremos presente el del novelista y diplomático francés Paul Morand al mencionar una capital accesible y sociable en la que se alzaba el palacio de Torre Tagle. Para Morand, la más hermosa mansión colonial de toda América del Sur.