La obra de John Rawls Teoría de la justicia, publicada ahora hace exactamente veinte años, se ha convertido en uno de los principales centros de atención y de reflexión de la filosofía política y moral contemporánea. Este monumental esfuerzo constructivo del profesor de Harvard fue objeto de importantes críticas, a las que Rawls ha venido contestando, a veces matizando sus ideas originales, a veces replicando las objeciones de sus comentaristas. Sobre las libertades es el título de una reciente edición castellana de parte de las «Tanner lectures» que Rawls pronunció, en las que se ocupaba de las críticas y comentarios y, muy especialmente, de los de Hart y Kalven.
El libro desarrolla principalmente la base filosófica en que descansa su «teoría de la justicia» que arraiga en la concepción ilustrada y liberal de la persona expuesta a partir de Locke y Montesquieu. Pero Rawls trata de fundar su idea de justicia no en una versión utilitaria de la felicidad, el bien o la libertad humana, sino en una base formal, válida en sí misma y que conecta expresamente con la noción kantiana de «deber moral». No se trata de un recetario para conseguir la felicidad práctica de las personas a partir de la organización recíproca de las libertades individuales, sino de cómo establecer el conjunto de relaciones armónico para que la persona sea digna de ser feliz.
Desde el punto de vista práctico, la diferencia no es importante, ya que la concepción de la libertad se desarrolla de modo muy similar, de acuerdo con la tradición liberal, es decir, el pensamiento ilustrado moderado, cuya culminación, y también su punto de inflexión, se encuentra en Kant. Puede decirse que la obra de Rawls se podría interpretar, como tantas otras del pensamiento contemporáneo, por ejemplo Popper, como una vuelta a Kant y un abandono de los excesos cometidos tras la recepción radical del hegelianismo.
La idea que tiene Rawls de la justicia se basa en una previa idea de la libertad personal. El filósofo es explícito acerca de que no es posible separar el desarrollo de una organización racional y democrática del Estado de una previa concepción de la persona. En cierto modo, la principal objeción de Hart, a la que trata de responder Rawls, consiste en reprocharle que no hay modo de explicar, si se parte de la ficción contractualista de la sociedad que Rawls acepta, por qué las partes o ciudadanos fundantes de la organización política adoptan libertades y establecen una relación de preferencia entre ellas.
Ciertamente, no hay manera de desembarazarse de ese reproche, y, en suma, Rawls acepta un concepto de «persona» que en realidad no es otro que el del reconocimiento de la autonomía moral, es decir, de la conciencia personal, la gran aportación de la tradición cristiana. A partir de este supuesto se diseña un núcleo de libertades básicas entre las cuales las de pensamiento y expresión son fundantes. Pero ¡o importante, y en contra del radicalismo ilustrado, es que Rawls concibe, como Locke, que la sociedad es de hecho pluralista en cuanto a los fines y bienes morales que los individuos se proponen satisfacer. El reconocimiento del pluralismo no implica el relativismo moral, sino más bien al contrario: la firmeza en la convicción. Únicamente Rawls presume, sin razón aparente al menos, que el pluralismo es en sí mismo preferible al acuerdo social sobre moralidad.
En una adecuada introducción, Victoria Camps relaciona el «principio de diferencia» (según el cual la sociedad debe beneficiar a los económicamente menos favorecidos) con el denominado «óptimo de Pareto» y subraya que Rawls se ocupa de la objeción marxista que distingue entre «libertades formales» y «materiales» con cierto desdén. Las «Tanner Lectures» se pronunciaron en 1981 cuando todavía era imprevisible la perestroika y la ruina de los países comunistas. Aun con todo, Rawls trata el asunto con seguridad y suficiencia. Incluso hace algunas concesiones a planteamientos socialdemócratas o propuestas del «socialismo liberal».
En suma, Rawls distingue y separa los ámbitos de la política, restringido por principio, y de la sociedad, irrestricto por principio, ya que, aunque no sea explícito, la política es el dominio de la voluntad general impositiva, y la sociedad, el de la realización personal libre y asociativa. Esto separa radicalmente su concepto de la justicia del democratismo socialista que invierte los términos a partir del momento en que configura la acción política como un instrumento para resolver las situaciones de injusticia que se producen en la sociedad. Esa inversión es el origen de los totalitarismos modernos, hoy, por fortuna, en trance de demolición.