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Los diagnósticos crepusculares acostumbran a chocar con las nuevas realidades, modeladas por factores impredecibles, del mismo modo que a cada anuncio de una decadencia sigue –inicialmente como confusión y después como renacer insospechado- el desbordamiento de otra vitalidad. Mark C. Taylor dice que, según se pone de manifiesto en la historia del cristianismo:

“Lo nuevo siempre emerge lejos del equilibrio, en el borde del caos, en un momento sorprendente de irrupción creadora que puede ser infinitamente fructífero”.

También es cierto que, como en algunas viejas crónicas, a veces se constatan estados de cosas que alcanzaron a durar cientos de años. ¿Hasta dónde llega la larga cadena del ser que sutura las grietas de la historia y la abolición del carácter? Quienes otean la nueva época llevan razón al suponer que el narcisismo del “selfie” culmina sombríamente en un autismo totémico de uno mismo que va del debilitamiento mental por Instagram a formas alucinadas de una ansiedad insólita, desvinculación y erosión de conciencia. Uno se pone en manos del dietista sincrético y acaba practicando cultos cismáticos a la carta. Así arribamos, sin darnos cuenta, al borde el caos. Clásicos, románticos, neoclásicos, barrocos: construimos siempre al borde del caos. Al mismo tiempo, la gloria se codea con la infamia. En los ochenta del siglo XVIII, aparecen Mozart, Kant, la Constitución de los Estados Unidos, en fin, aquella Ilustración que luego fue tergiversada por la toma de la Bastilla.

Identidades y desarraigos acaban chocando como nuevas formas demagógicas, de una parte contra la Unión Europea o la globalización, de otra parte en defensa de un cierto fundamentalismo europeísta o de un cosmopolitismo de “bibelot”, retroalimentándose de modo contaminante porque dan por sentado que uno no puede tener sentido de la pertenencia nacional o patriótica y a la vez comprender el empeño institucional europeo, en ocasiones necesitado de más controles nacionales, pero positivo al fin y al cabo. Ante el terrorismo islamista, Europa parece indefensa pero el acuerdo de Schengen fue concebido con cautelas y el “pool” de información de los respectivos servicios de inteligencia indudablemente está evitando más de un atentado. Sobre identidades, no hace falta recordar que el irlandés Beckett escribió en francés o que toda la obra del polaco Conrad está escrita en inglés. Véase el caso de Mickiewicz, el gran poeta polaco que domina el siglo XIX: hablaba poco el polaco y había nacido en una ciudad lituana que hoy es parte de Bielorusia. Estudió en Lituania, estuvo exilado en París y murió en lo que hoy es Estambul. Y fue -es- el poeta nacional de Polonia. Identidades perdidas, identidades inventadas en el borde del abismo: al terminar el siglo XIX todavía no había nadie que se considerase yugoslavo.