Why Mahler, de Norman Lebrecht Faber and Faber, 210, 362 páginas. Edición española en Alianza Editorial
Sinfonías n.º 2 y 3, de Gustav Mahler Bernarda Fink, Ricarda Merbeth. Netherlands Radio Choir Royal Concertgebouw Orchestra, Mariss Jansons (dir.). RCO Live, 4cd y 1dvd, 2010 y 2011
Sinfonía n.º 9, de Gustav Mahler Lucerne Festival Orchestra, Claudio Abbado (dir.). Accentus, dvd y blu-ray, 2010
Sinfonía n.º 10, de Gustav Mahler Philarmonia Orchestra, London Symphony Orchestra, Berthold Goldschmidt (dir.). Deryck Cooke, piano y comentarios Testament, 3cd, 2010
Si conseguía alejarse lo suficiente, apenas llegaba a distinguir en la distancia el bullicio de las calles, el paso de los tranvías y el tiro de los carruajes, y podía ensimismarse en el sonido de sus pasos, que desde hacía un tiempo sonaban a trompicones, a destiempo, casi como su pobre corazón. El paseo discurría a menudo por caminos perfectamente delimitados, rodeando pequeños lagos y atravesando arboledas. A veces se entretenía en la extraña visión que le sobrevenía cuando llegaba a un recodo del camino y aparecía ante él una desproporcionada extensión de césped, que moría en los frondosos árboles del fondo y sobre los que se elevaba la imponente fachada de los edificios de Nueva York. Nada que ver con los paseos veraniegos en Toblach o Maiernigg, trágicamente cercenados desde hacía tres años cuando le diagnosticaron aquella enfermedad en el corazón. Desde que era un niño, en Iglau, como cuando vivía en Viena, el bosque siempre fue un lugar al que huir. Cuando miró el podómetro comprobó que se había alejado demasiado y era hora ya de volver.
Gustav Mahler siempre tuvo la sensación de que la vida se deshacía entre los dedos, sobre todo desde que muy joven viera consumirse a su hermano Ernst durante meses entre fiebres reumáticas. Al pie de su cama, inventaba todo tipo de cuentos de hadas para entretenerle, llenos de dragones y caballeros. Contarle cuentos a un niño que va a morir. Una situación paradójica, despiadadamente cruel, que hará mella en su corazón e inspirará el sorprendente tercer movimiento de su Primera Sinfonía. Los timbales comienzan con el ritmo grave y pesado de una marcha fúnebre. De repente, una lastimera frase de violonchelo se va abriendo paso hasta dibujar la melodía de la popular canción infantil Frère Jacques. El conjunto avanza inexorable, como un cortejo solemne que no puede disimular un tono burlesco e irónico. Para él, la vida será lo más parecido a una canción infantil tocada a ritmo de marcha fúnebre.
La lenta y agónica muerte de su hermano Ernst, el sonido de las campanas que tañían en una iglesia cercana mientras se separaba dolorosamente de su primer amor, Johanna Richter, o aquella canción popular, Ah du lieber Augustin, que sonaba en el organillo del lugar donde había escapado de su casa tras la enésima pelea doméstica de sus padres, son las primeras epifanías que gotearán sobre la música de Gustav Mahler. Unos instantes que entran en la vida con la fuerza de un huracán, plenos de lucidez, de los que emerge, insoslayable, el sentido último de la propia existencia.
En los mismos años en que Mahler compone las sinfonías centrales de su obra, James Joyce empezó a trabajar en breves fragmentos literarios que deseaban captar en un detalle, en un súbito instante, toda la complejidad del universo sobre el que escribía. Una de las epifanías más conocidas de Joyce se producirá en «Los muertos», el último de los relatos de Dublineses. Allí, una canción despierta en la joven esposa del protagonista el recuerdo de un pasado oculto. Cuando Gretta escucha esa canción, La joven de Aughrim, y mientras se dispone a bajar las escaleras de la casa de las Morkan, una especie de revelación la detiene en la oscuridad del primer rellano, amparada en el anonimato de las sombras y el leve ruido que viene del vestíbulo, donde las anfitrionas están despidiendo a algunos invitados. Su marido, que la espera abajo, solo acierta a verla extrañamente quieta, apoyada sobre la baranda de la escalera, mientras la canción se extingue en el interior del salón. «Había misterio y gracia en su pose, como si fuera ella el símbolo de algo. Se preguntó de qué podría ser símbolo una mujer de pie en una escalera oyendo una melodía lejana».
Algo parecido debió ocurrirle a Mahler cuando escuchó aquel coro de Klopstock durante el funeral del director de orquesta Hans von Bülow, en la Michaeliskirche de Hamburgo. Andaba buscando un final adecuado para su Segunda Sinfonía, y aquel texto esperanzado sobre la resurrección se lo puso en bandeja. «Yo me sentí iluminado. Todo se hizo claro en mí. Solo me restaba transportar a la música esta experiencia ».
Con motivo del 150 aniversario del nacimiento del compositor, que se celebró el año pasado, y el centenario de su muerte, que se conmemora este, el director titular de la Royal Concertgebouw de Amsterdam, Mariss Jansons, ha grabado la Segunda y Tercera Sinfonías, creando dos versiones excepcionales. En ambas se pueden discernir las virtudes que rodean a esta formación, tan idóneas para las partituras mahlerianas, tan llenas de matices, de breves discursos que descansan sobre los hombros de unos pocos solistas, que obligan a la orquesta a fragmentarse en diminutos conjuntos de cámara para luego unirse en un tutti pletórico y contundente. Jansons rescata de este discurso mahleriano la construcción de esta tensión orquestal, que parece tan próxima a estallar, pero que siempre parece durar un compás adicional. Alarga algunas frases, sin amaneramientos, buscando siempre ese plus de expresión. En la Segunda, obliga al coro a cantar sentado, subrayando el carácter susurrante de las frases iniciales. «Aufersteh’n, ja aufersteh’n / Wirst du, mein Staub, nach kurzer Ruh» (Resucitaréis, sí resucitaréis / cenizas mías, tras breve reposo), para luego elevar la intensidad en el fortissimo final. «Yo moriré para vivir […] Resucitarás, corazón mío, en un instante».
Amsterdam fue la primera ciudad donde mejor se entendió al compositor de Bohemia. El idilio llega hasta hoy, hasta el punto de que si un director de orquesta sale al escenario del Concertgebouw y saluda desde el podio, podrá distinguir con toda nitidez, al fondo, sobre el friso de la balconada del primer piso, el nombre de Mahler inscrito en letras de oro, justo sobre el pasillo central y flanqueado por los de Anton Bruckner y César Franck. Con las letras de su apellido ocupando un lugar prominente, se abre paso la versión de Mariss Jansons de esa celebración de la vida que es la Tercera Sinfonía. «La palabra sinfonía significa construir un mundo con todos los medios a mi alcance», le dirá a Natalie Bauer-Lechner durante los días de su composición. En sus primeros esbozos llamará a esta sinfonía «mi alegre sabiduría», paráfrasis de la obra de Nietzsche La gaya ciencia. Jansons arma un puzzle que, lejos de unir con argamasa, yuxtapone las melodías y acordes, como si estuviéramos contemplando las facetas de un cuadro de Cézanne. Destaca la ductilidad de los metales en el tercer movimiento, coronado por los pasajes de fliscorno que dejan casi huérfano al sentido del oído, quizá para que sintamos su soledad o el desamparo de un eco lejano. Bernarda Fink canta un O Mensch! doliente y contenido, que contrastará con el ufano coro de ángeles y que se verá coronado por ese descomunal tiempo lento que cierra esta sinfonía. Aquí Jansons recapitula todo su discurso anterior, que avanza casi sin querer avanzar, hasta el estallido orquestal de la conclusión que la Concertgebouw ejecuta con violencia y densidad inusitadas.
Alma siempre le aseguró que le veía llegar de sus paseos por Central Park desde el ancho ventanal del salón de su apartamento del Hotel Savoy, que por estar justo en la esquina del edificio conservaba unas vistas privilegiadas del parque. Cinco meses antes de morir, Gustav Mahler miró por ese ventanal durante su última Nochevieja. Entre la bruma que recubría la calle, cinco minutos antes de las doce de la noche, se oyó el ulular de las sirenas de las fábricas y en las iglesias cercanas tañeron las campanas, con un sonido que recordaba a un gigantesco órgano. Como aquellos que a veces escuchó de las iglesias de Viena o las campanadas lentas y profundas de la catedral de San Esteban.
Aquel último verano en Toblach había trabajado mucho en la Décima Sinfonía, pero decidió dejarla incompleta hasta el verano siguiente, donde ya la terminaría. En cambio, decidió rematar la partitura de la Novena durante aquellos meses del invierno en Nueva York. Esta sinfonía parece una despedida, como muchos estudiosos han dicho, pero si se escucha con atención no es en absoluto pesimista, sino gozosa de lo vivido. Una dicha que se diluye, como el final del adagietto de la Quinta, pero esta vez mucho más lentamente. Claudio Abbado decidió acompañar este proceso de desintegración con la luz de la sala cuando la interpretó en el Festival de Lucerna de 2010. Toda esa disolución acontecía en cada espectador hasta terminar en una penumbra liberadora. La del maestro milanés es una de las grandes versiones de esta sinfonía de los últimos años, que ahora podemos disfrutar en su toma audiovisual. No sobra ningún gesto en esta versión portentosa, deudora de una orquesta cuya calidad empieza por el cuarteto de cuerda más próximo al director. Desde allí, el resto de músicos se contagia de la forma, por ejemplo, de abordar los famosos y complejos pianissimi mahlerianos. En su reciente libro sobre Mahler, el crítico Norman Lebrecht encuentra en el coral del inicio del Adagio final reminiscencias de una canción litúrgica judía, Adon Olam, y de un himno anglicano, Abide with me, que pudo escuchar en alguna iglesia en Nueva York. Más clara es la presencia señalada por José Luis Pérez de Arteaga (Mahler, Antonio Machado, 2007), del turbador tema, en tonalidad transpuesta, de uno de los Kindertotenlieder, las canciones a la muerte de los niños, que tiene este título desgarrador: «Oft denk’ ich, sie sind nur ausgegangen» (A menudo pienso que sólo han ido a dar un paseo), en recuerdo de su hija María, fallecida de una mezcla de escarlatina y difteria en el verano de 1907 cuando apenas tenía cinco años.
Why Mahler es un libro sobre la experiencia personal de escuchar la música de este compositor. Primero, sobre la óptica de su autor, quizá uno de los críticos musicales más influyentes de la actualidad. Segundo, el efecto de esa música en personas y personalidades que el autor va desgranando en forma de anécdotas a lo largo de las distintas partes del libro. Dos tercios del volumen están dedicados a una biografía comentada de Gustav Mahler, que se lee con la fluidez de una narración y en la que Norman Lebrecht aborda su figura desde la perspectiva del siglo XXI. Más deslavazadas se presentan las otras partes: un «Preguntas más frecuentes», que abre el libro, quizá como gancho para neófitos y curiosos; y un compendio breve sobre la forma en que se han interpretado las sinfonías de Mahler a lo largo de estos cien años, con comentarios y anécdotas interesantes sobre las mejores interpretaciones grabadas. El libro es, en cierto modo, parte una biografía musical, parte un homenaje.
Tras recuperarse de un cáncer, el flautista Gareth Davies retornó a su orquesta. Pero no fue una incorporación fácil. Le faltaban fuerzas y energías. Así fue hasta que, un día, ocurrió. «No puedo describir cómo me sentía, pero el tiempo pareció detenerse […] algo esa noche y en esa pieza empezó a transformarme». Aquella epifanía de energía renovada surgió al tocar el solo de flauta del Finale de la Décima Sinfonía, en una gira que la Sinfónica de Londres realizó en 2004. Tras componer cinco carpetas de notas hasta finales de agosto de 1910, con tan solo el Adagio inicial terminado, Gustav Mahler no volverá a trabajar sobre la obra. No será hasta 1960 cuando Deryck Cooke revise las notas y elabore una «versión ejecutable» de la partitura, con los cinco movimientos planificados por el compositor. Aquel año, cincuentenario de la muerte de Mahler, Cooke radia por la BBC una conferencia sobre la sinfonía y la primera grabación completa. Gracias al sello Testament podemos rememorar aquel acontecimiento. Junto a él, se puede escuchar el primer concierto en vivo de la sinfonía, que se producirá cuatro años más tarde. De las versiones dirigidas por Berthold Goldschmidt llama la atención el tempo ligero utilizado para el Adagio, con su disonancia de nueve notas y los ecos de la canción primigenia Ich ging mit Lust durch einen grünen Wald, una composición de juventud que revisita la querencia de Mahler por la naturaleza. «Al dulce, maravilloso amor, / cantó el ruiseñor toda la noche». El Finale estremece por los repetidos golpes sordos de timbal, algo que el compositor había escuchado en Nueva York durante el funeral de un bombero. Un golpe de tambor entre dos largos silencios.
Ahora lo que Gustav Mahler escuchaba eran aquellas campanas que anunciaban el inminente nuevo año. Le llenó de emoción poder despedir el año con alma y su buen amigo, el doctor Fraenkel. Apenas disipado el efecto sonoro de las campanas y conmovidos por la belleza, los tres se dieron la mano y lloraron en silencio.
Tres meses después, Fraenkel lo recogerá allí para tomar el SS Amerika, el barco que le devolverá a Europa. En sus conciertos y óperas de Nueva York de esos meses de 1911, el otrora incandescente director de orquesta se tornó sombrío y parco en sus gestos. La salud empezaba a abandonarle definitivamente y Mahler se aferraba al guardapelo de su hija María, que besaba cada vez que se subía al podio. La última vez que lo hizo fue para dirigir el estreno de la Berceuse Elégiaque, de Ferruccio Busoni, en el Carnegie Hall, un 21 de febrero de 1911. El compositor se lo volvería a encontrar en el barco de vuelta a Europa, cuando paseaba por cubierta con Stefan Zweig, en una visión que tuvo mucho de epifanía. «Yacía allí, con la palidez de un moribundo, inmóvil, con los párpados cerrados. Por primera vez le he visto débil, a él, el impetuoso. Pero esta silueta suya inolvidable, sí, inolvidable, se diseñaba sobre el gris infinito del cielo y el mar».
Dice Claudio Magris en Utopía y desencanto que «la esperanza no nace de la visión del mundo confortante y optimista, sino de la laceración de la experiencia vivida y padecida sin velos, que crea una insoslayable necesidad de rescate». Podríamos decir que una visión nihilista recoge forzosamente una posibilidad de trascendencia, que sin ella no sería posible tal visión. En la música de Gustav Mahler nos encontramos también con esta dualidad: donde se halla la fatalidad de la muerte se subraya la posibilidad de una eternidad, metafísica, del ser. Como la forma en que terminan Novena y Décima. Una eternidad que sustrae sentido al paso del tiempo. Quizá no hay nada más eterno que lo infinito. Y el sonido de lo infinito es el silencio.